Las contradicciones del presidente Carter
LA DECLARACION oficial del Departamento de Estado norteamericano, hecha pública el pasado día 12, contra la eventual participación de los comunistas en los Gobiernos de los países de Europa occidental es aún más dura que las emitidas en el mismo sentido en la etapa Nixon-Kissinger. Kissinger hacía hincapié en las necesidades defensivas de Occidente y en las repercusiones que tendría en el seno de la OTAN la llegada de los comunistas a alguno de los Gobiernos de los países miembros. Para Kissinger, los comunistas europeos -los franceses y los italianos especialmente- carecían del necesario «espíritu de defensa» que debe animar a los miembros de la Organización del Atlántico Norte. Cuando los comunistas participaron en el Gobierno portugués, en la etapa de 1974-75, los representantes de Lisboa vieron su participación disminuida en las tareas de la Organización, a pesar de ser miembros de ella de pleno derecho. Las puertas de las reuniones secretas militares permanecieron cerradas para ellos durante todos aquellos meses.La Administración Carter ha utilizado un nuevo argumento, sin desechar expresamente el anterior. La declaración del 12 de enero subraya: «No somos favorables a la participación de los comunistas en un Gobierno de Europa occidental. Como es justo y conveniente, pertenece sólo a los ciudadanos, y a ellos solos, decidir cómo deben ser gobernados. Pero pensamos que es nuestro deber hacia nuestros amigos y aliados expresar nuestra opinión.» Ello, claro está, en «defensa de la democracia».
¿Cómo se puede defender la democracia mediante un procedimiento antidemocrático? Si el pueblo es quien debe elegir libremente sus representantes, la declaración norte americana constituye una injerencia clara en los asuntos internos de otros países. Cuando se preside la nación más importante del mundo, con una larga serie de conspiraciones, golpes de Estado y guerras exportadas, no se pueden emitir estos juicios pensando sólo en lo que uno dice, sino también en lo que los demás oyen. La intervención norteamericana en Grecia o Chile, por no ser favorable Washington a los regímenes de dichos países, está demasiado reciente para no entenderlo así. Las reacciones a las declaraciones de Carter en Italia y Francia han sido por eso casi fulminantes. Bastó que un portavoz del Ministerio del Exterior francés declarara que no consideraba «anormal» la toma de posición norteamericana para que se organizara tal revuelo que veinticuatro horas más tarde el propio primer ministro, Raymond Barre, hubiera de intervenir. Barre aclaró que consideraba «no afortunada» la intervención del Departamento de Estado, y esto pocos días después de ser Carter huésped de honor del presidente Giscard. En su reciente periplo por Europa, India y Oriente Próximo, el presidente norteamericano organizó lo que una revista tan poco izquierdista como Le Point llamaba «un gran show, más que una misión diplomática, en el que la manera de aparecer en la televisión de seis países y de tres cadenas norteamericanas contaba, tal vez, más que el contenido de breves encuentros con tres reyes, un emperador, dos presidentes y un jefe de partido único». En Francia, Carter visitó al presidente Giscard y al líder socialista François Mitterrand, actualmente en ruptura con sus ex aliados comunistas, cuyo papel en la política francesa juzgó «benéfico». ¿No indicaba esto una preferencia política, la opción de la Casa Blanca por dos opciones de voto concretos en las elecciones francesas de marzo, una presión propagandística en favor del entendimiento entre giscardianos y socialistas? Naturalmente, quienes más han protestado en Francia han sido gaullistas y comunistas, que se disputan la bandera del nacionalismo más radical.
El periplo de Carter conmemoraba su primer aniversario en la presidencia de la primera potencia mundial. La «moralización» de la nueva Administración norteamericana -autodefinida como defensora de los derechos humanos- sigue, sin embargo, siendo algo bastante vago, que se ejerce en sentido único, y que eventualmente podría desembocar en los mismos senderos crueles que los del realismo nixoniano. Naturalmente, Washington no intervendría directamente en Italia si los comunistas llegaran a participar en el poder; tiene otras armas, no menos poderosas, sobre todo teniendo en cuenta que se trata de un país tan endeudado como el italiano. En esto reside, al menos, la diferencia frente a las tácticas de Moscú y la teoría de la «soberanía limitada» de Brejnev, que envió los tanques a Praga «en defensa del socialismo». Al consejero de Carter señor Brzezinski no le gusta el eurocomunismo. A Brejnev, tampoco. En realidad, no se sabe de mucha gente que le guste, salvo los propios eurocomunistas, y es cuando menos dudoso a dónde conducirá la tentativa del partido italiano. No hay precedentes de países comunistas gobernados con respeto a las libertades democráticas, y las dudas teóricas y prácticas al respecto son, sin duda, muchas. Pero hasta el momento los comunistas italianos han colaborado eficazmente con el sistema burgués. Como sea, la actitud de Carter pone de relieve que los derechos humanos palidecen ante las necesidades del doble imperialismo mundial, y las proclamaciones morales en estas circunstancias se convierten en para y simple hipocresía.
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