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Reportaje:

Cien casas mortuorias recogen a enfermos desahuciados en los hospitales

Según los denunciantes, la Residencia Luz sería una antesala del cementerio, una penúltima morada a la que alguien enviaría a enfermos desahuciados. Y los vecinos del chalet no podían vivir tranquilos a sabiendas de que los de la casa de al lado han sido llevados allí a morirse con toda tranquilidad.Como en algunos relatos de terror, la «Residencia Luz» ofrece dos visiones distintas, según el lado del muro desde el que se la observa. A decir de los vecinos, las dos actividades visibles en ella son la llegada de ambulancias y la salida de coches fúnebres. Después de unas elementales pesquisas, afirman que los residentes no mueren a manos de los duendes o por efecto de alguna extraña radiación letal, sino que llegan ya moribundos desde algún lugar no identificado de nuestro sistema sanitario. En la extraña casa los rayos de la muerte serían, pues, el infarto y el cáncer.

Sobre sus residentes hay una evidencia general, la ancianidad, y unas inquietantes evidencias parciales. Hace sólo unos días, la señora de Sanchís se asomó a la terraza y descubrió a un chino muerto en el jardin de al lado; a un chino con su palidez suplementaria y sus cuatro cirios. Hace un par de años, el niño Juan Carlos Dueñas jugaba con su amigo José María Pagán en las inmediaciones de la tapia cuando oyó a sus espaldas una voz que le decía: «Oye, chico, ayúdame a bajar este muerto», y recuerda con toda precisión cómo su compañero y él hicieron una tarea similar a la que unos siglos antes había inmortalizado al mayordomo del doctor Frankenstein. Descender el cadáver por la escalera de caracol fue para ellos un terrible ejercicio espiritual.

Alrededor de la extraña casa circulan por la colonia esas historias lúgubres que todos hemos escuchado antes, seguramente una madrugada en la que estaba lloviznando. Historias de gritos sofocados, de celosías semiabiertas por casualidad, de llantos misteriosamente interrumpidos. En todas ellas hay siempre un corpore insepulto.

Al otro lado del muro

Visto por dentro, el chalet causa una impresión contradictoria. La vejez no empieza en las cosas, sino en los ocupantes. Ahora mismo alberga a nueve ancianos, uno de los cuales está gravemente enfermo, y los demás, gravemente silenciosos. La luz ágil que llega desde las ventanas contrasta con el aire reposado de las personas y los objetos. A ratos, aquello parece un museo de cera muy especial: en los museos de cera, el visitante tiene un secreto temor, nunca justificado, de sorprender el movimiento de una figura. En la «Residencia Luz» los temores se confirman: de repente una cara se mueve, una mano se cierra, alguien cuchichea algo que es imposible descifrar. La luz vehemente y la quietud alterada provocan un impulso de huida.Pero en ese momento se descubre la sonrisa de Alfonso Alonso, el apoderado del dueño, que se apresura a explicar el negocio. «Esto es una residencia privada. Acogemos a una mayoría de ancianos que nos encomiendan sus familiares, a cambio de unas cuotas mensuales que oscilan entre las 15.000 y las 45.000 pesetas. Un 15% de los residentes suelen ser enfermos crónicos, y un 5%, enfermos desahuciados. Esta no es una casa mortuoria ni maltratamos a nuestros clientes. ¿Que vieron salir cinco entierros en once días? Claro, porque el mes de febrero fue muy malo y los cambios de temperatura provocan una tasa elevada de mortandad entre los ancianos. Respecto a los enfermos muy graves, llegan cuando el único tratamiento que puede administrárseles es el de calmantes. Nosotros disponemos de dos auxiliares de clínica para que les atiendan, y a pesar de lo que se diga, nunca están solos. En el peor de los casos, entre las ocho y las diez de la noche, que son las horas más difíciles de cubrir, siempre habrá una persona que pueda valerse por sí misma y que, en caso de necesidad, puede avisar al médico o avisarme a mí. El asunto del chino fue más bien un descuido sin mala fe; aquel señor era un refugiado con pasaporte cubano que había llegado a la residencia a través de la Cruz Roja. Padecía cáncer de pulmón y de hígado y, aunque podía desenvolverse sin dificultad, su muerte era inminente. Un día falleció y, por una falta de coordinación con la funeraria, que yo lamento mucho, estuvo algún tiempo en el jardín. En cambio, es incierto que recibamos a enfermos infecciosos y, además, ésta es una condición inapelable que imponemos a nuestros clientes.»

A pesar de su leyenda, la «Residencia Luz» es, más que un problema, un doble hilo que lleva hasta familias en las que hay un viejo que sobra o hasta nuestros grandes centros hospitalarios. Permite afirmar que las posibilidad de vivir que esta sociedad ofrece a los mayores son un agravio a la Geriatría. Agrupar entre cuatro paredes a un grupo de ancianos entre los que se intercalan varios moribundos es imponerles el permanente recuerdo de la muerte; organizar un largo velatorio por relevos en el que sólo falta saber a quién hay que velar el próximo. Es comprensible que los pensionistas de todas las residencias en las que la vida se reduce a esperar el final no se sientan inclinados a hacer chistes. En todos ellos se descubrirá siempre una resignación que está detrás de una impotencia.

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Unos minutos de conversación con Alfonso Alonso bastaron para confirmar que un extremo del hilo comienza en nuestras pomposas ciudades sanitarias, cuando el equipo médico habitual decide que un enfermo está en trance de muerte y que no admite tratamiento. Ante la imposibilidad de tratarle como enfermo, la ciencia decide tratar al moribundo como sano: tiene que desentenderse de él. Si los familiares preguntan entonces a dónde pueden trasladarle hasta su muerte, alguien facilita una lista de cien residencias, seguramente inscritas en el Registro de Hostelería, en las que uno puede morirse en silencio, mientras ve morir a sus compañeros.

En una de las esquinas de la «Residencia Luz», Dolores Eugenia de Larra y Larra, la última nieta de Fígaro, se entretiene haciendo un solitario, quizá porque allí no es posible jugar al margen de la soledad, y mira con una intensidad que es inevitable traducir a una frase. Vuelva usted mañana.

Pero, sobre todo, le da un poco la razón al abuelito Mariano José, que un día decidió entablar un duelo consigo mismo. Cogió la pistola, se puso frente al espejo y, antes de apretar el gatillo, se dijo que la vejez no merecía la pena.

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