Aprender en cabeza ajena
Escribí en este mismo periódico, hace ya casi año y medio (El PAÍS, 2-X-76), que probablemente España sería capaz de superar tres escollos que, en opinión de muchos, podían amenazar el paso de la dictadura a la democracia: la dictadura de signo comunista o paracomunista, el golpe de derechas con imbricación militar y el desvarío portugués de abril de 1974 a noviembre de 1975. Pero que no era tan seguro que superase fácilmente el cuarto riesgo que nos amenazaba, concretamente, el de ir resbalando hacia una situación «a la italiana».Pienso que mi pronóstico se ha cumplido en lo esencial, en lo bueno y en lo malo. Hoy está superado el peligro de una reacción autoritaria de derecha con componente militar. Cierto que ese riesgo podría reaparecer, según como fueran las cosas, pero hoy por hoy no es relevante. La posibilidad de una situación revolucionaria tampoco lo es. Y la experiencia portuguesa no cuenta ya con el beneplácito de nadie. Pasaron los tiempos del clavel, y hoy el líder socialista Mario Soares intenta gobernar no con los comunistas o con los socialdemócratas, sino con una derecha con fuertes incrustaciones caetanistas, y tanto él como el presidente Eanes se dedican, sobre todo, a dar seguridades políticas y económicas a Estados Unidos, a Alemania Federal y al Fondo Monetario Internacional. Afortunadamente, para España, el ejemplo es tan próximo y el fracaso tan total que nadie se atreve ya a proponer una política desmadrada y poco responsable.
Todo esto se ha superado y pienso que conviene decir que se ha superado bien, mejor de lo que muchos, de derechas y de izquierdas, pensaban y decían. Conviene recordarlo, porque es verdad y porque es algo que refuerza nuestra moral. Hemos sido capaces, hasta hoy, de llevar a cabo algo absolutamente inédito: pasar de una dictadura de cuarenta años a una democracia sin necesidad de derrotas militares, como las de Alemania e Italia; de aventuras que habían situado al país al borde del abismo, como la de Grecia; o de transiciones catastróficas que arruinan al país, como la ya comentada de Portugal. Los más experimentados políticos, periodistas y estudiosos de todo el mundo asisten con sorpresa a esta evolución. Y si releyéramos las declaraciones de hace un tiempo de muchos españoles destacados en el campo político, periodístico o muchos intelectual, deberíamos concluir que también ellos se han visto agradablemente sorprendidos.
Creo, y quiero subrayarlo, que tenemos derecho a tener confianza en el futuro, puesto que en el pasado reciente hemos sido capaces de conducir en forma positiva -repito, para muchos sorprendentemente positiva- un proceso de cambio que, ciertamente, no ha sido ni es fácil.
Pero sigue habiendo riesgos, y el principal es el que siempre hemos denunciado: el riesgo de la italianización. Por esto, si desde nuestro balcón del Oeste hemos estado observando, con preocupación y con provecho, el caso portugués, ahora, desde el balcón del Este, debemos observar y analizar el italiano, con preocu pación, y espero que también con provecho.
Lo que sucede en Italia es bien sabido. Padece, desde hace ocho o nueve años, una crisis económica y social muy seria y endémica, que el terrorismo complica y agrava enormemente. El país se debate sin poder salir de ella, y se ve abocado a un clima, de desconfianza, de desmoralización y de impotencia, a una crisis grave de toda la sociedad. Y ello a pesar de que, comparada con España, Italia tiene una estructura económica e industrial más hecha, que forma parte de la Comunidad Europea -la cual le vale unos apoyos de todo orden muy considerables- y que la crisis se inició después de veinticinco años no sólo de progreso económico y social, sino también de ejercicio y consolidación de la democracia.
Conviene, pues, ver cómo ha llegado Italia a la situación actual para intentar evitar la repetición de su caso en España.
Tres hechos capitales han configurado esta situación: la crisis política; la crisis económica y social; el incremento de la delincuencia y, sobre todo, el terrorismo. Vamos a analizarlos por separado.
1. La crisis política
Tanto como de crisis hay que hablar de impotencia política. El Parlamento italiano ha sido incapaz durante muchísimos años de votar una sola ley importante, y ello no sólo por la dificultad de definir una mayoría clara, sino por las circunstancias que han concurrido en el que hacer de los principales partidos políticos italianos: erosión de la credibilidad y de la fuerza moral de la DC; perplejidad e indefinición permanente de los socialistas; y difícil integración de los comunistas en la plena y eficaz normalidad política. El resultado de todo ello ha sido el fracaso de la política de «aggiornamento» que había que hacer inexorablemente después de veinticinco años de transformación en profundidad de la sociedad italiana y, por tanto, de aparición de nuevas exigencias, de nuevas expectativas, de nuevos problemas y de nuevas mentalidades.
Traducido a España, esto significa que el país necesita ser gobernado. Puede parecer una perogrullada, pero no lo es cuando un pueblo tan sensible e inteligente como el italiano no lo ha sabido hacer. De ahí la necesidad que el partido de mayoría relativa -la UCD- sepa y sea capaz de asumir plenamente sus responsabilidades. De ahí la necesidad de que el PSOE se configure como una real alternativa de poder. De ahí el mérito de que los restantes partidos hayamos trabajado más en la línea de buscar el consenso político que en la de desde la cómoda posición del minoritario, jugar al radicalismo o a la denuncia por la denuncia. De ahí, concretamente, que nuestro partido -Convergencia Democrática de Cataluña- y la minoría catalana en el Congreso hayamos defendido la tesis de que siempre que sean respetadas las exigen cias de la democracia, los derechos de Cataluña y los compromisos de llevar España por un camino de progreso y de justicia económicos y sociales comunes, conviene ayudar a la gobernabilidad del país.
2. La crisis económica y social
Es una crisis profunda y endémica, que se remonta a 1969. Sus causas fueron -aparte de hechos extraitalianos que se han ido superponiendo a ella, como la crisis del petróleo de 1973- un crecimiento desordenado y el no haber procedido a la transformación de la sociedad en el momento adecuado. En último término, la causa principal fue la inoperancia política antes comentada, pues sin ella Italia careció de un proyecto de sociedad adecuado a su realidad y de la voluntad política de aplicarlo. Careció también del poder capaz de imponer sacrificios necesarios. De hacer entrar al capitalismo italiano -confiado y exuberante después del fuerte desarrollo del período 1945-1969- por senderos de mayor racionalización y también de mayor redistribución del poder y de la riqueza. De atajar la radicalización de la lucha social y la línea de maximalismo que llegó a adoptar el sindicalismo italiano. El resultado ha sido un gran estancamiento económico, la erosión de las estructuras sociales, el debilitamiento de las actitudes colectivas positivas. Y ha sido (cuando la situación ya es insostenible) esta reciente toma de posición -del 25 de enero de este año- de Luciano Lama, secretario general de la CGIL, sindicato socialcomunista, según las cuales «los trabajadores deberán limitar enormemente sus peticiones de aumentos; deberá instaurarse una movilidad efectiva de la mano de obra, para que las empresas no tengan que mantener personal exuberante; habrá de reducirse a un año el subsidio de paro; y habrá que reactivar el mecanismo del desarrollo, de la acumulación capitalista programada oportunamente por el Estado». Esto, en España, hoy no se atreve a pedirlo ni el más derechista.
Pasemos, también ahora, a España. Es preciso acabar rápidamente con el riesgo de una crisis económica endémica y erosionante. Por esto algunos pedimos ya en agosto un acuerdo programático para sacar al país de la crisis. Por esto, luego, el buen sentido y el criterio de responsabilidad de muchos -de muchos y muy diversos- han conducido al pacto de la Moncloa. Que tiene defectos y fallos. Que fue redactado y adoptado con un punto de precipitación. Pero que tiene el gran mérito de no ocultar la realidad grave del país, de proponer medidas concretas de lucha contra los problemas y los grandes peligros que tenemos planteados, de aceptar la tarea ingrata de repartir sacrificios lo más equitativamente posible. Tiene el mérito, también, de enmarcar las medidas de saneamiento económico en un conjunto de proyectos que van a remodelar el país, que van, justamente, a intentar aquel «aggiornamento» de la sociedad española sin el cual el futuro del país, más allá de las circunstancias coyunturales, sería cada día más conflictivo y tenso.
Por esto defendemos el pacto de la Moncloa. Porque lo que los italianos intentaron hacer en julio del año pasado, sin conseguirlo plenamente y cuando ya el país estaba en las cuerdas, debemos intentar hacerlo nosotros mejor y ahora, cuando el país y su economía todavía no están groggy. Porque, además -repitámoslo-, España no podría resistir esta situación durante ocho o nueve años.
3. El terrorismo, la delincuencia y la pérdida de respeto a la legalidad
Ha habido y hay en Italia un terrorismo de matriz negra, y otro de matriz roja. Quizá ambos manipulados por terceros, pero la mano de obra terrorista y la mentalización son italianas. Ha habido también un gran incremento de la delincuencia, no suficientemente bien combatida. Y ha habido una progresiva pérdida de respeto de la legalidad.
Sobre este último punto -y antes de referirme al tema gordo del terrorismo- quiero detenerme un momento, por si en lo que sucede en Italia alguien cree veIr algo que podría darse aqui. Cuando los poderes públicos -Gobierno, Magistratura, lo que sea- dictaminan algo que no es del agrado de los padres de una escuela, de los empresarios de un sector industrial, de los obreros de una fábrica, de los vecinos de un barrio, de los fieles de una parroquia, de los usuarios de un servicio, la ley, el decreto o lo que sea -por democráticos que sean, por escrupuloso que se haya sido en su elaboración-, simplemente, no se acatan. Y entendámonos bien: no suelen ser «los» vecinos, o «los» usuarios, o «los» padres, sino «unos cuantos» vecinos, usuarios y padres que manipulan conflictivamente y, a menudo, falazmente, pero eficazmente, estas situaciones dificiles. Se recurre a la ocupación de locales, o a la destrucción de oficinas públicas, o al boicot de las disposiciones oficiales, en último término al desafío abierto a la legalidad. Y ello sucede, a menudo, con el aplauso de tal o cual partido, o de buena parte de la prensa, o de sectores sociales conservadores que tienden al catastrofismo, o de muchos intelectuales. Es muy dificil, en esas condiciones, salvar la democracia.
Por supuesto que ello requiere que la legalidad sea o intente ser justa: que sea de verdad democrática; que sea fuerte.
Pero centrémonos en el tema más concreto de la delincuencia y del terrorismo. Se han dado en Italia sobre este particular algunos hechos, algunos errores que merecen ser meditados por los españoles. Veámoslos.
1. Se ha tendido durante mucho tiempo a ver y condenar sólo el terrorismo de un bando: algunos, sólo el de matriz roja; otros, sólo el de matriz negra.
2. Ha habido y hay todavía sectores de policía mal controlados, es decir, que poco o mucho actúan al margen de la autoridad democrática del Ministerio del Interior, del Gobierno y del Parlamento.
3. La policía está desmoralizada por la crítica constante -no siempre justa ni responsable- de la prensa, de algunos sectores políticos y de buena parte de la intelectualidad.
4. También ha cundido la desmoralización entre los jueces, que actúan con gran lenidad, tanto en los temas de delincuencia común, como en los de terrorismo. Pueden influir en esa desmoralización unas condiciones deficientes de trabajo. En cualquier caso, la actitud inhibitoria de determinados jueces acentúa la desmoralización de la policía. Y, en último término, el desánimo gana al ciudadano medio, que no se siente protegido.
¿Qué pasa en España? Cada cual sabrá y deberá contestarlo, y ver en qué puntos puede incurrir o ha incurrido en responsabilidad. De todas formas, sí puede decirse que sería más comprensible que hubiera sectores mal controlados de policía aquí que en Italia o en Francia -donde también los hubo en época reciente-, cuyas dictaduras o situaciones de crisis política y militar ya quedan lejos. Sería más comprensible en España, pero precisamente por ello hay que proceder enérgicamente a la eliminación de estos peligrosos reductos. También puede afirmarse que hay en España grupos de extrema derecha y de extrema izquierda -bien conocidos- que predican la violencia y que crean caldos de cultivo de los cuales pueden fácilmente, espontáneamente, sin consigna especial, surgir actos graves de violencia. La denuncia de las fuerzas políticas, sindicales, económicas e intelectuales no debe, pues, limitarse a los actos concretos, sino que debe alcanzar a esos caldos de cultivo, a los cuales hay que aislar y dejar al margen. Y debe hacerse con radical energía, sea cual sea su procedencia.
Vuelvo al principio de mi exposición. Podemos sentirnos legítimamente satisfechos de lo realizado hasta ahora. Y, por consiguiente, podemos sentirnos esperanzados. No sería válida una esperanza acrítica, un optimismo de fachada. Pero dada la realidad positiva de los últimos años, nuestra esperanza es válida. Y atentar contra ella porque sí, por snobismo o por la rutina de muchos años de constante enfrentamiento dialéctico, sería atentar contra nuestro futuro colectivo. Pero, al propio tiempo, es preciso una vigilancia extrema contra todo cuanto pueda irnos conduciendo a una situación de ingobernabilidad, de crisis endémica y de destrucción del sentido de legalidad. Ello requiere inteligencia, tacto, preparación, pero, sobre todo, decisión para no dejar pudrir los problemas y las crisis, rechazo de la demagogia, coraje político.
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