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Tribuna:Sobre el divorcio / 3
Tribuna
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Los argumentos de la doctrina antidivorcista

Catedrático de Derecho CivilHemos de partir de la base de que el divorcio no lo crea la ley ni es el producto de las sentencias de los jueces, sino que se da en la realidad, que normalmente cuando los interesados presentan una demanda lo único que pretenden es que se dote de efectos jurídicos a una situación desgraciada que ha surgido, sea cualquiera la causa, y que supone la destrucción, de hecho, de la comunidad matrimonial. No se trata, por tanto, de separar lo que está unido, sino simplemente de reconocer el hecho de esa desunión y atribuirle determinadas consecuencias en el campo del Derecho.

Por esta razón, la mayor parte de los argumentos de la doctrina antidivorcista se fundan en una hipótesis equivocada, porque no es la sentencia la que destruye un matrimonio ni el principio de la indisolubilidad el que asegura su permanencia: el matrimonio solamente se sostiene en la medida en que es un hecho moral. En donde no hay amor, decía San Agustin, no existe el matrimonio. Por esta razón, nos parece un error el enunciar unas causas taxativas y limitadas como única base para conseguir el reconocimiento de esa ruptura real, y mucho más absurdo concebir el proceso de divorcio como un proceso penal que obliga a remover aspectos íntimos y poco confesables las más de las veces, ahondando y haciendo más radicales las diferencias existentes.

¿Qué sentido tiene el obligar a un marido a probar el adulterio de su mujer, acudiendo para esa dificilísima demostración a medios oscuros y algunas veces poco limpios? ¿Qué sentido dejar constancia escrita de su pecado, para vergüenza de los hijos? Y, si no consigue aportar la prueba necesaria, que es lo que ocurre la mayor parte de las veces, ¿cómo puede pretenderse después de tan escandaloso proceso que sea posible la continuación del vínculo matrimonial, la convivencia de los cónyuges? La conclusión lógica sería en este último caso considerar que el cónyuge que culpó públicamente a otro de una conducta deshonesta que luego no pudo probar había, a su vez, dado lugar a una causa de divorcio, con lo cual llegaríamos precisamente a la conclusión contraria que la que pretendíamos obtener.

Yo he pensado siempre que las causas matrimoniales deben siempre ser juzgadas con criterios morales más que con criterios jurídicos. Sería, por tanto, aconsejable que el juez de la familia fuese elegido teniendo en cuenta, más que sus conocimientos jurídicos, su penetración psicológica, su preparación en la ciencia de sociología y, naturalmente, su profundo sentido moral. No concibo este procedimiento de la misma manera que un proceso penal o que un pleito civil ordinario, de trámite formalista, sometido al principio de la rogación, resoluble mediante una pura construcción técnica más o menos correcta, sino, por el contrario, como una conversación directa con los cónyuges que se quieren separar, con las personas de su familia y amistad, con posibilidades de llevar a cabo investigaciones por su propia iniciativa, de recabar el asesoramiento de médicos y de psicólogos, para poder formarse un juicio claro acerca de la situación concreta a que el matrimonio que se pretende disolver ha llegado, un convencimiento de que no es posible ya encontrar un remedio capaz de reconstruir la vida común de los cónyuges.

Habría este magistrado de acudir a la vía del consejo, agotar todos los medios de persuasión a su alcance para procurar salvar el vínculo matrimonial, aplazando, cuando fuere conveniente, su resolución definitiva todo el tiempo que considerase necesario, para llegar al convencimiento del divorcio, era la única solución exigida por la discordia existente. Naturalmente que este proceso había de evitar toda publicidad innecesaria, mantener en el secreto, cuando ello fuera posible, las causas inconfesables que le hubieran dado lugar. Si un resultado de hechos probados parece inevitable en una sentencia penal, parece innecesario, y no pocas veces contraproducente cuando se trata de una sentencia de separación.

Naturalmente que ello no puede significar impunidad para el cónyuge culpable, si es que lo es alguno de los dos, y mucho menos el prescindir de la defensa eficaz de los intereses de los hijos menores o incapaces, porque el divorcio es algo que no sólo afecta a los cónyuges, sino, además, a los hijos comunes, cuyo derecho debe primar en todo caso sobre el interés de aquéllos que, sin consultarles, les dieron la vida, asumiendo así la obligación de sostenerlos y educarlos, finalidad que seguimos pensando es la primordial,

Me parece mucho más lógico este sistema, denominado de la «cláusula general», que el acudir al de las causas tasadas, muchas veces objeto por los jueces de interpretación restrictiva; pero ello exige que el magistrado a quien esta función sea encomendada no tenga prejuicios contra la idea del divorcio. Durante la vigencia de la ley española de 1932. algunos jueces pidieron la excedencia por no verse en la necesidad de aplicar unas normas que repugnaban a su conciencia, en tanto que otros se resistían a otorgarlo, incluso en casos palmarios: se impone, por tanto, en este caso, el admitir como válida la objeción de conciencia por parte del juez, que le permitiría inhibirse ,cuando se pretenda someter a su conocimiento un asunto de tal naturaleza.

Así planteadas las cosas, parece que habrán de distinguirse tres supuestos perfectamente diferenciados: cuando el juez declare no haber lugar al divorcio, cuando decida su procedencia sin declaración de culpabilidad para ninguno de los cónyuges, y finalmente, cuando entienda que uno de ellos es el único culpable de la situación creada. Naturalmente que las consecuencias no pueden ser las mismas en todos estos casos. Si la demanda fuere desestima da es obvio que se mantendrán en su integridad con plena vigencia todos los derechos y todas las obligaciones derivadas del vínculo matrimonial. Sin embargo, parece que sería completamente absurdo en tal supuesto imponer a los cónyuges que habían litigado por el divorcio, la obligación de convivencia, ya que ello no sólo no favorecería en nada su efectiva reconciliación, sino que podría producir situaciones límite que siempre interesa evitar.

Obligación de convivencia

Este punto es verdaderamente fundamental, ya que la experiencia demuestra que en la práctica suele aprovechar la situación uno de los cónyuges presionando al otro y tratando de obtener de él ciertas ventajas, con la amenaza de que si no accede a sus pretensiones, le forzará a la vida común, y que, en todo caso, si no lo hace, podrá negarle los alimentos y deducir de su resistencia al cumplimiento de este deber una causa para conseguir posteriormente un divorcio con declaración de culpabilidad, basado precisamente en esa resistencia a reintegrarse al hogar, utilizando, incluso este mecanismo para privarle de la custodia de los hijos, cuando no a forzarle a ciertas compensaciones económicas como precio de la paz. Lo que ocurrirá es que sí uno de los cónyuges está verdaderamente dispuesto a restablecer la vida común y el otro se niega injustificadamente, no podrá el que se niega pretender que le sean entregados los hijos ni exonerarse de sus obligaciones alimenticias.

Es claro que cuando un matrimonio ha llegado a la situación límite que significa siempre la presentación de una demanda de divorcio, aunque ésta no prospere, la vida común, al menos de momento, no es aconsejable, ni, me atrevería a decir, posible, y esta realidad debe ser forzosamente reconocida por el legislador y por el juez, atendiendo, naturalmente, a las peculiares circunstancias que concurran en cada caso concreto.

Si, por el contrario, prospera la demanda de divorcio, no puede en ningún caso pensarse que ello signifique por sí sólo la total destrucción de todos los efectos civiles derivados de la relación conyugal a la, que se viene a poner término declarándola disuelta. Habrá, ante todo, que tener en cuenta si existen o no hijos comunes: claro está que, en tal supuesto, permanecerán plenamente vigentes todas las obligaciones derivadas de la maternidad y de la paternidad legítimas, que se traducen, sobre todo, en deberes de educación y alimentacíón hasta la mayoría de edad.

Ya hemos visto cómo en algunos derechos extranjeros. únicamente se concede el divorcio, es decir, el reconocimiento a los padres del derecho a contraer nuevas nupcias, cuando esos derechos de los hijos quedan completamente garantizados, y que puede ser una causa de denegación de disolución del vínculo el interés de los hijos, cuando éste no sea compatible con la nueva unión proyectada por sus padres.

Los hijos

Cuestión distinta es la de determinar a quién de los dos cónyuges ha de atribuirse la guarda y custodia de los hijos: la norma, generalmente aceptada cuando se ha declarado la culpabilidad de uno de los cónyuges, es que los hijos queden confiados al cónyuge inocente, perdiendo el otro, además, los derechos propios de la patria potestad. Siempre he considerado erróneo, y no pocas veces cruel para los hijos, este punto de vista, porque, en principio, y salvo casos excepcionales que habría que determinar con sumo cuidado, el interés de los hijos aconseja que sean dejados en poder de la madre, sea ésta o no culpable del divorcio: penar su culpabilidad con la privación de los hijos, equivaldría, la mayor parte de las veces, penar a los hijos por una culpa de la que eran inocentes.

No creo que exija gran esfuerzo de argumentación el demostrar que la madre, aun culpable, es normalmente capaz de unos sacrificios por sus hijos, que difícilmente está dispuesto a aceptar el hombre, y que sus condiciones personales la hacen mucho más idónea para atender a su cuidado. Separar a una madre de sus hijos es un crimen contra la naturaleza. Unicamente cuando existan causas graves que, atendiendo al interés de los hijos, aconsejen otra cosa, podrá pensarse en atribuir al padre la guarda y custodia.

Claro está que el hecho de que los hijos sean confiados al cuidado de la madre no debe suponer, en modo alguno, que el padre inocente quede privado del derecho de patria potestad: sería injusto en tal supuesto romper un vínculo impuesto también por la naturaleza y no permitirle una intervención en la educación y orientación de los hijos comunes, debiendo, en todo caso, mantenerse su derecho a visitarlos, e incluso, cuando ello no sea perturbador para los propios hijos, pasar con ellos algunas temporadas.

Cuando el divorcio sea declarado sin atribución de culpabilidad a ninguno de los cónyuges y no existan hijos comunes, parece lógico que los efectos civiles de la relación queden totalmente destruidos, a no ser en casos particulares en que la personal situación de uno de ellos -por ejemplo, enfermedad o incapacidad para el trabajo- aconsejen asignarle una pensión alimenticia. Si uno de los cónyuges es declarado culpable, parece también lógico el respetar todos y cada uno de los derechos adquiridos por el inocente en virtud de la unión conyugal, y muy concretamente la prestación de alimentos, cuando proceda, que deberá mantenerse íntegramente hasta que el cónyuge inocente contrajese nuevas nupcias.

No es fácil, ciertamente, el dejar debidamente asegurado el cumplimiento de todas esas obligaciones, y la práctica nos muestra cómo son frecuentísimamente burladas, mediante la creación voluntaria de situaciones de insolvencia del cónyuge obligado a las prestaciones dinerarias. No son, por otra parte, controlables los ingresos que pueda obtener una persona, salvo en casos excepcionales. Ello llevó a la ley de Divorcio española de 1932 a sancionar con pena de prisión al cónyuge incumplidor de esas obligaciones, sin que le pudieran ser de aplicación los beneficios de la condena condicional.

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