El desafío a la impopularidad
Los medios «bien informados» del equipo gubernamental y algunos diarios que pueden considerarse de hecho como órganos oficiosos del señor Suárez vienen restando importancia al debate parlamentario -llamémosle así para mayor brevedad- que se anuncia para mañana en el Congreso de Diputados.Salvo factores imprevistos, siempre posibles en política, la intervención del jefe del Gobierno está calculada hace tiempo para que no tenga importancia. Es punto menos que imposible que alcance rango de trascendencia una declaración tardía sobre una crisis parcial ocurrida hace varias semanas, durante las cuales han acaecido sucesos de tanta trascendencia como la investigación sobre los sucesos del Sahara, el recrudecimiento del terrorismo, el proyecto de ley sobre intervención laboral en las empresas, el aumento de paro, la celebración del Aberri-Eguna y el comentario sobre el mismo del general Gutiérrez Mellado. Salvo que la actual oposición se convenza al cabo de que su papel parlamentario es el de algo más que el de comparsa y se decida a englobar en un amplísimo debate todos los fallos de una política hecha de amaños de pasillos, pactos de compadrazgo y abandono de posiciones vitales, lo que podría ser un gran acto parlamentario puede quedar reducido a un entretenido entremés.
Es difícil que se dé ese amplio debate, que podría quebrantar gravemente a un Gobierno que descansa en una mayoría parlamentaria precaria y en un conglomerado de ideologías dispares, cuyas discrepancias internas son cada día más de dominio público. Eso hoy a nadie le interesa y menos aún a quienes pudieran verse en el trance de beneficiarios de una herencia difícilmente aceptable aun a beneficio de inventario por paradójico que parezca, en esas precarias condiciones de vida reside la mayor garantía de continuidad del Gobierno. La falta de un texto constitucional y la casi imposibilidad de formar una coalición sólida para gobernar, alejan toda posibilidad de que se forme en la oposición un bloque con fuerza suficiente y decisión bastante para intentar derribar al Ministerio. Hoy por hoy el actual jefe del Gobierno no tiene más heredero que el señor Suárez. El montaje de las elecciones del 15 de junio pasado y el consiguiente resultado han hecho que una situación políticamente mediocre no pueda ser reemplazada de momento más que por otra mediocridad equivalente.
No parece probable que la intervención del señor Suárez en el Congreso vaya más allá de una explicación superficial de la salida del señor Fuentes Quintana -que ya ha abandonado su elegante silencio para atacar duramente al Centro-; de una reiteración de la vigencia del pacto de la Moncloa en que nadie cree; de la reafirmación de la necesidad urgente de acometer la tarea constitucional de tan penosa gestación; y de una renovación de la promesa de convocatoria de las elecciones municipales, sin comprometerse a fijar una fecha como parecen exigir los socialistas. Y aquí es donde me parece que las vacilaciones del presidente van a ser mayores y, en cierto modo, más justificadas.
Si se consigue en un plazo relativamente corto la aprobación del texto constitucional en las Cortes y mediante referéndum, el Centro puede sentirse algo más fuerte para acometer la aventura de convocar unas elecciones legislativas. Como es de prever que durante los debates constitucionales el famoso y precario consenso conseguido en las comisiones se rompa, por las mayores exigencias de marxistas y autonomistas y por el retroceso de los centristas, es de creer que el grupo del señor Suárez tendrá que esbozar una rápida evolución hacia lo que impropiamente se llama derecha, a fin de recuperar parte de los votos de los electores que se los dieron con ingenua confianza el 15 de junio y que hoy se sienten defraudados por casi un año de política de renuncias y concesiones. Deslizamiento que puede tener que ser tan marcado que ocupe el área -más conservadora que derechista- que quieren hacer suya las alianzas heterogéneas que aspiran a nutrirse con una parte de los despojos del Centro.
Mas como para contrarrestar el desgaste de estos meses no le será suficiente a Unión de Centro Democrático con esbozar esa brusca inclinación al conservadurismo alarmado, y tendrá que seguir apoyándose en los organismos caciquiles locales herederos de la época franquista que tan inestimables servicios le prestaron en las elecciones de junio, es lógico que el señor Suárez vacile a la hora de decidirse a convocar antes de las legislativas unas elecciones municipales en que el bloque socialista tiene grandes probabilidades de obtener una posición fuerte, especialmente en los grandes núcleos de población.
Celebrar unas elecciones municipales inmediatamente después de aprobada la Constitución, reforzaría la posición política del socialismo y haría dificilísima la continuación del señor Suárez con las actuales Cortes. Convocar unas elecciones legislativas después de un éxito socialista en las municipales podría significar la liquidación catastrófica del Centro.
Parece, en consecuencia, que la única solución razonable -razonable, bien entendido, para el continuismo del señor Suárez- sería celebrar simultáneamente las elecciones municipales y las legislativas. Mediante esta fórmula, de ejecución difícil, pero no imposible, el señor Suárez, anclado ya en su nuevo conservadurismo derechista después de una virtual ruptura con los socialistas, repetiría en iguales y tal vez mejores condiciones que en junio pasado la maniobra que le dio los resultados políticos de que disfruta. Al amparo todavía de los actuales ayuntamientos y de los restos del caciquismo franquista podría obtener una mayoría incluso ligeramente más cómoda que la actual en las futuras Cortes, aunque fuera a costa de otras posibles fuerzas de verdadero centro y con eliminación de los que sueñan con una gran derecha encubridora de todos los egoísmos alarmados. El poder ofrece a éstos mayores garantías. Al mismo tiempo aseguraría el aglomerado centrista una prolongación de su actual predominio en los medios rurales, aunque, como es lógico, tuviera que abandonar a los partidos marxistas las grandes ciudades y los núcleos industriales.
El resultado final sería la supervivencia en el Gobierno de un núcleo sin ideología, pero con crecientes apetencias de mando, un país cada día más marcado por un dualismo de incompatibilidades punto menos que insalvables, y una Constitución cuya revisión sería peligrosa bandera de combate desde el día siguiente al de su aprobación. ¡Ojalá me equivoque!
La táctica de aplazar los problemas que nacen del fondo de una realidad social en ebullición nunca es buena. Las habilidades tienen una vida efímera, sobre todo si se comparan con la duración de los períodos históricos. El equilibrista que camina por la cuerda floja está siempre expuesto a desplomarse en el vacío. Lo malo es que cuando lo que se desploma es una situación política artificialmente enquistada en una sociedad, de tipo conflictivo, las consecuencias las paga la colectividad entera.
Las componendas, algunas veces indispensables y de ordinario útiles y cómodas en momentos de relativa normalidad, son fatales como normas habituales de gobierno. En las coyunturas difíciles, lo que salva a un país es un fuerte poder de decisión que marche hacia adelante sin vacilaciones, aunque hiera dolorosamente posiciones respetables y ponga en peligro popularidades efímeras.
¡Dios mío! ¿Por qué no comprenderán los que aspiran en España a ser hombres de Estado que en los momentos críticos su mayor virtud debe ser el desafío a la impopularidad?
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