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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Canarias y la OUA

LA RECOMENDACIÓN del Comité de Liberación de la Organización para la Unidad Africana, reunido en Trípoli, de que su Consejo de Ministros recabe la autorización del Gobierno español a fin de que una «comisión investigadora» inspeccione las islas Canarias, ha sido calificada, tanto por el Gobierno como por la Oposición, como una injerencia en los asuntos internos españoles y un intento de menoscabar nuestra soberanía nacional. No parece, por lo demás, que la sugerencia avanzada por los representantes de Argelia, Libia, Guinea, Senegal y Nigeria tenga grandes posibilidades de prosperar. Pese al gusto por los gambitos que muestran todos los jugadores en el tablero de ajedrez de la política magrebí, cabe suponer que los responsables de los asuntos exteriores de los principales países africanos tendrán mayor sensatez y mejores conocimientos históricos que los delegados que aprobaron, anteayer, esa peregrina resolución.Son varias las líneas que se cruzan en la cuestión canaria. La más ingenua entra en el campo de lo que pudiera denominarse la «falacia geográfica»: que el archipiélago esté cruzado por un paralelo «africano» y que se halle más próximo a las costas de ese continente que de Europa debe llenar de entusiasmo a quienes tienen una visión geopolítica del escenario mundial. De esta forma, los territorios desplazan a los pueblos de su papel de protagonistas,de la historia; pero son los hombres, y no los habitantes geográficos, quienes ostentan los derechos a la soberanía y a la libertad.

Lo que convierte a esta falacia geográfica en peligrosa es la estrecha correlación que ha solido darse entre los regímenes coloniales, impuestos por las potencias europeas y asiáticas a los pueblos que habitaban los territorios sometidos a ese dominio externo, y la lejanía geográfica de las metrópolis. El saqueo y el pillaje de África negra fue, desde el último tramo del siglo XIX hasta la segunda guerra mundial, uno de los negocios más florecientes de la civilizada Europa, sólo comparable al próspero tráfico de esclavos a lo ancho del Atlántico durante el período de colonización del Nuevo Mundo que comienza con el Descubrimiento. La superposición de una delgada capa de minorías blancas sobre una población negra abrumadoramente mayoritaria, privada de los más elementales derechos y condenada a la miseria y el analfabetismo, caracterizó en el inmediato pasado la mayor parte del espacio africano; y todavía sigue siendo la nota diferencial, aberrante y racista del Africa Austral.

Ahora bien, ¿qué parentesco tiene la situación canaria con el dominio colonial? La población aborigen del archipiélago se extinguió en el siglo XVI; si hubo genocidio, la sangre de esas pretéritas víctimas no recae precisamente sobre los peninsulares, sino sobre los descendientes de quienes desembarcaron hace varios siglos en las islas, entre ellos, quizá, los ancestros del propio señor Cubillo. No existe población aborigen oprimida por una minoría invasora, sino una comunidad histórica formada a lo largo de centurias en un continuo intercambio migratorio con la Península. El centralismo político y administrativo, cuyos errores y abusos llegaron a su culminación con el antiguo régimen, debe, ciertamente, ser rectificado en profundidad; y la reivindicación de un estatuto de autonomía para Canarias es una necesidad histórica de la que pocos disienten. Pero una cosa es el régimen autonómico dentro de una comunidad nacional y estatal, y otra bien distinta la bandera de la independencia enarbolada en nombre de una hipotética nación canaria o de una inverosímil población autóctona sometida a la explotación colonial.

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Aquí es donde las conjeturas sobre el fanatismo irracional de los dirigentes del MPAIAC se alternan con la firme sospecha de que esa enloquecida construcción de la nación canaria esconde propósitos nada delirantes. El archipiélago es una pieza codiciada por los estrategas de las grandes potencias, siempre dispuestas a alentar movimientos secesionistas e incluso a proteger bajo las alas imperiales a Estados títeres que sirvan a sus intereses. Para Argelia, el apoyo a los independentistas canarios es un arma de presión o de chantaje sobre nuestra titubeante política exterior. Pero en los despachos donde los grandes de la Tierra deciden sus estrategias, seguramente se piensa en el MPAlAC más como un instrumento del nutrido arsenal de mecanismos desestabilizadores o como el germen de un movimiento que, ¿quién sabe?, quizá un día podría deparar la sorpresa y el regalo de un Estado títere.

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