Un paso atrás
EL DISCURSO de apertura de la XXVII Conferencia Episcopal, pronunciado por su presidente, monseñor Enrique y Tarancón, supone un paso atrás en el comportamiento de la Iglesia española en estos tiempos de tránsito a la democracia.Bien es verdad que el presidente de la Conferencia Episcopal no defiende la tesis de la confesionalidad del Estado. Los tiempos del «nacionalcatolicismo» ya están lejos, y es sentimiento común de la comunidad católica española que el Estado no debe ser confesional. Pero, con la habitual ambigüedad del lenguaje eclesiástico, monseñor Tarancón ha rechazado la eventualidad de una Constitución «laica», esto es, que establezca la separación entre la Iglesia y el Estado: «El arrumbamiento de la confesionalidad no puede identificarse con el separacionismo a ultranza», han sido literalmente sus palabras.
El peso de la Iglesia católica en la historia española ha sido constante y decisivo a lo largo de los siglos. Este peso ha sido absolutamente regresivo en épocas recientes. La Iglesia ha cambiado, desde luego, pero, al parecer, no del todo. Su intervención en las esferas de gobierno sigue existiendo, pues, como «realidad social» que es -son palabras del discurso de monseñor Tarancón-, y, sin duda, la más importante del país, conserva parcelas de poder que no se miden solamente en el compromiso explícito de algunos ministros -como los de Justicia y Educación, los más claros-, sino que se elevan a la categoría del primer grupo de presión del país.
Monseñor Tarancón ha desgranado sus deseos: que la Constitución no establezca la separación entre Iglesia y Estado, que se salvaguarde la familia, el matrimonio y la educación. Bien es sabido que las presiones de la jerarquía eclesiástica contra una eventual legislación del divorcio, o una lÚpotética supresión de las subvenciones estatales a sus centros de enseñanza, son constantes. Pues bien: es preciso decir que todos estos datos son, asimismo, constantes en todos los regímenes políticos democráticos del mundo, tanto en países de mayoría católica como de otro tipo. La separación entre Iglesia y Estado es un hecho normalmente admitido en todas las democracias occidentales, tanto en países mayoritaríamente católicos, como Francia, como no católicos, Alemania Federal, por ejemplo. Hasta en aquel más sometido a la presión de la Iglesia, como es Italia, el nuevo proyecto de Concordato establece ya esta separación.
El divorcio civil ya está reconocido en todas partes. Hasta en Italia, donde tuvo que pasar la dura prueba de un referéndum en el que la Iglesia italiana y el Vaticano echaron toda la carne en el asador. El divorcio civil concede este derecho a los ciudadanos sin distinción: obligación moral de los católicos será respetar la doctrina de su religión, y no separarse: pero ello no puede ser impuesto en una Constitución política, que no debe interferirse en el tema, ni la presión moral de la.jerarquía puede llevar a, hacer dudar a muchos católicos de la necesidad de votar a favor de una ley civil del Divorcio.
Otros temas, como la contraconcepción, las subvenciones a la enseñanza privada, etcétera, han de jugar, igualmente, en el futuro proximo de nuestra política. Y a este respecto conviene reconocer que la democracia y la doctrina católica son perfectamente compatibles; por eso sería deseable que la interferencl a de la Iglesia en los asuntos específicamente políticos no vuelva a oscurecer esta convicción y a resucitar los viejos fantasmas del pasado.
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