Ordenanzas militares y derechos humanos
Ex comandante del EjércitoEn su informe general del pasado 22 de septiembre, sobre la reforma de las Fuerzas Armadas, difundido ampliamente por la prensa, anunciaba el ministro de Defensa, entre otras medidas, la revisión de las Reales Ordenanzas de Carlos III, todavía no derogadas oficialmente, para adecuarlas a las nuevas circunstancias sociopolíticas cuya guía obligada, según decía el informe, es el Pacto Internacional de Derechos Humanos. Posteriormente aparecieron nuevas informaciones (EL PAIS, 15-XI-77) anunciando el comienzo de los trabajos para esa revisión a cargo de una comisión formada exclusivamente por militares, y se daban algunos detalles del contenido y alcance de las modificaciones al texto primitivo, mandado realizar por Carlos III en 1774.
Debo confesar que estas noticias me trajeron, en principio, recuerdos y añoranzas de juventud rememorando mi ingreso en la Academia General Militar y mis primeros estudios allí. Entre ellos se encontraba el aprendizaje memorístico de los artículos de las Ordenanzas, que luego me eran exigidos al pie de la letra, de la misma forma que un año antes en mi colegio jesuítico, me obligaban a recitar, con preguntas y respuestas, el catecismo del padre Ripalda. Así pues, salieron de mi rincón de los recuerdos olvidados aquellos textos que decían: «El recluta que llegare a una compañía se le destinará a una escuadra, de cuyo cabo será enseñado a vestir con propiedad ... » (artículo primero del soldado), como podían haber salido otros anteriores: «¿Sois cristiano? Sí, por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué quiere decir cristiano? ... » En los dos casos, la obligada memorización reflejaba la mentalidad de la época, en que se vivía de verdades únicas, absolutas, que no había que analizar porque eran eso, verdades, y que sólo había que grabar en la mente como parte integrante de nosotros mismos, aunque a veces su aplicación en la vida real fuera, al menos, dudosa.
Escasa incidencia real
Transcurrido el tiempo cambiaron los sistemas de enseñanza y vino una cierta desmitificación y secularización de las creencias religiosas, haciendo desaparecer aquellos venerables catecismos y su irracional estudio memorístico. Por otra parte, centrándome en el tema que ahora me interesa, pude también constatar a lo largo de mi vida profesional que, superada aquella etapa de estudios de las Ordenanzas en la Academia, su incidencia real en el funcionamiento del Ejército era escasa, salvo en lo que su estilo y mentalidad hubieran dejado impreso en los subconscientes de los militares profesionales que habíamos padecido aquella tortura de la memoria.
Por todo esto debo confesar mi perplejidad cuando conocí los propósitos actualizadores del ministro de Defensa, que subió aún más cuando leí que las mencionadas Ordenanzas eran «prácticamente perfectas, en esencia, y que respetan al máximo los derechos humanos de la persona ... » Dejando de lado lo discutible de que alguna obra humana sea perfecta, es evidente que la escasa importancia y vigencia real que tenían en la actualidad esas Ordenanzas no provenía de ninguna desidia o relaiación de costumbres, sino que eran consecuencia obligada de su misma naturaleza.
Como es sabido, ese importante texto militar era un compendio exhaustivo que estructuró e institucionalizó definitivamente como ejército regular a nuestras reales fuerzas armadas del siglo XVIII. Con él, Carlos III, seguramente el mejor monarca de nuestra historia, dotaba a sus tropas de código de conducta profesional, estatuto de personal, régimen interior, organización administrativa, reglamentos tácticos y de armamento, y normas jurídicas en una sola pieza monumental, dividida en ocho tratados.
Naturalmente, temas tan coyunturales como los armamentos, forma de combatir, organización, etcétera, no pudieron resistir el paso del tiempo, máxime si recordamos la dramática y continua carrera de armamentos en la disputa del poder por los Estados modernos. Así, ya en aquellas Ordenanzas que estudié en mi juventud sólo se mantenían tres tratados de los ocho originales, y, aun así, la mayor parte de sus artículos estaban modificados y muchos de ellos en desuso total.
Es cierto que en la noticia periodística a que antes me he referido ya se dice expresamente que sólo se pretende mantener un tratado, el segundo, cuyo objetivo principal era formular los modos de relación, normas éticas y deberes de los miembros de los Ejércitos. Pero también se dice expresamente en el informe del general Gutiérrez Mellado que esa tarea se ha de hacer «recogiendo no sólo el esquema e incluso el estilo de redacción de las Ordenanzas, sino lo que en la actualidad puedan ser todavía normas de conducta futura ... », debiendo a la vez quedar recogidos en ellas los preceptos del Pacto de Derechos Humanos.
Sinceramente, en primer lugar, me sorprende sobremanera (aunque esto sea una cuestión secundaria) que se quiera conseguir en una redacción actual el estilo del siglo XVIII. Creo que imitar una forma de expresarse que no es la real, es decir, la que emplean las personas a las que va dirigido el texto, aparte de ser un empeño literario muy discutible, impide su aplicación en la vida práctica, lo que es especialmente grave en algo que quiere regular las conductas. Por ejemplo, ¿tiene virtualidad práctica una expresión tan peculiar como la del artículo veintisiete de las.ordenanzas del cabo cuando dice «los cabos en su trato con los soldados serán sostenidos y decentes ... », aunque su intención seguramente pudiera ser actual?
Pero, y esto sí que me parece importante, ¿se puede pensar que unas normas de conducta y de valoración ético-social de 1774 tienen alguna relación o posible acoplamiento con los derechos humanos? Carlos III, monarca absoluto cuya autoridad se consideraba de origen divino, tuvo un indudable mérito cuando mandó redactar aquellas Ordenanzas que regulaban y marcaban graciablemente los límites de las prestaciones de sus súbditos militares, pero jamás pensó (ni hubiera podido hacerlo) en que éstos tuvieran ninguna clase de derechos. Su ejército estaba formado por nobles en los puestos de mando y por villanos en los subordinados, y la situación de unos y otros era la que reflejaba Tocqueville hace 150 años cuando decía en su obra La democracia en América: «Los nobles, situados a inmensa distancia del pueblo, se tomaban, sin embargo, esa especie de interés benévolo y tranquilo que el pastor tiene por su rebaño, en la suerte de ese pueblo, y, sin ver en el pobre a su igual, velaban por su destino, como un depósito que la Providencia hubiera confiado en sus manos.»
Artículos anacrónicos
«No habiendo concebido jamás la idea de otro estado social que el suyo, al no imaginar que pudieran igualarse nunca con sus jefes, el pueblo recibía sus beneficios y no discutía sus derechos. Los quería cuando eran clementes y justos, y se sometía sin dificultad y sin bajeza a sus rigores, como a males inevitables enviados por el brazo de Dios. »
Y este estado de las relaciones sociales es el que reflejan las Ordenanzas de nuestro bueno, pero déspota, rey Carlos III, como fácilmente podemos corroborar en un rápido muestreo de su articulado en el tratado segundo que se pretende conservar.
Así, en el artículo dieciséis del cabo, felizmente derogado hace mucho tiempo, encontramos un ingenuo intento de regulación de los castigos corporales: «El cabo primero y segundo tendrán una vara sin labrar, del grueso de un dedo regular y que pueda doblarse, a fin de que el uso con el soldado de esta insignia no tenga malas resultas. »
O en el artículo cinco, también del cabo, no derogado, vemos la forma paternalista en que se ha de relacionar con sus soldados, que no tienen ningún derecho: «El cabo, como jefe más inmediato del soldado, se hará querer y respetar de él; no le disimulará jamás las faltas de subordinación ... »
La libertad de opinión
También es interesante el reflejo de la preponderancia de las tropas en relación con la población civil, obligada a darles alojamiento, en los especiales términos que revela el artículo veintidós del soldado: «Ningún soldado podrá exigir en el alojamiento que tuviere otra cosa que cama, luz, agua, vinagre, sal y asiento a la lumbre; y al que maltratare a su patrón, se castigará a proporción del exceso. »
En los artículos de oficiales son continuas las referencias a la preeminencia del nacimiento, es decir, de la nobleza de la sangre, aunque loablemente se intenten igualar con ella los méritos espirituales, por otra parte expresados en términos igualmente tan arcaicos y clasistas como «la reputación de su espíritu y honor, la opinion de su conducta y el concepto de su buena crianza ... » (artículo dos del alférez).
Finalmente, para no cansar a los lectores con citas que podían ser muy numerosas, aludiré a la falta absoluta de libertad de opinión, reflejada en las severas prohibiciones de los artículos uno, dos, seis, siete, once y dieciséis, de las órdenes generales para oficiales, en relación con cualquier comentario crítico o simple referencia objetiva a asuntos del servicio, tácticos o administrativos, o a los jefes. Un especial reflejo de determinada mentalidad ofrece el artículo veintitrés de esas mismas órdenes, que dice: «El oficial influirá en sus inferiores, de cualquier clase que sean, el concepto de que el enemigo no es de ventajosa calidad, castigando toda conversación dirigida a elogiar su disciplina, provisiones y trato»; aquí vemos institucionalizado el principio de que como somos los dueños de la verdad, nuestros contrarios tienen forzosamente que ser malos, falsos e ineptos. Principio este que, incluso bajo un punto de vista táctico, resulta rechazable, pues cualquier profesional de la milicia sabe que sólo una valoración exacta del enemigo nos permitirá combatirle con eficacia.
Reforma de las normas de conducta
¿No será, por tanto, lógico pensar que para regular las normas de conducta y relación de los miembros de una institución al servicio de un Estado democrático, basado en la soberanía popular y los derechos humanos, no pueden en absoluto servir unos textos tan opuestos a estos valores, en su fondo, forma e intención? Creo que lo más adecuado sería abandonar toda añoranza sentimental de glorias, privilegios y situaciones pasadas, explicables y asumibles históricamente, pero inaceptables hoy día, y, restituyendo a nuestras venerables Ordenanzas su texto primitivo, conservarlas como una muestra más de nuestro patrimonio histórico cultural, tan maltratado por otra parte. También sería interesante volver a su estudio en nuestras academias militares, pero no como texto sagrado a aprender de memoria ni a aplicar, sino dentro de un conjunto de disciplinas históricas y sociológicas enfocadas con criterios críticos y humanísticos de que tan faltos han estado, en general, los estudios en aquellos centros de enseñanza.
Queda, no obstante, en pie la urgente necesidad de reformar las normas de conducta en el seno de las Fuerzas Armadas en todo aquello que no se ajuste no sólo con el contenido del Pacto Internacional de Derechos Humanos, sino con los, conceptos auténticos de libertad, justicia e igualdad que conforman nuestra sociedad actual y el sistema político elegido por los españoles. Y no se trata de cubrir el expediente de reformar unos textos o redactar otros nuevos para que su letra se adapte a unos tratados internacionales firmados por el Gobierno español. Entiendo que se trata de reformar realmente las costumbres para adaptarse al espíritu y la intención de aquellos convenios hechos para reconocer la verdadera dignidad y derechos de los seres humanos, individual y colectivamente, a partir del principio fundamental de la igualdad entre todos ellos.
Y esa intención de cambio habrá de plasmarse efectivamente.en diversos textos legales. En primer lugar, en la Constitución, marcando los principios generales de actuación democrática de las Fuerzas Armadas y de no discriminación de sus miembros, contra lo que, lamentablemente, se intenta hacer en el borrador preparado por la ponencia constitucional en relación con el derecho de petición, en que a todos los ciudadanos militares o en funciones con armas se les pretende privar de un derecho que ahora tienen.
Y el Código de Justicia Militar
Después se ha de reformar el Código de Justicia Militar que, tanto en la tipificación de muchos delitos como en la valoración de las penas y, muy especialmente, en las garantías procesales, deja a las personas sometidas a su jurisdicción con restricciones evidentes a muchos de los derechos reconocidos en el pacto internacional referido: falta de un régimen penitenciario humano y de readaptación social; limitaciones para la defensa, presentación de pruebas y recurso a tribunales superiores independientes; supresión de los derechos de reunión, asociación, libertad de opinión y expresión, etcétera.
Por último, sería preciso redactar un estatuto de los miembros de las Fuerzas Armadas, profesionales o no, con expresión clara de derechos, deberes, formas de hacerlos respetar y cumplir, recursos legales, etcétera, con la abolición de todas aquellas normas vigentes que contradicen derechos tan elementales como el de libertad de residencia, el de contraer matrimonio con la persona que se desee, el de libertad de conciencia y religión, el de participación política y libertad de expresión, etcétera, y costumbres tan poco acordes con la dignidad humana como la prohi-a bición de usar barba en determinados Ejércitos o cuerpos o de leer ciertos periódicos legales, o las intromisiones en las vidas privadas que incluso pueden llevar hasta tribunales de honor, que, por supuesto, entiendo que deben ser abolidos definitivamente.
Y todas estas tareas creo que deben ser acometidas no sólo por miembros de los cuadros profesionales de las Fuerzas Armadas, que al fin y al cabo son una minoria de los afectados por aquellas situaciones, sino por todo el pueblo, que es quien forma el núcleo de esa institución y a cuyo servicio debe estar. Pueblo que estaría representado en primer lugar por los parlamentarios elegidos por él, pero también podría estarlo por los demás partidos políticos, fuerzas sindicales y representantes de los soldados actualmente en filas, que son los más directamente sujetos a las normas y costumbres castrenses.
Si conseguimos que los que detentan la fuerza, por delegación de todos, sean los más respetuosos con los derechos humanos, me parece que habremos realizado una gran aproximación a esa utópica sociedad justa y feliz con que todos soñamos.
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