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Ante una nueva ley sobre libertad religiosa

Extrañamente vuelve a hablarse de una ley de Libertad Religiosa y, por lo visto, se ha recabado de las distintas confesiones su opinión sobre este particular. No deja de ser un hecho curioso e indicativo de la pervivencia de unos ciertos hábitos de ancien régime, aunque ahora paternalista y bonachón. Porque ¿es que la libertad religiosa es otra cosa que una libertad civil, y no se está elaborando una Constitución democrática que ampara los derechos y libertades fundamentales?Evidentemente, el texto constitucional puede requerir un desarrollo o una explicitación, pero más valdría describir muy netamente una norma constitucional a este respecto, que no necesitara, demasiados comentarios ni se prestará a distingos ni retorcimientos, a manejos e instrumentalizaciones. Si se va a definir, además, el Estado como no confesional, no se ve el suplemento de garantías de la libertad religiosa que una ley podría añadir al tipo legal de rango constitucional: los aspectos concretos de esa libertad religiosa, desde la enseñanza al enterramiento o el culto público y el derecho de asociación no parece que puedan ser escamoteados para nadie, una vez sentados los principios democráticos.

En cualquier caso, sin embargo, lo que no se puede ocultar es que ése problema de la libertad civil en materia de opción religiosa es, como históricamente lo ha sido, un problema clave entre nosotros. En el pasado, porque ni se sospechó ni podía sospecharse que ese fuera un derecho civil en el universo teologizado y sacralizado, constituido por la ecuación entre casta y fe (español = católico) que no tuvo ni barrunto ni posibilidad alguna siquiera teórica de lo laico y lo civil, y ello hasta un punto que quien se opone a ese universo sacralizado se comporta igualmente con un talante sacral y religioso por mucho que se llame laico. En el presente, porque no estoy seguro de que todo esto, esta vividura y talante, este modo de ser español -la noción de ser español se ha constituido ciertamente por motivos divinales y religiosos de lucha contra otras , castas a su vez definidas por lo religioso y no por motivos y decisiones políticas y racionales, laicas en suma, como el ser inglés o italiano, pongamos por caso- sean ya agua pasada que no mueve molino. Si esto fuera así, a nadie, absolutamente a nadie, preocuparía ciertamente que el Estado se declarase laico en el sentido exacto de esta palabra, que comporta una ignorancia total de los problemas últimos que plantea el sentido de la vida y de la historia humanas y una mera dedicación a los problemas inmediatos e inmanentes.

¿Por qué preocupa, entonces, esa opción de laico? Por una parte -por la de la Iglesia católica de este país-, porque ese solo nombre de laico, además de presagiarle una pérdida absoluta de relevancia sociológica, le recuerda una amarga experiencia de persecución sectaria, «more religioso» ciertamente. Por la otra, porque se ve en ese mismo nombre el instrumento para una revancha histórica tras siglos de sometimiento a un universo catolizado. No hay que engañarse a este respecto ni en uno ni en otro caso, no hay que encubrir la realidad piadosa o hípócritamente: este es el único país de Europa que de alguna manera continúa en guerra religiosa. Los viejos textos del catolicismo tradicional más ramplón aseguraban, cuando yo era un adolescente, que la Inquisición había evitado aquí confrontaciones como la de la Guerra de los Treinta Años entre católicos y protestantes, exactamente como ahora el aparato de propaganda del Estado soviético o el del general Pinochet, pongamos por ejemplo, pueden afirmar que con la liquidación de sus oponentes ideológicos se está garantizando la paz, pero venga Dios y véalo si aquí entre nosotros ha habido otra cosa que una guerra religiosa, solapada o abierta y a veces terriblemente cruenta -a mí me parece que no se puede negar el siniestro apelativo de «religioso» a nuestro enfrentamiento de 1936-1939- y si en realidad no continúa. Y esto no solamente por el hecho de que ciertas ideologías y partidos modemos tienen una estructura y un carácter «teológico» y dogmático, sino porque entre nosotros, así como el catolicismo ha sido vivido de manera política y sociológica, mucho más que como una adhesión personal a un credo y a una ética, la política queda encarnada a la manera religiosa y teológica: como un absoluto, como una monolítica verdad fuera de la cual no hay salvación y dispuesta siempre a la carta «contra haereses» o por lo menos al «trágala». Y lo que históricamente ha venido a conformarse así no son los decretos-ley los que van a reformarlo tranquilamente y como por arte de magia. Ni España dejó de ser católica -culturalmente católica, se entiende, y dejemos ahora problemas e interrogaciones más profundos sobre la fe en sí- porque lo dijera don Manuel Azaña contra el sentido más realista de un Melquíades Alvarez, que ya había advertido de tamaño garrafal político, ni ahora vamos a descubrir lo laico y a revestimos lealmente del talante laico porque lo defina la Constitución.

Y, sin embargo, nada más necesario que ese sentido de lo laico, nada más preciso que una propedéutica y una praxis verdaderamente laicas desde esas alturas constitucionales para abajo. Un corresponsal de prensa extranjero escribía, días pasados, a propósito de la situación libanesa, que la solución radical del problema nacional era la de una vez disociado el problema palestino del específicámente libanés, instaurar en el Líbano «un régimen secularizado que pusiera fin a todo compartimentaje confesional, deshiciera todas las barreras entre las distintas comunidades y desarraigara el miedo del corazón de todos los que se creen amenazados». A pesar de las apariencias, nuestro problema nacional no está lejos de estas coordenadas en su auténtica profundidad, y es toda una tarea. Una mera ley de libertad religiosa es un poco como viejo sinapismo para tratar una bronquitis, y ya decía Lord Halifax que un acuerdo entre dirigentes confesionales sólo tiene sentido cuando sólo son esos dirigentes los que se habían enfrentado, pero no cuando esto último había ocurrido con sus comunidades respectivas y hay una terrible historia detrás. Sólo en un, am biente estrictamente neutro y laico puede ser ésta liquidada.

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