Desde Santana Land-Rover al Tajo
Y en esto que empieza a hablar Marcelino Camacho desde la tribuna, como si se hubiera encaramado a una fresadora en el taller de máquinas, con esa voz de barítono trabajada en el mitin, con oratoria estética de megáfono, pero relajado porque sabe que esta vez no llegará la policía a disolver la asamblea. Camacho relata a los señores diputados las secuelas laborales del conflicto de la empresa Santana, de Linares. En el hemiciclo había poco más de media entrada, el banco azul estaba casi vacío, el clima de la Cámara aparecía un poco extasiado por un rutinario cumplimiento del deber y el orden del día era un cajón de sastre. Interpelaciones, ruegos y preguntas; y en este caso ya se sabe: sus señorías lo mismo abordan el principio de identidad que la guerra del pimiento, pasan directamente, sin tocar banda, del problema de las lechugas al imperativo categórico.Pero Marcelino Camacho entra rápidamente en el revés de la trama y alude a aquellos que nada han aprendido y nada han olvidado de las viejas prácticas de represión laboral. Y en seguida tiende la colada de trapos sucios: patrones. bunkerianos con nombres y apellidos que gobiernan la empresa Santana con los antiguos métodos, banqueros reaccionarios, reflejos judiciales condicionados de la Magistratura del Trabajo. El orador se encrespa golpeando con el puño los fallos de la acusación. Y la cosa marcha bien mientras la invectiva se establece en ese dramatismo genérico, pero cuando se concreta en la, aplicación de leyes particulares, entonces un balbuciente cabrero de Alvarez de Miranda entra en funcionamiento. El presidente está sentado dos cuartas más arriba sobre el cogote de los oradores. Y sus advertencias airadas operan siempre como un ataque por la espalda que corta el caño del verbo.
A Marcelino Camacho le ha contestado Jiménez de Parga con una finta jesuítica, como si Pilatos después de lavarse las manos y sin abandonar la sonrisa de conejo hubiera pasado la pelota a UGT. El ministro ya ha hecho cuanto podía hacer, mediar entre las partes, recibir a todos, escuchar a todos, impartir las raciones de bálsamo desde el despacho, pero el asunto es una guerra entre centrales sindicales. Camacho ha replicado con una certera tarascada dirigida a quienes están jugando con las diferencias entre los trabajadores, entretenidos en hurgar en sus heridas mientras se celebran unas elecciones sindicales de una manera vergonzante.
Y desde la fábrica a la escuela. El diputado aragonás Gómez de las Roce s se ha enrollado sobre la libertad de enseñanza, ha consumido el turno en conjugar de manera perifrástica la filosofía de la educación. Íñigo Cavero, al responderle, se ha refugiado en el seno amable del pacto de la Moncloa, ese útero maternal que acoge a cualquier extraviado.
Después, aprovechando que el Tajo contaminado pasa por Toledo, el señor Licinio de la Fuente ha interpelado al Gobierno sobre la ley del trasvase Tajo-Segura, que últimamente se ha convertido en un estribillo tecnocrático de las Cortes, diluido en una cadencia de caudales, metros cúbicos, hortalizas no comestibles, contaminación, depuradoras, miles de millones, estado de obras, ministros-eficacia, franquismo de cemento armado, ingeniería que es admiración de propios y extraños con toda la retahíla de pufos envainados. Sobre este temario se ha montado un torneo tecno-filosófico, un leve combate con la chichonera puesta entre Alianza Popular y el ministro de Obras Públicas.
Joaquín Garrigues ha lucido sus gracias de tipo anglosajón, con un perfecto dominio del flequillo kennedyano y del humor parlamentario contra el que se han estrellado la pasión retórica de Fernández de la Mora y la convicción de Licinio de la Fuente. El Tajo ha desembocado finalmente entre risas y aplausos. Después sus señorías han continuado la sesión sacando más retales del orden del día.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.