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Tribuna:En el milenario de la lengua española / 1
Tribuna
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Filosofía e instalación lingüística

Se conmemora el milenario. -aproximado, naturalmente- de la lengua española. Como la lengua y la sociedad son fenómenos vivos, quiero tratar ahora de algo bien reciente, que ha sucedido a los pueblos que hablan nuestra lengua cuando ésta llevaba ya nueve siglos, de existencia histórica.

La filosofía, como interpretación racional explícita de la realidad, sólo es posible cuando se realiza lingüísticamente. La «expresión» verbal de una doctrina filosófica es, antes que eso y más que eso, su realización concreta. Esto quiere decir que toda filosofía parte de una instalación lingüística, de una lengua que es ya una interpretación de la realidad. El grado de autenticidad de una filosofía depende en gran parte de su conexión con la lengua en que se realiza y está condicionada por esa instalación previa.

El nacimiento de la filosofía occidental está ligado a la lengua griega, que sigue presente en todas las formas de pensamiento que históricamente tienen su matriz en las sociedades helénicas; el cambio de instalación lingüística del griego al latín fue la máxima crisis en la historia del pensamiento occidental, y ha condicionado todo el pensamiento medieval y moderno. La fragmentación de la unidad lingüística latina en la pluralidad de las lenguas europeas -iniciada tímidamente y sin continuidad desde el siglo XIII (Alfonso el Sabio, Ramón Llull, Meister Eckert), llevada a cabo desde el Renacimiento- significó el nacimiento de las diversas filosofías «nacionales» de Occidente.

La diferencia fundamental entre este cambio y el anterior reside en que cuando el latín fue sustituido por las diversas lenguas de Europa, hacía mucho tiempo que no era una lengua viva; es decir, que se había hecho filosofía durante siglos en una lengua en que los que la hacían no estaban vitalmente instalados, sino sólo en una dimensión relativamente superficial y abstracta: la teórica. El griego y el latín habían sido las formas reales de instalación de los que filosofaban en estas lenguas; pero desde hacía siglos ya no era cierto; el filosofar desde las lenguas vernáculas fue un paso decisivo hacia la autenticidad de la filosofía, aunque durante siglos el latín había mantenido la posibilidad de una «actitud» o Einstellung teórica que no hubiera sido posible -o sólo muy precariamente- en las lenguas vivas; el latín fue el invernadero de la mente teórica entre San Agustín y la Edad Moderna.

Francia, Inglaterra, Italia son los primeros países en que se hace con continuidad filosofía en la lengua viva, muchos años más tarde, Alemania. Es significativo que Leibniz, a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, no escribe todavía en alemán, pero sus obras principales y más representativas son francesas y no latinas; es decir, aun sin usar su lengua propia, se adscribe al mundo de las lenguas vivas, prefiriendo una ajena, pero próxima, al latín del mundo abstracto de la cultura pretérita. Wolff y -ya creadoramente- Kant ejecutarán la operación de instalar laFilosofía en la lengua alemana.

Inglaterra, por su parte, que mientras había cultivado el latín había sido simplemente parte de «la Cristiandad o Europa» (para usar la expresión de Novalis), tan pronto como empieza a hacer filosofía en inglés se segrega del torso continental europeo y hace filosofía en muchos sentidos «disidente», actitud que ha perdurado hasta hoy.

En cuanto a España, la máxima parte de su filosofía, y desde luego la más valiosa, se había hecho en latín: Luis Vives, Francisco Suárez. Es decir, la interpretación filosófica española del mundo no se ha intentado hasta nuestro siglo. En este sentido, toda la filosofía, hasta el siglo XIX inclusive, ha sido «recibida» para los hombres que hablamos español, lo cual quiere decir en alguna medida «escolastizada» -sea cualquiera el contenido de esa escolástica-. La intelección plena de una filosofía sólo puede lograrse en la lengua en que ha sido pensada y escrita, y si esa lengua no se conoce, se permanece siempre marginal a esa forma de pensamiento. Pero la posesión, la apropiación de esa filosofía, sólo puede ejecutarse en la lengua propia, insertándola en la instalación básica lingüística sobre la cual ha de superponerse toda interpretación doctrinal. No se puede entender plenamente a Aristóteles si no se lo lee en griego, pero un hombre de lengua española no puede hacerlo suyo más que repensándolo en español, con palabras y giros de esta lengua. Esta es la doble condición, aparentemente paradójica, frente a la filosofía originariamente ajena.

Para ello es menester, naturalmente, que se pueda formular esa filosofía en la lengua propia; lo cual no es obvio, ni en muchos casos posible: la supuesta posibilidad de «comunicación» universal entre lenguas cualesquiera no pasa de ser un pensamiento desiderativo bastante demagógico. Tal vez «en principio» eso sea posible -al menos entre lenguas de cierta complejidad y afinidad a la vez-; pero para que llegue a ser real hay que crear las posibilidades filosóficas en una lengua dada.

Esto fue lo más valioso de Feijoo y otros ilustrados del siglo XVIII, en España y en América; o de los krausistas desde Sanz del Río y Giner, en el siglo XIX, que recibieron y de alguna manera adaptaron la forma del pensamiento alemán, nunca aclimatado antes en nuestra lengua. Pero no lo hicieron creadoramente, y no consiguieron una auténtica lengua filosófica española. Sólo la función creadora puede lograr la asimilación eficaz de la cultura ajena, incorporándola a la germinación de una propia, rigurosamente original. Esta empresa es la que llevaron a cabo Unamuno sin acabar de quererlo y casi a pesar suyo, Ortega deliberadamente y con excepcional genialidad.

En Unamuno se dio la convergencia de su preocupación filosófica constante, su inmersión en las filosofías de otras lenguas, con sus fabulosas dotes lingüísticas y literarias en español. Aunque no pretendió hacer filosofía, vivió en español la filosofía, tuvo que repensarla, la agitó en el fondo de su alma, instalada, anclada, en la lengua española.

Ortega hizo mucho más: filosofar creadoramente, desde el torso de la tradición intelectual íntegra de Occidente, en su lengua propia, sumergido en ella, ensayando sus posibilidades denominativas, expresivas, metafóricas, evitando hasta el límite de lo posible todo tecnicismo, todo neologismo, buscando palabras de la lengua, no «términos» definidos por una estipulación, para expresar las realidades descubiertas. De sus manos salió lo que nunca había existido: la lengua filosófica española, el repertorio de posibilidades para hacer filosofía en español.

Conviene advertir que este planteamiento está a cien leguas de todo «nacionalismo» -por el que hay que sentir, decía Ortega desde su juventud, «exquisito desprecio»-. Los europeos no pueden ser nacionalistas, precisamente porque son nacionales (el nacionalismo, que es la inflamación o irritación de la condición nacional, se queda para los que carecen de ella). Las naciones europeas son naciones de Europa -sociedades «de implantación» dije en La estructura social-, la cual las precede y preexiste, de cuya sustancia están hechas.

Análogamente, las lenguas europeas no son mutuamente ajenas, sino que han convivido siempre, en el área de Europa (por lo menos las lenguas románicas y germánicas de Europa centro-occidental). Han estado siempre en presencia han nacido en un suelo histórico condicionado por las culturas griega y latina, con la Biblia injertada, han dialogado durante toda su historia. Cualquier «separatismo» entre las lenguas de Europa es una traición a cada una de ellas, a su condición profunda.

Cada lengua europea es una entre las demás. Está hecha de referencia a las otras -y a sus orígenes- y sólo así se afirma en su peculiaridad. El que no "escucha" las demás lenguas y se recluye maniáticamente en la propia, no acaba de oirla, y se convierte históricamente en un provinciano. El filósofo occidental tiene que vivir en la herencia común, en la tradición, dos veces y media milenaria, de la filosofía, y nutrise de ella si quiere ser él mismo. Pero para crear, para tener su propia filosofía inevitable, para llegar de verdad a saber a qué atenerse, necesita retraerse a su intimidad, Y la única intimidad lingüística es la lengua propia, aquella en que se está «en casa». Viniendo de las lenguas occidentales en su convivencia, histórica efectiva, el filósofo tiene que llegar al núcleo personal de su lengua para descubrir la realidad desde sí mismo, es decir, desde su propia perspectiva irreductible, desde aquella forma lingüística única en que puede decirse a sí mismo con plenitud de sentido. La cultura española -y las hispánicas nacidas de ella, trasladadas a otras circunstancias, con otros ingredientes, pero dentro de la misma envolvente instalación lingüística-, a pesar de ser una de las más creadoras e ilustres de la historia, ha sido incompleta en un sentido muy preciso: no ha llegado a tiempo a su expresión filosófica adecuada. No es, ni mucho menos, una excepción; al revés, son excepcionales las culturas nacionales que han alcanzado esa plenitud, pero las demás han sido «penúltimas» o han vivido «apoyándose» -si vale la expresión- en otras. En la cultura de lengua española esto ha sido particularmente grave, por varias razones que es menester considerar.

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