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Tribuna
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El control de constitucionalidad

Manuel Aragón Reyes

Profesor de Derecho PolíticoLos artículos 150 a 156 del proyecto (y no anteproyecto, como a veces se ha dicho) de Constitución prevén el establecimiento de un control de constitucionalidad que se encomienda a un órgano denominado Tribunal Constitucional, nombre que ha sustituido, por fortuna, al impreciso e inadecuado de Tribunal de Garantías Constitucionales que, siguiendo el antecedente de nuestra Segunda República, le atribuía el texto del borrador saludablemente publicado. Sustitución, por cierto, no completa, ya que el nombre de Tribunal de Garantías Constitucionales sigue deslizándose, sin duda por error, en el artículo 151 del proyecto. Ni que decir tiene lo indispensable que resulta ese control si se quiere asegurar la significación jurídica de la Constitución, esto es, su carácter de norma supralegal, situada por encima de la propia voluntad estatal.

El proyecto ha elegido un sistema de control jurisdiccional, que dicho sea de paso es el único congruente con una Constitución digna de ese nombre. Es cierto que hay otro sistema, el de control político, pero si no bastaran las sólidas razones teóricas que abonan su rechazo, el ejemplo de nuestro anterior recurso de contrafuero sería motivo más que suficiente para ello. De los dos tipos del sistema judicial de control, el de jurisdicción difusa y el de jurisdicción concentrada, el proyecto constitucional ha optado por el segundo, más adecuado con nuestra tradición jurídica y con la del área a la que nuestras instituciones pertenecen. Solución, por lo demás, netamente europea, iniciada por Checoslovaquia y Austria en 1920, seguida después por nuestra Segunda República y vigente en la actualidad en Italia y la República Federal de Alemania, entre otros países.

El Tribunal Constitucional

El control se le encomienda, como se ha dicho, a un tribunal especial (aunque también, en el recurso ordinario de amparo, a los tribunales de la jurisdicción ordinaria) llamado Tribunal Constitucional, compuesto de once miembros, cuyo nombramiento ha de recaer entre magistrados y fiscales, profesores numerarios de facultades de Derecho y Ciencias Políticas y abogados, todos ellos con más de veinte anos de ejercicio profesional.

La exigencia de ese mínimo de años de servicio sólo tiene sentido, verdaderamente, en el caso de los abogados (únicamente a ellos se les pide tal condición en el Tribunal Constitucional italiano, que es el modelo más próximo al nuestro), pero no en el de los otros profesionales, que ya han tenido que acreditar suficiente experiencia para acceder al cargo que ocupan (magistrados o profesores numerarios de Universidad). No se alcanzan tampoco las razones por las que se incluye a los fiscales y no, por ejemplo, a los letrados del Consejo de Estado o a otros miembros de cuerpos jurídicos prestigiosos. De ahí que sea preferible su exclusión, no sólo por la falta de ejemplos en el Derecho comparado, sino también por la propia naturaleza del ministerio fiscal, que cada vez tiende más a ser considerado como una representación del Estado (esto es, de los intereses generales) o como un órgano de enlace entre la Administración y la Justicia (artículo 114 del proyecto constitucional), que como un órgano judicial en sentido estricto. También sería conveniente utilizar los términos «profesores numerarios de Universidad titulares de disciplinas jurídico-políticas» en lugar de «profesores numerarios de Facultades de Derecho y Ciencias Políticas», habida cuenta de que en ambas facultades existen asignaturas, como economía o historia, entre otras, que no especializan exactamente a sus titulares para la función de juez constitucional.

De todos modos, más grave parece el defecto en que incurre el proyecto al no asegurar la proporcionalidad de los distintos profesionales de la justicia, la cátedra y el foro, lo que podría dar lugar a que, en cualquier momento, el Tribunal estuviese formado, íntegramente, o por magistrados, o por profesores o por abogados, desnaturalizándose con ello el principio que anima la composición del Tribunal, es decir, el de la complementariedad de tales profesiones que la peculiar naturaleza de la función que se les encomienda parece requerir.

Aparte de su competencia para decidir, en caso de duda, si la regulación de una determinada materia ha de adoptar la forma de ley o de reglamento (artículo 79-2 del proyecto), el Tribunal Constitucional entenderá (según el artículo 152) del recurso de inconstitucionalidad de leyes y normas con fuerza de ley del Estado y los territorios autónomos, del recurso extraordinario de amparo por violación de los derechos fundamentales individuales, de los conflictos jurídicos entre el Estado y los territorios autónomos o de éstos entre sí y, por último, «de los demás casos previstos en la Constitución y en las leyes orgánicas».

Diversas precisiones cabría hacer a esta atribución de competencia, entre ellas las privilegiadas exenciones del control de constitucionalidad, no establecidas precisamente por el art. 152 sino por otros desafortunados artículos del proyecto (como los que previenen la reserva reglamentaria o la supralegalidad de los tratados), o la necesidad de que la ley de desarrollo impida, con medidas adecuadas, la excesiva proliferación del recurso ordinario de amparo, o la reprochable cláusula contenida en el último párrafo del art. 152, que concede a las leyes orgánicas la posibilidad de atribuir otras competencias al Tribunal distintas de las previstas en la Constitución, con olvido de que las medidas concretas para defender la Constitución sólo deben contenerse en la Constitución misma.

No obstante, por falta de espacio es preferible detenerse únicamente en la cuestión que parece más importante, como es la reducción de la competencia del Tribunal, en los casos de colisión entre el Estado y los territorios autónomos, sólo a los conflictos «jurídicos». Reducción que no parece correcta ni adecuada, desde luego, dada, por un lado, la dificultad para distinguir lo político de lo jurídico, y por otro lo discutible de la distinción misma en un Estado de Derecho, animado, como tal, por el principio contrario, que es el de la juridificación de lo político. Incluso la propia jurisprudencia constitucional norteamericana encuentra cada vez menos casos de «political question» en qué fundamentar su inhibición. Por esas razones, y muchas más, la configuración de un ámbito «político» exento de revisión judicial es tan criticable en el control de constitucionalidad como lo ha sido en el de legalidad.

El endoso al Tribunal Constitucional de cuestiones políticas (que casi siempre serán inevitablemente también jurídicas) necesitadas más que de un fallo jurisdiccional de una solución de oportunidad, no se consigue evitar por esa vía sino agotando, antes de su planteamiento judicial, todos los cauces de negociación y composición.

Legitimación

En los artículos 153 y 154 se contienen las reglas que determinan quienes pueden instar el control de constitucionalidad. En general esas reglas son correctas en lo que se refiere al recurso de amparo y a la resolución de los conflictos entre el Estado y los territorios autónomos. Ahora bien, no lo es tanto la contenida en el artículo 154 por la que, aparte de a determinadas autoridades, al defensor del pueblo y a un número mínimo de diputados y senadores (artículo 153), sólo se concede capacidad para iniciar el procedimiento de control de las leyes al juez, de oficio, y no a los particulares. Se ha optado pues, por el modelo alemán, pero quizá sería preferible utilizar también el italiano (más parecido al de nuestra segunda República) y atribuir la legitimación a cualquiera de las partes en un litigio, al ministerio fiscal y al juez. Al fin y al cabo, con los dos modelos se llega al mismo resultado desde el punto de vista de la economía procesal (es el juez quien cierra o abre la puerta del recurso indirecto, o la consulta, de inconstitucionalidad) pero con la ventaja, para éste que proponemos, de que la Constitución convierte en un derecho lo que en el caso alemán (y en el del proyecto) es un hecho: el que las partes de un pleito aleguen la inconstitucionalidad de una ley como fundamento de sus pretensiones.

Los efectos «erga omnes» de las sentencias y la conservación de los derechos adquiridos (artículo 155) terminan por configurar un sistema de control bastante aceptable, en términos generales, pese a sus comprensibles defectos (¿qué proyecto no los tiene?) que esperamos sean subsanados.

Es cierto que existen otras medidas para garantizar la vigencia de la Constitución (aparte de la aceptación social del texto constitucional, que más que una medida es un presupuesto), por ejemplo, entre otras, la encomienda de su defensa a las Fuerzas Armadas (artículo 10-1 del proyecto). Pero, a diferencia del control de constitucionalidad, éste es un encargo cuyo cumplimiento posiblemente vendría a producir la muerte de la Constitución misma. De ella habría que decir que es de esas medidas cuya única funcionalidad quizá reside en el hecho de que estén previstas, precisamente para que no tengan que ser utilizadas.

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