Nacionalidades: algo más que una cuestión semántica
Del grupo parlamentario de Alianza PopularYa tenemos el anteproyecto de Constitución de consagración a nivel fundamental de que España es un conjunto de nacionalidades y regiones. Lo cual empieza por dejar en el aire si España es en sí misma una nación, y por hacer problemático qué es y qué comprende la nación o nacionalidad española.
En este terreno el proyecto de Constitución va mucho más allá de lo que fue la Constitución del 31, de lo que fueron los Estatutos de Autonomía de la República. Y si tomamos como punto de referencia lo que ocurrió entonces, es porque creo que la historia nos dice con toda claridad hasta dónde se llegó en la ruptura de la unidad de España. ¿Hasta dónde se querrá llegar ahora? ¿O hasta dónde se llegará? Porque hay fenómenos que una vez desencadenados producen consecuencias más allá de lo querido o propuesto, tienen vida propia. Son como los personajes que a veces acaban imponiendo su personalidad a la concepción inicial de los autores de una obra literaria.
Curiosamente, como una primera contestación a esta inquietante pregunta, Telesforo Monzón ha dicho que para resolver el tema vasco ha de quedar bien claro que los vascos no son españoles. Y por extraño que parezca, a este tipo de interpretaciones puede dar pie, aunque no lo pretenda, el texto constitucional, según el cual Euskadi sería una nación y España otra diferente (si es que hay una nación llamada España), y por tanto si el Estado es la forma jurídica de la nación debe haber un Estado vasco independiente del Estado español. Tal vez se acepte luego algún tipo de federación o relación interestatal, pero la unidad nacional de España no existiría. No habría una nacionalidad llamada España, sino un Estado español como integración más o menos artificial y concosidos de diversa consistencia, de distintas nacionalidades.
Ya sabemos que el señor Monzón no representa ni mucho menos el sentir del pueblo vasco. Pero es un dato a tener en cuenta cuando se empieza a recorrer el camino de las llamadas nacionalidades. Más adelante hablaremos de otros. En esa carrera desbocada por quién va más allá en las autonomías, leemos que la Diputación Foral de Navarra, por ejemplo, pide un virreinato con aduanas. Y desde otro ángulo se pide una organización eclesiástica propia para los llamados «Países Catalanes»...
Pero volvamos a la Constitución. Leyendo y releyendo el texto constitucional uno no tiene por menos de resaltar que si bien el artículo 2 dice que la Constitución se fundamenta en la unidad de España, afirma a continuación el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones.
Claramente se omite en este artículo el concepto nación al hablar de España. Y luego se atribuye, sin embargo, a otros territorios. ¿Qué es entonces España? ¿Eso no es una nación? Si lo es, ¿por qué no le dice claramente? Por lo menos se deja en el aire si España alcanza, o se le quiere reconocer, en su unidad, la categoría histórico-política de nación, que por lo visto se reconoce con toda claridad a determinadas partes de su territorio. Cataluña es una nación, el País Vasco es una nación. España, no. ¿O sí? ¿Qué es lo que opina al respecto la ponencia constitucional? Ya lo veremos en los debates. Donde esperemos también que se aclare la diferencia entre nación y nacionalidad y se concrete en su caso si hay una nación o una nacionalidad española, si ésta comprende todo el territorio o qué parte le queda, así como otras muchas cosas dignas de saberse, y ocultas o confundidas en el «galimatías» de las palabras y el «tejemaneje» de las compensaciones de unos y otros.
Algunos, como ahora está de moda, ya han empezado a «desdramatizar» el tema y a decir que no es cosa de hacer de una palabra un problema que dificulte la aprobación del texto constitucional. Más o menos, se viene a decir que se trata de una cuestión semántica, por la que no vale la pena librar una batalla, ni siquiera dialéctica.
Tenemos que salir al paso de este planteamiento, porque no queremos adormecer la conciencia del pueblo español con calmantes. Queremos para nuestro pueblo la serena aceptación de la verdad con pleno conocimiento, y por ello nos parece que la claridad es esencial.
Por ello queremos que los españoles decidan consciente y responsablemente si aceptan que España no es propiamente una nación, sino un conjunto de nacionalidades y regiones, con claro conocimiento de que no se trata de una cuestión semántica.
A mí me parece que si se tratara de una cuestión semántica sus defensores no pondrían tanto énfasis en el tema. Y no se hace honor a los sentimientos de las personas que piensen, por ejemplo, que Cataluña es una nación, diciendo que se trata de una simple cuestión de palabras. No, señores, vamos a ser serios. Que se acepte o no el concepto de nacionalidades en la Constitución es uno de los cuatro o cinco temas auténticamente sustanciales. Decir otra cosa es tratar de engañarse.
Mi opinión, por supuesto es contraria, pero respeto la de aquéllos que lo defienden. Lo que no me parece respetable es trivializar el tema hasta convertirlo en una cuestión semántica.
En una primera aproximación al tema no quiero llegar hoy mucho más allá. Pienso hacerlo en otros artículos. Pero hoy quiero que al menos quede claro que estamos ante una de las cuatro o cinco encrucijadas constitucionales. Y conste que siempre he defendido las autonomías regionales, provinciales y municipales. Pero el tema de las nacionalidades va o puede ir más allá, llegando a la entraña misma de la unidad y el ser de España.
Aceptado que determinadas partes de España son naciones, lo lógico es que recaben la forma jurídica de Estado, y más tarde o más temprano un régimen de autodeterminación y autogobierno, una negociación a nivel soberano con el Estado español, tal vez una independencia más adelante. Algunos ya madrugaron, como el señor Monzón. Otros están en el camino, como el señor Letamendía, que pidió el otro día en las Cortes que el orden público no estuviera a cargo del Gobierno español, sino del Gobierno vasco; o como una minoría parlamentaria, que en el propio borrador constitucional postula que los Estatutos de Autonomía tienen que elaborarlos los representantes de esas nacionalidades, cuyos pueblos serán quienes los tendrán que aprobar, pasándolos después a las Cortes del llamado Estado español (no nos atrevemos a decir de la nación, y la propia Constitución tampoco las llama así, ni siquiera Cortes Españolas, sino «Cortes Generales»), Cortes que no los podrán discutir, sino que tendrán que aceptarlos o rechazarlos en bloque, creando un problema político de consecuencias incalculables.
Hay que pensar la situación que puede crear el hecho de que un estatuto aprobado por un plebiscito de una de esas nacionalidades sea rechazado por las Cortes. Nadie diría que es exagerado pensar que esa situación sería realmente «explosiva». Como nadie dejará de comprender que esta forma de elaboración y aprobación de los Estatutos supone un claro enfrentamiento entre dos soberanías: la de las nacionalidades y la del Estado español; es decir, la de España y la de una parte del territorio que la integra.
Por otra parte, aceptar que España es un con junto de nacionalidades y regiones es sentar de ante mano un principio discriminatorio entre sus pueblos y sus hombres, que serán ya de dos categorías, según su territorio de origen sea considerado como nación o degradado a simple región. ¿Y quién hace la distinción? ¿Hasta dónde llegan las nacionalidades y dónde empiezan las regiones? ¿Cataluña es una nación? ¿Y el País Vasco? ¿Y Galicia? ¿Y Castilla o Extremadura, o Valencia, o Aragón van a ser
sólo regiones? ¿Por qué? ¿Quién lo ha dicho? ¿Qué diferentes derechos van a corresponder a los habitantes de unos y otros territorios y a sus representaciones? ¿Cuántos gobiernos va a haber en España?
¿Va a resultar al final que todas las regiones y territorios autónomos son nacionalidades?
¡Cuántas preguntas y qué importantes! Demasiadas para que el tema se quede en la pura «semántica».
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