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Tribuna
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El equilibrio de los poderes

El anteproyecto de Constitución me recuerda a esos arquitectos que, para construir un edificio, no miran las casas de al lado o de enfrente, la calle en que va a incluirse, la ciudad a la cual pertenecerá, sino una revista ilustrada que acaban de recibir de Finlandia o de Suecia. Esto explica la mayoría de los errores -u horrores- urbanísticos que padecemos. La consigna parece ser: imitar; no ejercer nunca la imaginación, y sobre todo, no hacerlo en concreto, partiendo de la realidad circundante.En un artículo que publiqué en agosto, Constitución de una Monarquía nueva, recordaba que el Rey se había definido ante las Cortes «como Monarca constitucional». Y, al hablar de algunos comentadores, escribía yo: «Tal vez piensan en Constituciones pasadas; más probablemente, en algunas de las vigentes en otros países europeos, dando por supuesto que tenemos que copiarlas. No ha faltado quien ha propuesto el dilema de ser un rey "escandinavo" o un rey "árabe". Parece que lo importante es imitar -a unos o a otros-, hacer algo que ya se haya hecho, no ser original. No veo por qué el Rey de España vaya a ser un rey "árabe"; pero tampoco me parecería adecuado que fuese un rey "escandinavo". Preferiría que fuese un rey español y, sobre todo, de los decenios finales del, siglo XX, es decir, un rey circunstancial, de aquí y de ahora, capaz por ello de seguir siéndolo creadora, inventivamente, en el futuro.»

Mi idea era que el rey no tiene que gobernar, pero sí reinar; y que esto no es sólo un símbolo -aunque un símbolo es importante-, sino una función, de carácter social más que político, como cabeza de la nación más que como Jefe del Estado: una magistratura hecha de prestigio, que tiene que disponer de recursos legales, el primero de los cuales el de poder expresar la aprobación o la desaprobación, el de poder oponerse a toda violación de la Constitución, venga de donde venga.

Nada de esto se ha pensado a la hora de redactar el anteproyecto constitucional, cuyo fin parece haber sido un mínimo de Monarquía -aunque sea ineficaz-, tal vez como precio de que haya Monarquía, sin advertir de que para ello probablemente no hay que pagar ningún precio, sino simplemente consultar al pueblo español.

La Constitución ofrecida se inicia, pues, con una reducción extrema del Poder que suele llamarse «moderador». Pero no es esto solamente, sino que aparece aquejada de desequilibrio parlamentarista.

Los que han vivido con los ojos abiertos la década de 1930 saben muy bien que el parlamentarismo indiscreto que dominó en Europa fue la razón principal de las dictaduras fascistas que la azotaron. El poder ejecutivo estaba oprimido en todas partes por Parlamentos omnipotentes, que no dejaban gobernar, que impedían toda agilidad para resolver las cuestiones urgentes. Uno tras otro los Gobiernos fueron desembarazándose de los Parlamentos -o convirtiéndolos en irrisorias parodias serviles- y mandando dictatorialmente. Sin salir de nuestro país, la República estuvo oprimida entre el Congreso -que llegó a destituir indebidamente al primer presidente de la República, Alcalá Zamora- y la llamada ley de Defensa de la República, que paralizó durante casi todo el tiempo la Constitución acabada de aprobar. Alguna vez he recordado que toda la guerra civil se combatió sin proclamar en,«estado de guerra», en «estado de excepción» (!), para no cumplir lo que la Constitución disponía en ese caso.

Hoy el « parlamentarismo » es aún más grave, porque existen las «comisiones», cuyo poder es inmenso. Pequeños grupos de parlamentarios, reunidos en las diversas comisiones, preparan las leyes, y luego se ponen en juego ciertos esquemas de poder, dependientes de los votos de que disponen los partidos, de manera que casi bastaría con un computador para legislar. Si las comisiones se nombran con alguna habilidad, y sobre todo si las ponencias (muy reducidas) se seleccionan oportunamente, se pueden conseguir efectos sorprendentes, que en algunos casos pueden invalidar hasta la relación entre mayorías y minorías: basta con que dentro de ellas surja una «mayoría circunstancial» para ciertos fines particulares. Sí se examina a esta luz la cuestión, tal vez se expliquen algunas anomalías del anteproyecto constitucional.

Pero en su preparación no han intervenido «parlamentarios» en general, sino más concretamente diputados. Y aquí se advierte hasta dónde puede llegar la «deformación profesional» o eso que se llama, con tan graciosa expresión, «espíritu de cuerpo».

El «parlamentarismo» del anteproyecto no sólo reduce el poder real y el poder ejecutivo, sino que prácticamente anula la otra parte del Parlamento, es decir, el Senado. Las verdaderas funciones no recaen sobre lo que se llama Cortes Generales (Congreso + Senado), sino sobre el Congreso pura y simplemente.

No sé si habré sido el primero en proponer un Senado regional. En marzo del año pasado, en un artículo titulado La representación de las regiones (incluido en La devolución de España, páginas 167-171), decía:

«No basta con que haya autonomías y magistraturas regionales: es menester que las regiones estén presentes en la estructura del Estado nacional, que se encuentren y convivan en la unidad de España. De otro modo, las regiones se sentirían ajenas: ¿que tendría que ver Cataluña con Galicia, o ésta con Murcia, o Aragón con el País Vasco?»

«Pienso, por ejemplo, en un Senado regional. En lugar de haber senadores por Soria, Córdoba, Gerona, Guipúzcoa, Huesca o Pontevedra, podría haber, directamente, senadores por Castilla, Andalucía, Cataluña, el País Vasco, Aragón o Galicia. El Senado, institución nacional, sería a la vez regional, el gran instrumento de la representación de las regiones juntas como tales. Allí, en uno de los escenarios de la política española, estarían presentes las regiones con sus problemas, sus descontentos, sus deseos, sus voluntades colectivas, sus personalidades, en suma. Sería el órgano de la convivencia regional, la articulación real de España como sistema de sus autonomías.»

El anteproyecto parece haber hecho la caricatura de estas ideas. Tradicionalmente, el Senado es una Cámara designada por diversas corporaciones y por el Jefe del Estado, o bien una Cámara estrictamente democrática, elegida por sufragio universal. Lo primero fue tradición española hasta ahora, y es la práctica británica; lo segundo es, por ejemplo, el carácter del poderoso y eficaz Senado de Estados Unidos. El actual Senado español es de elección popular, salvo los cuarenta y un senadores de designación real.

Pues bien, el anteproyecto prefigura un Senado elegido «por las asambleas legislativas de los territorios autónomos, entre sus miembros». Es decir, que para ser senador hace falta ser elegido previamente para una asamblea regional, y la votación directa de los ciudadanos no tiene nada que hacer. Las cualificaciones deseadas para los senadores pueden ser enteramente distintas de las requeridas para los problemas internos de los territorios autónomos, ya que su función es absolutamente diferente.

Por si esto fuera poco, el Congreso (!) «podrá elegir hasta veinte senadores de entre personas que hubieran prestado servicios eminentes en la vida cultural, política, económica o administrativa de España». Es decir, que una Cámara elige la otra, haciéndola dependiente.

Me pregunto quién, con alguna conciencia de la dignidad de la función, desearía ser senador si la Constitución respondiera a su anteproyecto. El Senado sería una Cámara secundaria, derivada, condicionada por las asambleas regionales y por el Congreso.

Dando, por una vez, pruebas de coherencia, el anteproyecto despoja al Senado de toda función efectiva y eficaz. Léase, por ejemplo, el artículo 80: «La iniciativa legislativa corresponde al Gobierno y a los diputados.» Y luego: «El Senado podrá solicitar del Gobierno la adopción de un proyecto de ley o remitir ante la mesa del Congreso una proposición de ley, delegando ante dicha Cámara un máximo de tres senadores encargados de su defensa.» Y para que la cosa quede clara: «El mismo derecho podrá ejercerse también por las asambleas de los territorios autónomos. »

El artículo 83 es igualmente claro: «Aprobado por el Congreso un proyecto o proposición de ley, el presidente de dicha Cámara dará inmediata cuenta del mismo al presidente del Senado, el cual lo someterá a deliberación de éste.» ¿Para qué? Sígase leyendo: «El Senado, en el plazo de un mes a partir del día de la recepción del texto, puede, mediante mensaje motivado, oponer su veto al mismo. En este caso, el proyecto no podrá ser sometido al Rey para su sanción, salvo que el Congreso acepte las enmiendas propuestas por el Senado o ratifique por mayoría absoluta de sus miembros el texto inicialmente aprobado. - Esto es todo. Se podría definir tal Senado de la siguiente forma: Una Cámara elegida por otras que puede hacer perder un mes en algunas ocasiones.

Es evidente que el anteproyecto no desea que exista un Senado, pero no se atreve a proponer su desaparición. Yo creo que el Senado es -puede ser- una institución interesante, y si la República lo hubiera establecido, es muy probable que ella, la República, siguiera existiendo. Pero hay algo peor que la inexistencia del Senado: la perduración de su fantasma.

Don Francisco de Quevedo, quince días antes de morir, escribía a su amigo don Francisco de Oviedo: «Hay muchas cosas que, pareciendo que existen y tienen ser, ya no son nada sino un vocablo y una figura.» Esto se decía en 1645, en una hora de declinación. En esta hora auroral, ¿vamos a llenar España de «vocablos y figuras»?

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