La era de la incertidumbre
Catedrático de la Universidad Autónoma de MadridHace tan sólo unos meses se ha abierto una nueva página de la historia de España. Vivimos momentos apasionantes; momentos de grandes expectativas y de grandes riesgos. Vivimos al filo de toda la lección -y digo lección, porque, ¿qué otra cosa sino lección viva y honda es la historia?- que culminó ayer y de la que hoy se inicia. Historia que debemos escribir entre todos, porque esta participación, esta corresponsabilidad es la característica, la esencia -y también la esperanza, quizá la única esperanza- de los nuevos tiempos. Ya no hay disculpas para permanecer como espectadores de lo que sucede en el escenario.
La nueva historia tenemos que escribirla entre todos. Pero corresponde a los jóvenes asumir el papel más importante. Deseamos ir hacia un horizonte nuevo. Es una empresa ardua y difícil si contamos con su apoyo. Sin él es una empresa imposible. ¿Seremos capaces de infundirles nueva confianza? ¿Sabremos incitar su entusiasmo para una tarea irremediablemente común? Es imprescindible que la fuerza y la imaginación de la juventud se hallen junto al coraje y la experiencia de quienes han recorrido ya más caminos, algunos de ellos muy abruptos, y tienen cansado el corazón o la frente, de quienes piensan que no vale la pena dar un paso más, de quienes creen que no deben o no pueden intentar de nuevo avanzar hacia la luz imposible. No pedimos la ayuda de la juventud desde una segura plataforma de hermosas perspectivas. La requerimos desde la más acuciante necesidad. Su asistencia es ahora más necesaria que en ningún momento precedente. Es indudable que ha habido momentos muy graves en los cuales todas las miradas se han dirigido, como hoy, hacia las nuevas generaciones. Pero nunca como hoy la situación del mundo y de nuestro propio país han constituido un reto tan apremiante. Configurar el futuro: he ahí nuestra común tarea. Tarea demasiado apasionante para dejarla en manos de unos pocos, aun cuando sean bienintencionadas. Nos jugamos todos demasiado. Y, sobre todo, el panorama actual es tan impresionante, que nos induce y nos conmueve -es decir, nos mueve conjuntamente- a procurar un futuro más justo, más alegre; un mundo en paz y bienestar, del que nadie -y menos la juventud- desee evadirse.
Apelación a la juventud
En la juventud está la única esperanza. Pero ante el abatimiento y desánimo que presenta un prorcentaje alarmante de la juventud actual, ¿cómo podemos pretender que nos ofrezcan lo que muchos ya han perdido? ¿Cómo esperar esperanza de quienes nada esperan ya, de quienes -a veces incluso adolescentes- ya sólo aguardan, sin esperar nada, el paso de los días? Por eso, repudiamos a quienes os han quitado la ilusión, a quienes os inducen a ausentaros de la realidad en la época en que debéis, tener el coraje de vivirla más intensamente. Por eso detesto los sistemas propios de una sociedad de consumo que ha supeditado todos los valores al disfrute pasajero de unos índices de bienestar, que sólo resultan producir beneficios y provecho a quienes los facilitan. Hemos confundido valor y precio y nos están inundando de baratijas, nos están manejando a través de procedimientos de promoción de ventas -vender es lo único que importa-, nos están arrancando a zarpazos de televisión y de demagogia la dignidad, el buen gusto, los sentimientos éticos. Nos ruboriza manifestar nuestros criterios si se oponen al desenfado, a la permisividad, a la tolerancia sin límites. Es esencial para la convivencia respetar todas las opiniones, tratar de comprender todos los pareceres..., pero defender los nuestros no es menos esencial. Este es uno de los grandes obstáculos que tenemos que afrontar en el camino hacia el nuevo horizonte: defender con vigor y con rigor nuestras ideas y, sobre todo, nuestros ideales.
Espera activa
Al iniciarse esta nueva página de la historia de España, que no puede escribirse sin vuestro apoyo y concurso, os aseguro que viviréis con esperánza en la medida en que convirtáis en ideales vuestros sentimientos de solidaridad, de justicia distributiva, de fraternidad. No podemos permanecer por más tiempo impasible ante el sufrimiento de nuestro prójimo, próximo o lejano que carece de la mínima asistencia sanitaria, del menor cuidado social, de los alimentos más básicos. Cuando nosotros nos afanamos en reivindicar aspectos con frecuencia complementarios que constituyen nuestro nivel de vida, otros -mucho más numerosos, mucho más- tratan sencillamente de sobrevivir.
Estamos en plena era de la incertidumbre. Acabo de leer el libro de John Kenneth Galbraith que así se titula: La era de la incertidumbre. Nos encontramos ante una encrucijada de alternativas, con muchos resortes técnicos, pero con un bagaje espiritual precario; con rutinario manejo de grandes maravillas instrumentales, pero con escasa cultura personal. Vemos cómo a problemas totalmente nuevos se aplican tratamientos obsoletos, fórmulas que se elaboraron -y pudieron ser efectivas- para planteamientos totalmente distintos a los actuales. Adam Smith, Marx o Keynes, por poner tres ejemplos de hombres que han influido decisivamente en la configuración socio-política y económica contemporánea, no pueden ofrecer, sin las adecuaciones y modulaciones oportunas, sistemas aplicables hoy, porque los problemas sobre los que ellos reflexionaron eran totalmente diferentes a los que ahora se ofrecen a nuestra consideración. Es más: la situación actual en buena parte es la resultante de la puesta en práctica -a tiempo y a destiempo- de los conceptos por ellos introducidos. Es evidente que hay un esfuerzo de adaptación de las viejas ideologías a la nueva realidad. Nueva realidad que las mismas ideologías han originado. Las ideologías tienen su propio mundo, pero no pueden permanecer indefinidamente alejadas de la realidad que las promovió. Con frecuencia nos damos cuenta de que estamos asidos a unos criterios sin más justificación que la alternativa del vacío, de la terrible soledad espiritual. La duda es una realidad esencial, pero requiere hallarse enraizada en la esperanza. De mucho andamos holgados, pero nos faltan razones para vivir. Os propongo que las busquéis en vosotros mismos, en vuestra propia fuente, en vuestras propias dudas, en la riqueza y en la tragedia de vuestra propia inseguridad, en el sobrellevar y sobreponeros a vuestro propio miedo. En otras palabras, os propongo que halléis la solución en vuestra voluntad, en la espera activa.
Las cartas de don Miguel
He leído siempre con especial emoción aquel párrafo de Miguel de Unamuno, escrito en 1904, contestando a las cartas de dos jóvenes llamados Antonio Machado y José Ortega y Gasset: «A los jóvenes, que son ya lo único que en España me interesa», decía don Miguel. Quiero subrayar el «ya», puesto que a la edad en que escribió Unamuno indica claramente su madrugadora convicción de que cualquier rendija de esperanza se hallaba en la juventud. Detengámonos un momento en tan excepcional correspondencia. En su carta, citaba Ortega y Gasset a Turgeniev cuando, en su obra Humo escribía: «No extendáis la idea de que se puede hacer algo sin el estudio, ¡por Dios!...» «Una de las cosas honradas que hay que hacer en España -añadía Ortega-, donde hace falta todo cimiento, es desterrar, podar del alma colectiva la esperanza en el genio y alentar los pasos mesurados del talento.»
Unamuno le contesta: «No, yo no creo que esperemos el genio, porque esperar es rogar a Dios, pero dando con el mazo, y veo nuestro mazo parado. A lo sumo, le aguardamos. Esperar es salir a la puerta de la casa con la luz en la mano y escudriñar y avizorar las tinieblas exteriores...». Por su parte, Antonio Machado escribía a don Miguel: «¿Por qué hemos de callarnos nuestras dudas y nuestras vacilaciones?, ¿Por qué hemos de aparentar más fe en nuestro pensamiento, o en el ajeno, de la que en realidad tenemos?... Hoy, después de haber meditado mucho, he llegado a una afirmación: todos nuestros esfuerzos deben tender hacia la luz, hacia la conciencia...»
Cambiar el mundo
Para cambiar este mundo deteriorado, para infundir un nuevo espíritu que releve a tanto suficiente precoz, a tanto temor y desánimo, tenemos que avanzar hacia el nuevo horizonte. Sí, hay que querer fervientemente avanzar hacia la luz. «Un antiguo apotegma escolástico -cito nuevamente a Unamuno- decía que no puede quererse nada que no se haya conocido antes, nihil volitum quin praecognitum; y tal es el principio supremo de todo intelectualismo. Al cual principio debemos oponer, jóvenes, el inverso, y afirmar que no cabe conocer nada que no se haya querido antes, nihil cognitum quin praevolitum.» Los dioses muertos, las batallas libradas.
Vayamos unidos para conseguir, por encima de cualquier otra cosa, tener razones para vivir; fomentar los medios de enseñanza, de formación, de arte. Cuando Amory, el personaje central de F. Scott Fitgerald en A este lado del paraiso, se acerca a la Universidad de Princenton, en los años veinte, se compadece de la juventud que allí estudia, «porque ha crecido para encontrarse con todos los dioses muertos, todas las batallas libradas y la confianza en el hombre perdida». Tenía razón Amory, salvo en que hoy lo que necesitamos no es compasión, sino ayuda... y en que no todas las batallas estaban libradas. Es cierto que no podremos ilusionar a la juventud si nosotros hemos perdido las ilusiones. Que nosotros hayamos perdido la ilusion o no la hayamos sabido tener o conservarla es una cuestión muy distinta a que no sepamos que sólo habrá auténtico progreso si hay grandes ideales. No todas las batallas habían sido libradas. Ni lo han sido ahora. Siempre falta el último intento, siempre. Nos dirigiremos en la dirección correcta, abordaremos el futuro debidamente si aprendemos la lección del tiempo pasado. Los pueblos con más historia son los pueblos con más altas, cimas para otear el futuro, para conquistarlo. No busquemos disculpas en los días transcurridos sino trabajemos sin descanso componiendo el futuro porque, como escribió Neruda, «hoy es hoy con el peso de todo el tiempo ido». Ha llegado la hora de dirigimos hacia el nuevo horizonte que todos anhelamos. Se necesitan hombres nuevos o, también, hombres renovados. Le dijeron a Jung, discípulo de Freud, que su teoría no podría competir con la de su maestro. ¿Cómo podría un enano ver más allá que un gigante? A lo que contestó Jung: «Mirando subido a las espaldas del gigante.» Para que desde nuestra gigantesca historia ganemos el futuro, tenemos que actuar tenazmente y con esperanza.
Es la libertad del hombre la que le confiere esperanza y, por ello, no le debe ser nunca arrebatada. La esperanza exige que el hombre se sienta dueño de su destino; siendo consciente de su posición en el conjunto complejo del universo, pero también de su capacidad de actuar en contra del sentido «implacable e irremediable» del resto de la creación. La libertad es el principio y el fundamento de la esperanza. Lo ha escrito bellamente Salvador Espríu: «Escucha, Sepharad: los hombres no pueden ser si no son libres.» Y diga la voz de todo el pueblo: «Amén.»
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