Un torazo de Ruiseñada, con tanto miedo como el torero
Esta crónica podría ser una historia de miedos, miedos mutuos, miedos racionales e irracionales, dividida en dos tiempos. Fue en la segunda mitad de la corrida, cuando saltó al ruedo un tal Vizcalo, toro colorao -qué digo toro: itorazo!- con una cornamenta impresionante, vuelta hacia arriba, y de soporte un corpachón que infundía tantos espantos como el armamento dicho. Sólo en el morrillo llevaba carne y músculo como para alimentar un cuartel. Se diría que le habían puesto allí una sandía gigante.Los toreros le miraban con los ojos de la precaución, y es de suponer que de espanto también, más de uno. Y se limitaron a ponerse en plan pasivo, de espectadores, por las cercanías de las tablas, mientras el picador administraba al colorao una ración de hierro como para matarle. Con todas las dificultades y la mansedumbre que, a la postre, se vio tenía el torazo, su comportamiento hubiera sido interesante y acaso habría dado mejor juego si alguien llega a tomarse la molestia de lidiarlo, aunque sólo fuera un poco. Pero, ¡quiá!, las cuadrillas estaban a acabar con el toro cuanto antes, por los caminos más expeditivos.
Plaza de Las Ventas
Toros del conde de Ruiseñada, muy desiguales de presentación, con un cuarto impresionante de trapío. Mansurrones, casi todos dieron juego. El Inclusero: Media perpendicular, delantera y baja; rueda de peones; estocada delantera, perpendicular y baja, y descabello. (Protestas y algunas palmas, cuando se le ocurre salir a saludar.) Metisaca a paso de banderillas, pinchazo enhebrado, media trasera y baja, y dos descabellos (bronca). Antonio Rojas: Tres pinchazos y estocada caída y tendida (silencio). Estocada corta, seis descabellos (aviso) y otro descabello más (silencio). Rayito de Venezuela, debutante, que confirmó la alternativa: Pinchazo y golletazo (silencio). Estocada desprendida, rueda de peones (aviso) y descabello (algunas palmas).Presidió mal el comisario Corominas. Se negó a devolver al corral al tercero, que salió cojo, con una cornada en una pata.
Decíamos del picador. Bueno, pues resulta que Vizcalo respondió con coceos contundentes a los dos primeros picotazos, y a partir del tercer encuentro -que fueron siete- se creció, mientras el picador, montado en una especie de caballazo de tiro y amparado por la muralla del peto, elegía sitio por la amplia llanura del lomo de la res -¡y tenía donde elegir!- para clavar la puya con acierto carnicero y hacer buenos boquetes de los que manaba la sangre a borbotones.
Después de banderillas, el crecido toro empezó a acobardarse y a buscar el refugio de las tablas, a las que iba a acularse cuando El Inclusero metió la muleta e hizo salir al animal hasta la raya. Fue éste un acierto que no tuvo continuación, porque el torero perdió los papeles y, tras un macheteo desconfiado, pegó un horrible espadazo, a paso de banderillas y a traición, y ya toda su tarea se centró en acabar -más mal que bien, por cierto- con la vida de aquel hermoso ejemplar, uno de los de más trapío que se hayan visto en Las Ventas-, el cual estaba tan asustado como el torero, o quizá más.
Hubo otro toro del trapío, el tercero, pero salió cojo, con una cornada en una pata, y pese a la evidencia de su inutilidad y al escándalo que se organizó en los tendidos, la presidencia no quiso devolverlo al corral. Fue muy noble, casi borreguito, pero su invalidez lo hacía inservible para el toreo. Cornicorto, terciado y feo, el quinto también sacó nobleza y sólo valió para que Antonio Rojas le hiciera una faenita larga, sin fuste, sin el menor interés.
Las desigualdades de esta corrida de Ruiseñada, especie de saldo, se dieron en conjunto y lote a lote. Así, el debutante y alternativado Rayito de Venezuela, tuvo un cornalón astifino y con genio, para abrir boca, que le achuchó todo lo achuchable, pues no acertaba a darle los terrenos ni las distancias, y un buen mozo, feote porque aún tenía el pelo de la invernada -«el pelo del hambre», que dijo uno-, brocho además, y boyantón, al que ahogaba la embestida en los muchos derechazos y naturales que instrumentó sin gracia y sin hondura. También El Inclusero vio compensado el trago del torazo colorao con otro terciado, de buena embestida por el pitón izquierdo, al que llegó a sacar algún natural de largo e impecable trazo en el transcurso de una faena reposada, a ratos torera, a ratos reiterativa (sobre todo con el invento ese de los molinetes), que remató mal con la espada.
En fin, que la corrida inaugural, en domingo de Resurrección con tiempo veraniego y muy buena entrada «para lo que había que ver», pudo haber tenido mejor historia. Pero, ¡ay!, faltaron toreros.
Babelia
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