La Iglesia: de la coacción a la libertad
E. MIRET MAGDALENANuestros obispos están demasiado temerosos. Durante casi dos siglos han monopolizado prácticamente todas nuestras Constituciones, y ahora no se hacen a una situación de libertad sin más concesiones, privilegios o favores para el catolicismo.Unas veces se apela a la tradición histórica y otras a la mayoría católica. Se quiere que figure, al menos, en nuestra nueva Ley Fundamental este hecho -histórico o sociológico-, y se proceda en consecuencia a la hora de redactar este documento constitucional del país. La Iglesia católica no sólo quiere ser «madre y maestra» de los fieles, sino pretende que esta función de algún modo quede todavía reconocida a la hora de pergeñar nuestra convivencia democrática.
Vocal del Instituto de Técnicas Sociales
Director: James Goldstone. Guión de Sanford Sheldon, Richard Levinson, William Lindy Tommy Cook. Fotografía: David M. WaIsh. Música: Lalo Schifrin. Intérpretes: George Segal, Timothy Bottoms, Richard Widmark, Susan Strasbergy Henry Fonda. Norteamericana, 1976. Local de estreno: Bulevar.
El peso de nuestras antiliberales constituciones políticas, que empezaron en la nonnata de 1808 impuesta por Napoleón, se nota todavía. Allí se decía: «La religión católica, apostólica y romana, en España y en todas las posesiones españolas, será la refigión del Rey y de la nación, y no se permitirá ninguna otra.» Afirmación de intolerancia que -de un modo o de otro- siguió en la de 1812, y en el Concordato a 1851 que gobernó a la sociedad española hasta el advenimiento de nuestra II República en 1931.
Ahora se escandaliza nuestro episcopado de que se proclame laico el Estado, cuando en los países católicos de Europa como Bélgica, Luxemburgo o Francia, es ésta la estructura aceptada por creyentes y no creyentes, como la mejor y la más práctica para convivir los ciudadanos y poder expansionar libremente el Evangelio.
Y pretenden que una declaración clara de no confesionalidad es ya una toma de postura beligerante, cuando en nuestra sociedad el hervor de las dos Españas enfrentadas civilmente por motivos religiosos ha pagado definitivamente, y nadie -salvo minúsculos grupos de la extrema -derecha o izquierda- pretende resucitar esa triste época, propia de bárbaras intolerancias, de un lado o de otro.
Debían meditar nuestros obispos que no sólo ha pasado la época de la coacción por ellos ejercida hasta ahora sobre los españoles, sino la de su influencia oficial en política. Y que -igual que sus colegas norteamericanos- debían aceptar una Constitución en que ni para bien ni para mal se mencionase la religión, que es cosa de las conciencias y no del tráfago terreno. 0 tomar ejemplo,de los católicos que establecieron elestado de Maryland, el único que sancionó la más absoluta libertad de conciencia en 1649, quince años después de desembarcar en tierras ultramarinas. Bancroft -el historiador protestante- pone esta experiencia como modelo: «Maryland -dice- fue la morada de la felicidad y la libertad», porque no pretendió ninguna ventaja ni social ni cultural ni política para los católicos que la fundaron y gobernaron.
No debía pedir nuestro episcopado ni protección o consideración especial, ni acuerdos específicos, ni nada que recuerde de lejos la situación de confesionalidad explícita que hubo hasta el presente; ni tampoco la confesionalidad encubierta que supone esta influencia que en nombre de la mayoría católica, o del sedicente derecho natural, pretende ejercer a la hora de estructurar la convivencia ciudadana.
El cardenal Gibbons -el más importante prelado americano del pasado siglo- dijo en 1897: «Si tuviese el privilegio de modificar la Constitución de Estados Unidos -esa Constitución ejemplar que proclama que el Congreso no dictará ninguna ley ni a favor ni en contra de la religión-, no tacharía ni alteraría ni un párrafo, ni una línea o palabra de este excelente instrumento.»
Nuestro consenso popular en pocos años ha superado ya definitivamente la época del ultramontano católico Veuillot, a quieri se atribuye esta afirmación que inspiró tantas actitudes en nuestro país durante el nacional-catolicismo de la Edad Moderna: «Si somos minoria, exigimos la libertad de acuerdo con nuestros principios; y si somos mayoría, os la rehusamos al seguir los nuestros.» O aquella otra de lord Macaulay, que todavía esgrimen nuestros integristas: «Estoy en la verdad, y tú estás en el error. Por eso cuando tú eres más fuerte, me debes tolerar; porque es tu deber tolerar la verdad. Y cuando soy más fuerte te debo perseguir, porque mi deberes extirpar el error. »
Ni tampoco podemos propugnar o tolerar la canonización del oportunismo -de aquella famosa teoría de la tesis rígida y la hipótesis tolerante- que hoy practican todavía algunos partidos políticos sin saber el mal que hacen para el futuro de nuestra sociedad al aceptar el juego de la diplomacia o de la presión eclesiástica en algo que debe ser decidido de tejas abajo. Postura que también quedaba recogida en la cáustica frase que los parisienses del siglo pasado atribuían al nuncio: «La tesis es cuando el nuncio dice que hay que quemar a losjudíos; y la hipótesis, cuando cena con el señor Rotschild.»
¿Por qué no hemos de aceptar que nuestra forma de estructurar el Estado sea «laica, democrática y socíal», como decidieron los parlamentarios franceses en 1958 durante la plena influencia del católico De Gaulle?
La católica Francia votó por ello, y llevaba ya medio siglo de experiencia de esta actitud neutral, sin que los obispos católicos se ofendiesen lo más mínimo por ello. Y nada hicieron cincuenta años después por rectificar la soberana decisión constitucional de 1905 -que la declaró por primera vez República laica- pudiendo intentarlo con éxito seguro durante este régimen posterior, que les miraba con excelentes ojos.
La Iglesia española no ha aprendido todavía que el Evangelio predica para sus seguidores el uso de los medios «pobres»; y nunca propugna la utilización de la fuerza, el poder o la influencia, ni siquiera la de la mayoría sociológica. Mayoría que, por otro lado, no es tan clara, y aunque lo fuera, no debía valerse de su razón numérica para discriminar entre los grupos creyentes o no del país, dejándose impresionar por su importancia, porque eso sería atender equivocada y antidemocráticamente a criterios masivos de pura cantidad.
¿Es que a los católicos no nos basta la libertad para todos? ¿Por qué pretender otra vez el «sí, pero» que ha marcado toda nuestra intolerante historia moderna, estropeando con el inciso la generosidad de una verdadera postura abierta?
Hasta el cardenal Cerejeira daba ejemplo cuando en 1940 aceptó un Concordato entre la Iglesia y el Estado que era para aquellos tiempos bien poco frecuente, por la mucha mayor liberalidad que el nuestro de 1953. Y, sin embargo, se congratulaba de este amplio acuerdo diciendo: «Lo que la Iglesia pierde en protección oficial, lo gana en libertad virginal de acción; y desligada de todo compromiso hacia el poder político, su voz adquiere mayor autoridad ante las conciencias: deja el campo libre al César, para ocuparse mejor de lo que pertenece a Dios. »
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