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Tribuna:Sobre el divorcio / y 4
Tribuna
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Las circunstancias específicas de España

Catedrático de Derecho CivilEl problema del divorcio en España presenta ciertas circunstancias específicas que necesariamente habrán de ser tenidas en cuenta por el legislador, ya que según el artículo 42 del Código Civil: «La ley reconoce dos formas de matrimonio: el canónico, que deberán contraer todos los que profesen la religión católica, y el civil, que se celebrará en la forma que determine este Código. » Y como es sabido, la inmensa mayoría de los matrimonios existentes en España son matrimonios canónicos.

Ahora bien, si la ley admite con plena validez el matrimonio canónico en España, si le reconoce la plenitud de efectos civiles, si atribuye con exclusividad la jurisdicción y competencia para resolver las causas matrimoniales a los tribunales eclesiásticos, ¿en qué forma podría influir la publicación de una ley civil de divorcio sobre los matrimonios católicos existentes o sobre los que se celebren con posterioridad?

Parte la Iglesia católica en materia de indisolubilidad del vínculo de aquel texto de San Mateo en que, refiriéndose a los casados, se dice: «Ya no son dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios juntó el hombre no lo separe.» (19-6). Existe, sin embargo, un texto del mismo Evangelio en el que literalmente se dice: «Pero yo os digo que cualquiera que despidiere a su mujer, si no es por causa de adulterio, la expone a ser adúltera, y el que se casare con la repudiada es así adúltero.» (5,32).

A la vista de estos textos, algunos de los Santos Padres, como Tertuliano y San Epifanio, admitían el divorcio vincular en caso de adulterio de la esposa; pero la generalidad de los autores, con San Juan Crisóstomo, San Jerónimo y, sobre todo, San Agustín, mantuvieron la doctrina de la indisolubilidad aun en este caso: «Sólo por causa de fornicación -decían- se permite repudiar a la adúltera, pero sin poder acercarse a otra mientras ella viva.» La Iglesia oriental no se atrevió a abolir totalmente el divorcio, y admitió la disolución del vínculo, no sólo por muerte, sino también por el adulterio de uno de los cónyuges y otras causas graves que producían análogos efectos, como la desaparición, la prisión, la esclavitud, la locura, la consagración episcopal, la profesión religiosa, la negación a la prestación del débito camal, y las de traición, amenazas a la vida del otro cónyuge, o la negativa del bautismo del hijo.

En la Iglesia de Occidente, la indisolubilidad se va imponiendo con graves dificultades, como nos lo demuestra la lectura de los Libros Penitenciales anglosajones y francos, que admitían el divorcio en casos análogos a los ya señalados, y, sobre todo, con ocasión del adulterio de la mujer. Es sólo en el siglo XII cuando se perfila definitivamente la doctrina hoy vigente, que Graciano concretaba diciendo que el matrimonio cristiano consumado sólo puede disolverse por la muerte, pero no por prisión, desaparición, voto solemne, esclavitud o adulterio, que únicamente autoriza al inocente a separarse del culpable, pero sin la posibilidad de que uno u otro puedan contraer nuevas nupcias.

Solamente en un caso podía disolverse el matrimonio consumado: cuando uno de los cónyuges infieles se convierta al cristianismo, y el infiel no quiera vivir pacíficamente con el converso, sin vejarle y permitirle profesar su fe y practicar su culto (privilegio paulino). En cambio, el matrimonio no consumado se disuelve por la voluntad de ambas partes, o porque una de ellas haga voto solemne. Esta es la línea dentro de la cual se mantiene el Código de Derecho Canónico, cuyo canon 1.118 declara que: «El matrimonio válido rato y consumado entre fieles no puede disolverse por ningún poder humano y por ninguna causa: sólo la muerte disuelve el vínculo matrimonial.»

Ciertamente que en los últimos tiempos se ha manifestado, entre algunos canonistas, una tendencia favorable a la posibilidad de la disolución del vínculo matrimonial, pero no a través del mecanismo del divorcio, sino por la vía de la declaración de la nulidad del matrimonio, para lo que se ha dado enorme amplitud a la teoría de los vicios del consentimiento, llegando algún autor, en una postura extrema y ciertamente no compartida por la inmensa mayoría, a sostener que siendo el amor la raíz de la unión conyugal, cuando el amor falta, el consentimiento está viciado y procede la nulidad. En el fondo, siendo en Derecho canónico el matrimonio concebido como un sacramento, que es el determinante de la indisolubilidad, se busca en tales supuestos la demostración de que el vicio de la voluntad determinó no sólo la inexistencia del contrato, sino además la falta de sacramentalidad de la unión, con lo que se entiende entonces que el matrimonio sólo existió en las apariencias, pero nunca en la realidad.

Tribunales eclesiásticos

Es preciso reconocer que la generosa amplitud con que ha venido aplicándose la doctrina de la nulidad, sobre todo por algunos tribunales eclesiásticos extranjeros, dispuestos además a ofrecer su hospitalidad a todos los que acudían a ellos, ha dañado profundamente en la conciencia de muchos cristianos la idea de indisolubilidad del vínculo matrimonial, brindando a los divorcistas un inesperado argumento. Si además se tiene en cuenta la carestía de esos procesos de nulidad, tramitados principalmente ante tribunales americanos y del Tercer Mundo, se comprende que quienes piensan que la justicia no es un juego de sutilezas hayan llegado a perder el convencimiento que antes les merecía la doctrina tradicional, sin que el decirles que un matrimonio nulo mediante un proceso en que se han simulado las pruebas, aunque es eficaz en el fuero externo, en el interno mantiene a los esposos legítimamente casados, haya podido ser suficiente para hacerles cambiar de punto de vista.

El hecho sigue siendo el mismo: que el derecho canónico mantiene la doctrina de la indisolubilidad. Pero si ello es así, ¿cómo hacer viable dentro de nuestro sistema civil el divorcio vincular cuando de matrimonios canónicos se trata? Según el artículo 80 de este cuerpo legal: «El conocimiento de las causas sobre nulidad y separación de los matrimonios canónicos, sobre dispensa de matrimonio rato y no consumado y sobre uso y aplicación del privilegio paulino, corresponde a la jurisdicción eclesiástica, conforme al procedimiento canónico, y sus sentencias y resoluciones tendrán eficacia en el orden civil», norma por lo demás, mantenida en el Concordato de 1953, en la actualidad vigente.

Parece evidente que siendo el Concordato una norma bilateral, de carácter internacional, pactada entre la Iglesia católica y el Estado español, una ley de divorcio que afectase a los matrimonios canónicos no sería posible sin la previa denuncia de este Concordato, ya que otra cosa equivaldría a dar jurisdicción a los tribunales civiles para pronunciarse en orden a la subsistencia o disolución de unos matrimonios que se hallaban sometidos a las normas de derecho canónico y a la exclusiva competencia de los tribunales eclesiásticos encargados de aplicarlas.

No soy teólogo ni canonista, y carezco, por tanto, de la competencia necesaria para pronunciarme en un problema de interpretación de cánones y textos sagrados, pero estoy convencido de que un católico, mientras siga siendo tal, no podrá aceptar la posibilidad, después del divorcio, de celebrar, un nuevo matrimonio, que, según la doctrina de la Iglesia, no pasaría nunca de ser un concubinato adulterino. Pero como civilista, el problema que se me presenta es otro distinto: no se trata de saber si una sentencia dictada por el juez civil en un pleito de divorcio disuelve un matrimonio canónico, que en el fuero interno de su conciencia seguirá subsistiendo siempre para los católicos que lo contrajeron, sino de determinar la extensión de las facultades del Estado para establecer los efectos civiles de las sentencias de separación.

Por nadie se ha discutido la competencia del Estado para la determinación de los efectos civiles del matrimonio canónico como tampoco parece que pueda negarse esa competencia en cuanto se refiere a los requisitos del matrimonio civil, así como a los impedimentos que pueden condicionar su celebración. Partiendo de esta base, se ha pensado por algunos que en realidad una sentencia civil de divorcio no pretende la disolución de un matrimonio canónico, sino tan sólo reglamentar los efectos civiles de la separación de los cónyuges y, dando un paso más, remover el impedimento de ligamen que obstaculizaba la celebración de un ulterior matrimonio civil a quienes se hallasen unidos por un matrimonio canónico.

Claro está que canónicamente seguiría siendo plenamente válido el matrimonio, a pesar de la sentencia de separación; pero, civilmente, quedaría autorizada a los cónyuges así separados la celebración de un nuevo matrimonio civil... Confieso que este sutil razonamiento nunca ha logrado convencerme, porque en el fondo se basa sobre un sofisma, y supone una radical contradicción. Imaginemos que dos personas unidas por matrimonio canónico instan y consiguen un divorcio vincular por vía civil: civilmente serán libres, pero canónicamente seguirán casados. Dando un paso más, uno de los cónyuges decide contraer matrimonio civil con otra persona: para la ley civil este segundo matrimonio será plenamente válido, para la ley canónica tendrá tan sólo la significación de un concubinato adulterino. Sigamos avanzando en nuestro ejemplo: el matrimonio canónico que subsistía, desde el punto de vista de la Iglesia, queda disuelto por la muerte de uno de los cónyuges, y el supérstite, casado civilmente, sin obtener el divorcio, decide contraer matrimonio canónico con otra persona, para lo que el Código de Derecho Canónico no le opone el menor obstáculo: nos encontraremos nuevamente con dos matrimonios contradictorios -el civil y el canónico- celebrados por la misma persona. Pues bien, para el Derecho canónico el matrimonio civil significará un delito de adulterio; para el Derecho civil, el matrimonio canónico supondrá un claro delito de bigamia...

Creo sinceramente que por muy grande que sea nuestro deseo de obtener unas determinadas conclusiones, nunca podremos forzar las cosas hasta tan absurdo extremo. Los problemas deben ser resueltos jurídicamente con honradez y sin eludir las dificultades que puedan suscitarse: mientras esté vigente el Concordato celebrado con la Santa Sede, no será posible extender el divorcio vincular a los matrimonios canónicos. Cuestión completamente distinta es la de si el Estado debe reconocer efectos al matrmonio canónico, como de hecho octurre en muchos países cuyas leyes admiten el divorcio: lo único que pasaría entonces es que, sometido íntegramente el tema a la jurisdicción del Estado, éste podría negar sus efectos a un matrimonio canónico celebrado a pesar de la subsistencia de un matrimonio civil anterior y autorizar el matrimonio civil a las personas divorciadas de un matrimonio canónico.

Hemos de insistir en que el único medio eficaz para limitar el número de divorcios, no es de naturaleza jurídica, sino moral. Parece claro que un católico auténtico habrá de admitir y practicar la doctrina de la Iglesia en esta materia, y, aunque la ley reconozca el divorcio, no acudir a los tribunales civiles, sino sólo a los eclesiásticos para resolver sus problemas matrimoniales. Por otra parte, un deber de respeto a sus creencias obligaría al Estado a reconocer determinados efectos civiles a una separación de personas y bienes acordada por los tribunales eclesiásticos.

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