Autonomías y tribalismos
Estamos asistiendo a un empequeñecimiento del horizonte histórico de los españoles, derivado de la cortedad mental de muchos individuos con proyección pública y de los grititos de miedo de quienes andan asustados y temerosos de perder privilegios económicos de larga duración. Mientras la sociedad española está protagonizando un cambio decisivo en su forma de organización política, que deja arrinconada en muy poco tiempo a la dictadura del franquismo, asistimos a desencantos sorprendentes y a quejumbrosas peticiones de ventajillas hogareñas como expresión máxima de la acción política.«La gente está desilusionada» -se dice-, de la democracia, del Parlamento, del Gobierno de la UCD, de la oposición, de la liberación erótica y de lo que ustedes quieran. Pero ¿cómo no va a estar desilusionada con lo que oye y lee a diario? Dado el nivel crítico en que estamos inmersos, no parece que venimos de la dictadura, sino que caminamos hacia ella. Es cierto que estamos en medio de una gran crisis económica y de múltiples problemas empresariales y laborales, pero la crisis viene de antes y empieza a vislumbrarse algún cambio de signo. Y, además, la conquista de la libertad y de la dignidad pública comporta quebrantos y renuncias que no se pueden contabilizar con un mezquino espíritu de tendero pueblerino e insolidario. ¿A nadie le compensa disminuir un poco el consumo de merluza a cambio de la libertad? ¿Estamos en una sociedad tan pancista que resulta incapaz de situar la dignidad humana o la búsqueda de la justicia más allá de la cocina? Desde luego, parece que estamos en esa situación. Por supuesto, es preciso poner los pies en la tierra y afrontar los problemas pendientes, que no son escasos ni fáciles. Pero entre todos podemos encontrar nuevas soluciones para la sociedad futura que estamos empezando a construir. Y lo que necesitamos es un acuerdo básico para diseñar las grandes líneas de esa sociedad, algo indispensable para conseguir una convivencia más agradable y más decente.
Ahora bien: resulta que en vez de centramos en el objetivo esencial de nuestra vida política, nos pasamos los días con peleas de barrio y con lamentos de gallina clueca a quien le han robado un huevo. Porque en eso están derivando las disputas preautonómicas y las arremetidas contra la reforma fiscal. En cuanto a las autonomías, la deseable organización de nuestro territorio, que favorezca y respete nuestras singularidades dentro de un país solidario, más justo y mejor estructurado, está degenerando en una carrera de peticiones rituales, sin saber a dónde se quiere ir. Y conviene no valorar mal las cosas. Tiene escasa importancia hablar de «nacionalidades», «regiones», «países», lo que se quiera. Lo ridículo es que se considere progresivo decir «Estado español» en vez de España, y lo grave es que, en medio de tanta solicitud de autonomías, no se nos ofrezca un mínimo modelo de sociedad donde podamos ver lo que se quiere hacer con ellas. Porque las autonomías -y hasta la vuelta a los antiguos reinos- pueden servir para restablecer el derecho de pernada o para organizarlas comunas. Y esa es la cuestión decisiva. ¿Qué pretendemos y qué podemos hacer con las autonomías? ¿Cuál es el tipo de sociedad que los españoles vamos a ensayar?
Lograr una Constitución válida para nuestra convivencia futura y salir de la crisis económica son dos objetivos prioritarios de nuestra política inmediata. Pero la Constitución sólo tendrá esa validez si resulta un pacto real de las fuerzas políticas y sociales del país. Sería muy de desear que tuviera una buena presentación técnica e incluso una redacción que hiciera honor a uno de los grandes idiomas que la historia humana ha producido: el castellano. Pero ambas cosas son accidentales. Una Constitución no es un texto literario ni una tesis doctoral: es un instrumento para la regulación del poder y de la actividad política. Y su bondad estriba en permitir la expresión real de una sociedad concreta. De ahí la importancia de que sea elaborada y aprobada mediante un amplio acuerdo consensual de la inmensa mayoría de los españoles.
La salida de la crisis económica es igualmente urgente. Pero sólo tendrá éxito duradero si, además de mejorar ciertas magnitudes económicas, sirve a una mayor exigencia de justicia y supone un avance distributivo en la marcha hacia la igualdad. Y ello requiere comenzar por una reforma fiscal que obligue a todos a soportar las cargas públicas. Muchos personajes, que han evadido sus obligaciones fiscales a lo largo de decenios, ahora ponen el grito en el cielo porque se hacen reformas, como el impuesto sobre el patrimonio, que «ni siquiera en Francia se han atrevido a establecer». Pero ¿cuándo esos personajes han pagado sus impuestos, al menos, como sus iguales franceses? ¿Creen posible seguir con un sistema tan indecente como el que habían disfrutado anteriormente? Y, sobre todo, ¿cómo se atreven a propugnar operaciones de derecha, grande o pequeña, cimentadas sobre la más inicua injusticia fiscal? Por supuesto, se comprende que algunos aspiren a conservar privilegios y prebendas ancestrales, pero su defensa resulta poco viable desde una práctica democrática. Mejor les vendría propugnar claramente una dictadura despótica como garantía de la injusticia. Y deberían tener, al menos, la vergüenza de no hablar de democracia.
En este momento de cambios importantes en el país, hemos comenzado por restablecer una serie de libertades. Pero las libertades se tienen para programar y alcanzar determinados fines. AP guien puede pensar que esos fines pueden ser los del beneficio personal a costa de los demás, y el de la independencia tribal para organizar el despojo a su gusto. Pero está claro que tal interpretación no puede llegar muy lejos, ni podrá enfrentarse a una auténtica política que se proponga una sociedad más justa y solidaria, donde las libertades no sean pretexto para discriminaciones, ni donde las banalidades verbales sean la tapadera de egoísmos personales o de tribu. Debemos orientar así las cosas para que el catastrofismo reinante se diluya en el proyecto colectivo que nos aguarda a los españoles: consolidar la democracia en un texto constitucional válido para todos y en una ordenación de los bienes y la riqueza de nuestro país que sirva a una igualación de las condiciones de vida, sea cual sea la familia o el lugar de nacimiento. Solamente desde ese objetivo prioritario tienen sentido las autonomías y sólo así resultarán eficaces. Una escalada tribal, cimentada en el privilegio o la insolidaridad, acabaría necesariamente mal. Y debe decirse que muy merecidamente. Pero nuestra obligación es evitarle ese fracaso incluso a quienes lo tienen merecido, porque las consecuencias las pagaríamos todos.
El tribalismo sería el final, no de las autonomías, sino de cualquier proyecto social de futuro. Y el tribalismo se produce en cuanto se quiere hacer pagar portazgo al vecino por acercarse al campanario local. Debemos esforzamos por conseguir que España logre una Constitución democrática, donde suenen campanas diferentes, pero donde todos tengan libre acceso a ellas. Las autonomías no pueden servir para crear privilegios ni para discriminar a quienes están en peor situación. Sería inicuo que, con el centralismo, algunas regiones hayan ejercido un colonialismo interior sobre otras y ahora, con las autonomías, volvieran a ser perjudicados los mismos. Ha de procurarse ir equilibrando las diferencias, y ello sólo es posible desde el Estado central integrador, que tenga una visión amplia de lo que ha de realizarse desde los intereses generales de la nación española, al margen de cualquier tribalismo insolidario que pueda surgir. Ahí nos jugamos seriamente nuestro futuro y ahí debe estar nuestra preocupación esencial. No en los cuatro duros que algunas desoladas plañideras tanto sienten tener que pagar.
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