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Un nombramiento para el cambio cultural

Ha habido revoluciones políticas -la Revolución francesa y todas las que se produjeron tras ella- y también revoluciones sociales o socioeconómicas -la soviética, la china, la cubana-. Por la primera vez en la historia se intentó llevar a cabo en París, muy pronto hará diez años, con la Revolución de Mayo, algo completamente nuevo, una revolución cultural. No se logró, ni era fácil que se lograse, pues pretendía «lo imposible», y entre otros obstáculos tropezó con la renuencia de la extrema izquierda clásica. Mas, ¿quiere eso decir que su intento haya: sido inútil? Nada, en la historia, ocurre en vano, todo deja su huella y, en muchos casos, así en éste, prepara el terreno para el porvenir. La lección de mayo del 68 es la de la profundidad del cambio y, consiguientemente, la de la necesidad de un trabajo lento y asimismo en profundidad, para su logro cultural. La palabra «revolución», revolución ahora, como se decía, cambio «instantáneo», no es la más adecuada, por tanto, para designar este proceso largo, difícil, trabajoso, que habrá de ocurrir según un tempo que se parecerá mucho más al que, en el orden de lo político, tuvo lugar en Inglaterra, que al de Francia. Evolución pues, más que estrictamente hablando «revolución» hecha de la noche a la mañana; pero evolución decidida y no meramente «cuasinatural», llevada a cabo determinadamente y, cabe decir, conquistada. Pues se trata, en efecto, de una transformación radical de todos o casi todos los mores sociales y, en cuanto formalmente regulados, de muy importantes instituciones. Transformación, por supuesto de los mores sexuales y los sistemas parentales, en la realidad vivida y en su secuela, la regulación jurídica. Transformación -verdadera, que no puede prolongar- las preautonomías en pseudoautonomías- del concepto mismo de España, cuya pluralidad no debe ser un debilitamiento, sino, al revés, un pujante enriquecimiento vital, liberado de la burocrática centralización. (Sin caer en el dislate de multiplicar la, con el suarismo, enormemente creciente burocracia central, por el número de sendas plagas burocráticas autonómicas.) Transformación no ya, simplemente, de los mores religiosos y del papel nacional de la Iglesia católica, sino de la relación misma entre el hecho religioso y el hecho eclesiástico, entre los cristianos y la jerarquía. Transformación de la Universidad y, en general, de todo el sistema escolar. Transformación de la moral, cuyo acento se desplaza entera mente del ámbito individualista al social. Transformación de la política, más participatoria y menos unilateralmente representativa.Transformación en cuanto al lugar que socialmente corresponda ocupar a la mayoría -mujeres- y a las minorías marginadas. Transformación, tras su radical puesta en cuestión, del vigente sistema médico, del vigente sistema sanatorial y, particularmente, psiquiátrico, y del vigente sistema penitenciario. A este último es al que, en especial, quería referirme hoy, con ocasión del muy acertado nombramiento de Carlos García Valdés, como director general de Instituciones Penitenciarias. (UCD habla empezado, como suele, por un simple cambio de nombres, suprimiendo aquel, odioso, de «Prisiones», aun cuando éstas siguiesen siendo las de antes.) Yo diría, casi sin exageración, que ha sido éste el primer nombramiento del Gobierno Suárez que me ha sorprendido completamente, el que decididamente abre una inesperada esperanza. Hay que reconocer que la opinion pública española no ha sido, hasta ahora, apenas sensible a esta injusticia de la Justicia, que los políticos de izquierda tampoco, y que inclusive quienes de ellos han estado en la cárcel tan discriminado demasiado tajantemente a los «presos comunes» de los «presos políticos», como si unos y otros no fuesen todos presos sociales que la sociedad -franquista o, más hondamente, tradicional- se quitaba de enmedio para que no molestasen, sacudiéndose la corresponsabilidad que, en los delitos cometidos por marginados, le corresponde, y penando unas muertes y heridas mientras premiaba fusilamientos y torturas, o persiguiendo atentados a la propiedad privada siempre relativamente pequeños, mientras amparaba los grandes escándalos financieros, facilitaba cuantiosas defraudación es al fisco y cerraba los ojos ante la evasión de capitales, cuando ello constituye un hurto no a tal o cual individuo, sino a la nación entera, a todos sus ciudadanos.Muchas veces he hablado del más grave mal que, herencia del franquismo, corroe al país: la desmoralización. Nunca prendió en España la ética del trabajo, es verdad, y no voy a intentar despachar aquí, en dos palabras, el difícil problema de si esta carencia ha sido decisiva en la debilidad de nuestro capitalismo, más financiero y dado a la especulación, a los «negocios», que a la laboriosidad, la industria y la empresa. Pero ahora, a la decadencia actual, fuera de España, de aquella ascesis intramundana, nosotros, extremosos, estamos respondiendo con una ética de la improductividad que es realmente increíble. Se ha extendido por el país una como consigna de trabajar lo menos posible, hasta el punto de que uno de los principales obstáculos con que tropezaría un eventual Gobierno socialista es esta general repulsa de toda austeridad que se ha apoderado de los españoles.«Consumir y que no nos molesten», podría ser el lema actual. Ahora bien, los presos molestan si se les deja más o menos sueltos y, por tanto, mejor mantenerlos bien encerrados. Cuando en el Senado se planteó -un tanto abrupta y drásticamente, es verdad- su problema, el eco que tal planteamiento encontró en la Cámara «alta», es decir, se supone, «culta», fue nulo. Pero si esa Cámara, sobre no representar a los distintos países en el Parlamento, es insensible a la necesaria transformación cultural, ¿para qué sirve? ¿Qué sentido tiene la duplicación en las Cortes del personal de la «clase política»? En tal clima general de indiferencia para los problemas del cambio cultural, que sólo parece importar a la juventud, es esperanzador, lo repito, el nombramiento del profesor Carlos García Valdés. Comó es también un honor para Jesús Chámorro que un fiscal, por participar de esa misma sensibilidad y decirlo, haya sufrido esperemos que leve «persecución por la justicia», esa Justicia a cuya administración él mismo pertenece.

Pero que este nombramiento para el cambio cultural vaya a surtir todos los efectos que desearíamos es, por supuesto, harto improbable. El nuevo director general tropezará con dificultades políticas y económicas verosímilmente invencibles. Y no sería extraño que su designación respondiese al culto de la apariencia, al que tan acostumbrados nos tiene el actual Gobierno.

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