Un comisario regio para RTVE
RADIOTELEVISIÓN ESPAÑOLA no es ya un simple problema administrativo, ni tampoco un asunto de gobierno algo complicado y engorroso. Su evidente y escandalosa crisis, que se viene larvando desde la recuperación de las libertades públicas por los españoles, y que ha estallado a plena luz en las últimas semanas, constituye una cuestión de Estado.En la prensa diaria y semanal han aparecido numerosas informaciones y reportajes sobre la corrupción, la incompetencia y la instrumentalización por el Poder Ejecutivo del medio de comunicación de masas que financian los ciudadanos con sus impuestos (y con la parte de los costos de los productos que adquieren destinada a amortizar los gastos publicitarios) y que se vuelve contra ellos, lesionando sus derechos a recibir una informaciónponderada y fiable, a aumentar su bagaje cultural y a disfrutar digna y divertidamente de tiempo de ocio. El informe Los hombres de las sombras que hoy publica EL PAÍS SEMANAL recoge los datos más significativos conocidos hasta el momento y revela otros nuevos. Su lectura deja un regusto amargo y suscita sentimientos a medio camino entre la indignación y la vergüenza. Porque, además de condenable, resulta casi inconcebible que los enormes avances registrados en nuestro país en el camino de la normalización democrática y de la recuperación de la dignidad nacional hayan siempre dejado a un lado esa casamata en la que han hallado cobijo las mañas, abusos, corrupciones y prepotencias del antiguo régimen.
Las esperanzas puestas en que el Gobierno iba, por fin, a jugar limpio después de los pactos de la Moncloa se han desvanecido tan pronto como la Administración ha comenzado a ejecutarlos. El carácter paritario del Consejo Provisional ha sido transformado, con una burda argucia interpretativa, en una simple dependencia de UCD, dentro de la cual los parlamentarios de la Oposición parecen destinados a desempeñar el papel de testigos falsos o de coartada. Los créditos extraordinarios a RTVE han sido momentáneamente bloqueados por el Senado, tras su apurado paso por el tamiz del Congreso; porque incluso algunos diputados y senadores del partido del Gobierno, mayoritario en las Cortes, se resisten a dar por buenas estas cuentas del nuevo Gran Capitán, entre cuyos méritos no figuran victorias militares, pero sí victorias electorales.
Durante lustros la televisión ha sido el paradigma nacional de la desinformación y la corrupción, el instrumento por excelencia para la alienación del pueblo español. Su actual gigantismo, que va desde sus enormes presupuestos hasta su inflada nómina, marcha en paralelo con su total falta de transparencia interna y con los rumores acerca de su financiación oscura y misteriosa. Este monopolio presuntamente estatal pero realmente gubernamental funciona en la práctica como una empresa privada que sufragan, a fondo perdido, todos los españoles, como contribuyentes o como consumidores. No satisfecha con succionar ávidamente de las ubres presupuestarias, hace la competencia desleal en el mercado publicitario a la prensa periódica editada por empresas privadas o partidos políticos. Sus prácticas de dumping, con precios irrisorios en proporción a la eficacia de su mensaje, le permiten absorber más de una tercera parte de la cifra de negocios de la actividad publicitaria. Y esteservicio público, financiado de tan irregular manera, carente de control y convertido en escaparate del despilfarro -y ello cuando se recomienda a todos los ciudadanos apretarse el cinturón- lanza a las ondas mensajes informativamente parciales, políticamente sesgados, culturalmente mediocres y artísticamente provincianos. Y ni siquiera logra divertir a los espectadores, sometidos a un enloquecedor carrusel de películas de programa doble de cine de barrio y de espectáculos de variedades en los que la publicidad clandestina compite con la estética hortera.
Por lo demás, los últimos revuelos y dimisiones en Prado del Rey hacen temer seriamente que se trate de repetir, en este nivel de la vida colectiva, la misma operación que, en otros más significativos y elevados, permitió seguir mandando y gobernando a los antiguos hombres del Régimen. Pero mientras los reformistas políticos terminaron por lograr la ruptura con el pasado y justificaron su permanencia en el poder con un proyecto distinto de convivencia democrática, mucho nos maliciamos que la reforma de RTVE desde dentro sea tan imposible como la hazaña de aquel inolvidable barón de Münchhaussen, que se levantaba un palmo sobre el suelo mediante el procedimiento de tirarse de los pelos.
Decíamos que televisión es una cuestión de Estado. Necesita, por tanto, soluciones y remedios adecuados a su naturaleza. El Gobierno ha tenido ya su oportunidad para resolverlo. No ha podido o no ha querido. La ejemplar manera en que el señor Hernández Gil, un hombre sin compromisos partidistas, de acrisolada moral y de reconocida solvencia en su campo profesional, supo afrontar la difícil tarea de presidir las primeras Cortes democráticas puede servir de iluminador precedente. En tanto la Constitución no se apruebe y las Cámaras no arbitren el Estatuto de RTVE, un comisario regio nombrado por el Jefe del Estado, con el consenso de los principales grupos parlamentarios, podría recibir el incómodo y peliagudo encargo de poner en orden y limpiar la casa de RTVE. Se necesita un hombre de carácter, independiente por encima de toda sospecha, y cuya envergadura ética merezca la confianza no sólo del Gobierno, sino también de la Oposición. Un hombre designado con el consenso del Parlamento y responsable ante las Cámaras y no ante el Gobierno. Con un plazo fijo para una misión concreta: gobernar limpiamente la televisión hasta que las Cortes aprueben su definitivo estatuto jurídico.
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