Estado democrático y municipios libres
En el mes de diciembre de 1923 recibí la indicación de que don José Calvo Sotelo, nombrado poco tiempo antes director general de Administración por el Directorio Militar del general Primo de Rivera, solicitaba mi colaboración a título personal y apolítico, como catedrático de Derecho Público, para preparar un proyecto de Estatuto Municipal. Le presté gustosísimo y con el mayor desinterés esa colaboración y no puse para ello más que una condición: que se tratase de redactar un proyecto que proclamase y garantizase la creación de unos municipios libres como base de la futura estructura del Estado, y que se asegurase en su constitución la participación proporcional de todas las tendencias ideológicas. Aceptó sin la menor vacilación ese criterio el director general de Administración, cuyo punto de vista era en aquellos momentos totalmente coincidente con el mío, y fruto de esa compenetración y de un trabajo agotador que en alguna ocasión se prolongó hasta altas horas de la madrugada, fue el Estatuto Municipal de 8 de marzo de 1924, cuya exposición de motivos, dirigida al rey don Alfonso XIII, comenzaba con estas palabras:«Señor: el Estado, para ser democrático, ha de apoyarse en municipios libres. Este principio, consagrado por la ciencia política, tiene oportuna aplicación actual a nuestro país, porque para reconstruirlo sobre cimientos sólidos no basta demoler caducas organizaciones, secularmente acogedoras del feudalismo político; necesítase, además, oxigenar la vida municipal, dando a las corporaciones locales aquella dignidad, aquellos medios y aquel alto rango que les había arrebatado una concepción centralista, primero, y un perverso sistema de intromisión gubernativa, más tarde.»
Y aquella exposición, nutrida de la más pura fe en un noble ideal y levemente matizada del ingenuo optimismo de nuestra juventud, añadía a continuación:
«El Gobierno acomete la magna empresa lleno de fe en la vitalidad del pueblo español y en sus virtudes cívicas, y no amengua su confianza el espectáculo bochornoso que ofrecían muchos de nuestros ayuntamientos, porque en la inmensa mayoría de los casos la mala administración no era debida a los de abajo, sino a los de arriba. La ponzoña política prendió en muchas villas y aldeas, y desde ese momento los concejales eran, antes que nada, secuaces de un partido y servidores de una consigna generalmente sectaria. De ese modo fue borrándose poco a poco el más leve hálito de ciudadanía en comarcas enteras, sojuzgadas dictatorialmente por una mesnada o un caudillo político influyente. El fenómeno tenía que concluir en un desastre: no otra cosa fueron las camarillas turnantes, y en ocasiones amorales, enseñoreadas de la vida municipal. »
Ha pasado bastante más de medio siglo desde que estas palabras se escribieron y, por desgracia, siguen teniendo una actualidad tal vez mucho mayor de la que entonces tenían.
Ni la dictadura de Primo de Rivera aplicó de verdad el Estatuto ni la República llegó a darle vida. El régimen autoritario nacido de la guerra civil no contribuyó ciertamente a atenuar los males tan vigorosamente diagnosticados en la exposición de motivos de 1924.
No se atenuaron, sino que se agravaron los males durante los últimos cuarenta años. El monopolio, del disfrute de los puestos de la Administración provincial y local por el partido único, la creación de nuevos organismos de presión al servicio del poder central y la negación de las más elementales libertades ciudadanas agudizaron los daños causados por el feudalismo político, por el envenenamiento de la vida local a causa de la ponzoña política, por la sumisión a los intereses del partido, por el servil acatamiento a las consignas sectarias y, en fin de cuentas, por el creciente arraigo del perverso sistema de la intromisión gubernativa.
El señor Suárez, que con tanta eficacia se movió en el centro de esa red de instrumentos de presión, y que pudo comprobar los servicios que le prestó en las elecciones generales del 15 de junio tiene ahora una magnífica oportunidad de demostrar que su actual voluntad democrática es una realidad de la que nadie puede dudar.
Admito, aunque no me parezca ortodoxo, que se utilizaran los resortes franquistas de la vida local para hacer más viable la implantación en España del sistema predemocrático en que vivimos.
Comprendo las concesiones que un político de buena fe -y esa condición no se puede negar al señor Suárez sin ofenderle- tiene que hacer a las impurezas de la política para impedir males que en su opinión sean mayores. Es la justificación que siempre invocaron los partidarios del mal menor, que yo siempre pedí que se sustituyese por la teoría del bien posible.
Pero toda política de concesiones debe tener un límite que no se puede sobrepasar. Y creo sinceramente que el señor Suárez se está aproximando demasiado a ese límite.
Se habla cada día más de las elecciones municipales y parece que el Gobierno, con un criterio acertado, quiere convocarlas después que se apruebe la Constitución. Y aquí es donde no pueden menos de surgir los interrogantes. .
¿Van a celebrarse las elecciones sin remover antes, aunque sea provisionalmente, las viejas estructuras provinciales y locales, en que tan fuertemente están enraizados la mentalidad y los procedimientos de los tiempos pasados? ¿Será cierto que los jóvenes Licurgos del Centro están poniendo a punto, en amable acuerdo con el PSOE, una ley electoral que haga prácticamente imposible la presentación de candidaturas a los núcleos de opinión pequeños o marginados, a fin de que quede libre de obstáculos el camino para el amistoso reparto de ayuntamientos entre los dos grandes socios, asegurándoles así su cómodo usufructo político del país durante los próximos años?
No quiero, no puedo creerlo.
Sin la menor autoridad para ello, me permito hacer una recomendación al señor Suárez. Me parece conveniente que él mismo -y, si sus ocupaciones no se lo permiten, uno de sus expertos en la materia- repase los artículos 61 y siguientes del Estatuto Municipal de 1924, por medio de los cuales se intentó introducir en España el sistema de representación proporcional, que en las elecciones para puestos no políticos -como deben ser las concejalías- no presenta los inconvenientes que tanto se han aireado para las elecciones de los cuerpos legislativos, y que en todo caso es un método que entraña una mayor justicia.
No caigo en la vanidad de decir que el procedimiento propuesto fuera perfecto. Toda obra humana es perfectible. Pero al menos supuso un intento honrado de asegurar la libertad en nuestros municipios.
Que lo revisen los jóvenes técnicos que trabajan a sus órdenes. Que lo retoquen y lo perfeccionen; pero que no desvirtúen su esencia.
No caiga usted, señor Suárez, en la tentación de crear a favor de su novísimo partido un monopolio compartido con los marxistas a base de la perduración de nuestro endémico caciquismo. ¿No se nos dice a diario -y hay que reconocer que a UCD no le faltan turiferarios- que las fuerzas que le apoyan son tan sólidas y coherentes? ¿Para qué necesita entonces crearse una base de monterillas rurales que le aseguren la parte de los puestos municipales que se reserva en el reparto con las huestes socialistas?
Las elecciones municipales, junto con la neutralidad de la Televisión -tema del que hablaremos otro día- es, señor Suárez, la piedra de toque de su sinceridad democrática.
¡Y no olvide, señor presidente del Consejo, que, como dijo en su preámbulo aquel ingenuo pero honrado ensayo de democratización del país desde un autoritarismo que se definió -como transitorio: «El Estado, para ser democrático, ha de apoyarse en municipios libres.»
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