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Tribuna
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País Vasco: el difícil uso de unas facultades limitadas/4

La disposición esencial del real decreto-ley que instituye el Consejo General del País Vasco es la que crea este organismo al que atribuye (artículo 3) «personalidad jurídica plena para la realización de los fines que se le encomienden», y cuyos «órganos de gobierno y administración, durante el período transitorio (es decir, hasta el final de la etapa preautonómica), serán el pleno del Consejo y los consejeros» (artículo 4), pudiendo asignarse a estos últimos «las titularidades y atribuciones que correspondan» a las competencias que se transfieran al Consejo (artículo 5, párrafo 2).La frase relativa a los «órganos de gobierno y administración» ha de ponerse en relación con la disposición que figura al final del párrafo l del artículo 5, según la cual «la ejecución ordinaria de los acuerdos del Consejo General corresponderá en cada territorio histórico a las diputaciones forales», las cuales «quedarán obligadas al cumplimiento de los mismos», salvo si se ejercita el derecho de veto. De modo que, como regla general, será la diputación de cada provincia la que, en el interior de ésta, deberá aplicar los acuerdos del Consejo; y excepcionalmente, esta aplicación podrá encomendarse a funcionarios que dependan directamente del Consejo y que estarán sometidos a la autoridad de uno de los consejeros, titular del departamento correspondiente (una especie de ministro al nivel del país autónomo o «preautónomo»). Para lo cual, el artículo 7 contiene dos disposiciones. La primera de ellas (apartado a) declara competente al Consejo para «designar sus órganos ejecutivos y crear los servicios necesarios para el ejercicio de sus funciones» (la expresión «órganos ejecutivos» sería inadecuada, por hiperbólica, si se refiriese solamente a la mesa del Consejo y a su secretaría); y la segunda (apartado d) lo declara competente para «realizar la gestión y administración de las funciones y servicios que le transfiera la Administración del Estado».

Libertad de acción limitada

La designación de sus «órganos ejecutivos», del mismo modo que la creación de los «servicios necesarios para el ejercicio de sus funciones», deberá hacerlas el Consejo «de conformidad con lo que se establezca en desarrollo de lo dispuesto» en el decreto-ley que lo instituye (artículo 7, apartado a); de modo que su libertad de acción en esta esfera se encuentra sujeta a lo que el Gobierno central disponga, ya que el decreto-ley está claro en este punto: sus artículos 2 y 10 estipulan que «las normas para el desarrollo y ejecución» de sus disposiciones han de ser dictadas por el Gobierno. Es cierto que el Gobierno puede dictar normas dando amplias facultades al Consejo para reglamentar una porción de materias; pero puede también no darle más que unas facultades muy reducidas; y puede asimismo retirarle las facultades que le haya atribuido. El margen de libertad de acción del Consejo dependerá, en suma,«de sus relaciones con el Gobierno y será -es de suponer- tanto más amplio cuanto mejores sean esas relaciones. Cuestión, como se ve, de juego político, en el cual el Gobierno conserva en sus manos las bazas más importantes, para no decir nada del poder que le atribuye el artículo 9, de disolver «los órganos de gobierno del Consejo», «por razones de seguridad del Estado». Es curiosa esta fórmula, que no habla de disolver el Consejo, sino de disolver sus «órganos de gobierno»: lo que, en la práctica, viene a ser lo mismo, dada la definición que de tales órganos da el artículo 4, arriba citado. Lo que está claro es que el Consejo no quedaría entonces abolido o suprimido, sino sencillamente disuelto, pudiendo en consecuencia elegirse otro, del mismo modo que, cuando se disuelve un Parlamento, se elige otro que lo reemplaza y cuyos miembros pueden ser -en todo o en parte- los mismos que los del anterior.

Hemos visto ya que el apartado d) del artículo 7 prevé la transferencia al Consejo de ciertas funciones y servicios que ahora incumben a la Administración del Estado y que, en la etapa preautonómica, no podrán ser muy numerosos, ya que el mismo artículo dice que el Consejo tendrá sus competencias limitadas por «el vigente régimen jurídico, general y local», y sabido es que este régimen se distingue por su espíritu centralizador. Y, por si ello no bastase, el artículo 8 contiene disposiciones más que suficientes para obligar a respetar la centralizadora «legislación vigente ». El apartado b) del artículo 7 prevé además que las diputaciones forales puedan transferir al Consejo algunas de sus actuales competencias.

Voz de alerta

Aquí se impone una voz de alerta. Cuando las diputaciones guipuzcoana y vizcaína se hallan confinadas en la casi impotencia que caracteriza al régimen provincial llamado «común»; cuando a Alava, que goza mayor libertad de movimientos, se le asegura que no ha de perder, en el seno del País Vasco autónomo, ninguna de las competencias que ahora posee; cuando se trata de atraer a Navarra garantizándole no solamente que conservará, sino que ampliará, su autonomía actual, el precipitarse a prever que algunas de las competencias que son hoy provinciales pasen, ya desde la etapa preautonómica, a pertenecer al Consejo General, es no solamente incurrir en contradicción, sino despertar alarmas, ahuyentar posibles partidarios de la regionalización y suministrar pretextos a sus enemigos. El error no tiene remedio, pues el decreto-ley le encuentra ya en vigor; lo que ha de hacerse ahora es todo lo posible para que ese final del apartado d) del artículo 7 no se aplique nunca, caiga en desuso y sea sepultado en el olvido. Se me dirá que, siendo potestad de las diputaciones el hacer o dejar de hacer esa transferencia, no habrá peligro de que apliquen la disposición. Creo, sin embargo, que todo quedaría mejor si el Consejo General anunciase desde el principio su voluntad de no ejercer nunca ninguna de las funciones que competen hoy a los órganos provinciales de administración y de gobierno.

Esto es lo que más se acomoda al espíritu descentralizador que inspira el decreto-ley en su conjunto y que corresponde a las aspiraciones autonómicas tradicionales de los vascos. Y en la misma línea se encuentra la disposición, ya citada, que encomienda a las diputaciones «la ejecución ordinaria de los acuerdos del Consejo General». Queda por ver si la proliferación de excepciones (es decir, de casos en que los consejeros titulares de los distintos departamentos preferirán hacer cumplir tales acuerdos por los funcionarios que tengan a sus órdenes, en vez de por las diputaciones) no acaba invalidando la regla general, de modo que esa «ejecución ordinaria» termine por ser extraordinaria y excepcional: cosa que es de temer que ocurra, ya que todo poder tiende a acaparar competencias, tanto ejecutivas como normativas. Y ahora, en la etapa preautonómica, se dará para ello la razón (que a menudo será mero pretexto) de que no es posible confiar a diputaciones no democráticas la ejecución de acuerdos de un Consejo General democrático; y después, en la etapa autonómica, como el hecho estará ya consumado, la inercia hará el resto. De manera que también aquí se impone la cautela, tanto por razones de principio (conservar en lo posible la pureza del régimen descentralizado y federativo) como de táctica (no descontentar a los vascongados y no ahuyentar a los navarros), y hará falta que las ambiciones de poder -inevitables, aunque no se confiesen- sepan disciplinarse para no caer en la tentación de satisfacer a costa de las diputaciones el apetito de mando que el centralismo no permita saciar a costa de la Administración del Estado.

Idéntica prudencia habrá de ejercitarse en el uso que el Consejo General haga de la competencia que le confiere el apartado c) del mismo artículo: «Coordinar las actividades de las diputaciones forales que sean de interés general o común al País Vasco, sin perjuicio de las facultades privativas de aquéllas. » Pues la necesidad de coordinar es, en este caso, una invitación a dictar normas obligatorias, y la noción de «interés general o común» resulta tan vaga que permite interpretaciones muy amplias. Si el Consejo se limita a convocar a los representantes de las diputaciones para que coordinen de mutuo acuerdo las actividades de que se trate, obrará más sabiamente que si, estimándose autorizado para dar órdenes, termina por absorber de hecho varias de las competencias que poseen hoy las diputaciones, so pretexto de coordinarlas.

El veto, aplazado

Ya sé que, contra semejantes eventualidades, así como contra cualquier acuerdo del Consejo que desagrade a una provincia, ésta dispondrá del derecho de veto. Pero ¿en qué condiciones? Dice el artículo 6 que cualquier provincia podrá ejercitar el veto a través de los «representantes designados por su respectiva Junta General u organismo foral en su caso». Y como, hasta que se celebren elecciones municipales, no habrá tales representantes, ello significa que, por ahora, no habrá veto porque ningún miembro del Consejo designado por los parlamentarios tiene derecho a vetar nada. Y si las elecciones municipales se retrasan, el Consejo General funcionará durante varios meses, tomará acuerdos, los cumplirá por medio de sus propios funcionarios o los hará cumplir por las diputaciones, y nadie podrá vetarlos. Hay aquí una razón, que se añade a las arriba aducidas, para extremar la cautela. De lo contrario, la preautonomía quedará desnaturalizada. Y la temible fuerza de los precedentes generadores de rutina burocrática, aliada al apetito de poder que toda autoridad despierta en quien la desempeña, hará lo restante para desnaturalizar también la autonomía.

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