Una cuestión constitucional
Catedrático de Teoría del Estado de la Universidad de Barcelona
Si la Constitución española de 1978 ha de alumbrar un Estado democrático, basado en la autonomía política u autogobierno de unos ciudadanos «situados» en las nacionalidades y regiones que integran España, debe distribuir las competencias estatales, no sólo en virtud de la tradicional división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), sino entre las tres instancias territoriales: órganos generales del Estado; órganos -no menos estatales- de las nacionalidades y regiones y órganos de las entidades locales.
De ese modo, las nacionalidades y regiones deberán contar con parlamentos o asambleas legislativas y conjuntas, consejos o gobiernos, encargados de dirigir la política regional y ejecutar las leyes, así como órganos jurisdiccionales propios. El cuadro de competencia tendría, por su parte, una división relativamente sencilla dentro de la complejidad que la moderna Administración estatal ofrece.
Constitucionalización de las competencias
En primer lugar, la Constitución debiera concretar al máximo las materias sobre las cuales las Cortes generales del Estado deberán legislar en exclusiva y cuya ejecución corresponderá a la Administración central Asimismo deberá especificar las competencias exclusivas -en cuanto a legislación y ejecución- que corresponden a las regiones y nacionalidades autonómas. En tercer lugar, debiera concretarse el conjunto de materias que por su especial complejidad y alto número resultan ser un Estado moderno de inevitable competencia compartida entre los órganos centrales y los autonómicos. A su vez, este amplio lote de materias permite una subdivisión -ya clásica- en cuanto a su asignación a los diversos órganos citados.
Cabe asignar a las Cortes generales, la legislación exclusiva y a los órganos autónomos la ejecución de ciertas materias. Cabe que los órganos autonómicos desarrollen legislativamente y ejecuten una legislación de bases aprobada por las Cortes generales. Y, en fin, cabe asimísmo que las regiones y nacionalidades ejecuten autónomamente determinada legislación de Cortes.
¿Quién aprueba los estatutos autonómicos?
El que todo este conjunto de materias aparezca especificado en la Constitución es de importancia capital porque es la puerta que se abre a la resolución de delicados problemas posteriores, como es, entre otros, el proceso mismo de autonomización a través de la aprobación de los estatutos de autonomía. En efecto, si la Constitución define y carantiza cuáles son las competencias que las regiones y nacionalidades pueden incluir en sus estatutos de autonomía, las asambleas estatuyentes si se admite el neologismo? son soberanas" para decidir cómo organizarán su autonomía, dentro del espíritu democrático de la Constitución y qué competencias deciden asumir dentro de los límites trazados por aquélla. De ese modo, el primer acto de lógica autonómica es elaborar y aprobar el estatuto libremente. La posterior aprobación de las Cortes no sería más que una ratificación formal del órgano legislativo general del Estado. En todo caso habría que arbitrar el «procedimiento para que un tribunal de garantías constitucionales juzgara la constitucionalidad o no de los estatutos autonómicos, pero, en principio, los parlamentarios no podrían modificarlos una vez aprobados por las asambleas de las nacionalidades y regiones, ya que tal modificación escaparía, constitucionalmente, a sus competencias.
Si esta importante cuestión se resuelve -y por eso es tan decisiva la lucha por una racional distribución de las competencias del Estado en el texto constitucional- se habrá evitado la inestabilidad del experimento autómico, propia de la Segunda República, debida en parte a la pilatesca actitud constituyente de reenviar la resolución de cada estatuto (es decir, su modificación posible) a las mayorías parlamentarias coyunturales.
Ajustarse a las posibilidades actuales
Si se logra que la Constitucióngarantice un amplio y prudente marco de competencias autonómicas, y la aprobación, prácticamente automática, de los estatutos que con libertad se den las nacionalidades y regiones, cada una de ellas habrá podido decidir, sin menos cabo del Estado común, qué ámbito autonómico asume según sus posibilidades actuales. Lo cual. no impide que, en su día, y por el mismo procedimiento, los estatutos puedan reformarse, ampliando o reduciendo dicho ámbito según aconseje la experiencia. No acaban aquí los problemas técnicos de trascendencia política con los que habrán de enfrentarse los parlamentarios constituyentes. Está el famoso tenia del «mapa regional» y el, sin duda decisivo, de las haciendas regionales: con qué se va a pagar la autonomía, es decir, la transferencia de recursos, sin la cual todo lo dicho hasta ahora es puro flatus vocis.
La necesidad de dar un tratamiento unitario a las autonomías políticas de las. nacionalidades y regiones españolas es la causa de que en la Constitución aparezca una definición de las mismas, aunque no se especifique cuáles se consideran nacionalidad. Ese es el caso de Alemania Federal y de Italia, por ejemplo. La Constitución española de 1931 se limitaba a exigir unos requisitos para que las regiones que los reunieran pudieran solicitar de las Cortes la aprobación de sus estatutos respectivos. En realidad, la Constitución no hacía más que consagrar la fórmula pactada entre el Gobierno provisional y Cataluña para que ésta se diera con anterioridad su propio estatuto.
Creo que existen diversas fórmulas para que los ciudadanos o sus representantes puedan constitucionalizar la existencia de unas determinadas regiones e incluso rectificar (de acuerdo con la Constitución) el mapa que ésta haya consagrado. No me extenderá en la cuestión y sí me, permitiré recomendarle a la ponencia constitucional de las Cortes que no haga de ella un motivo de aplazamiento de otras cuestiones más importantes. Tan sólo insistiré -para los que recelan del supuesto uniformismo del principio autonomista generalizado- en que, hoy, ninguna nacionalidad o región de España está en condiciones de gozar de autonomía si la opinión pública,. los llamados «poderes fácticos» y la Constitución misma no comparten la idea de que la autonomía es un principio general democrático que iguala jurídicamente a todos los ciudadanos, sea, cual sea su región o nacionalidad, sin que por eso -como he dicho más arriba- cada unidad de autogobierno sea menos libre de asumir las competencias que crea oportuno.
Mucho más grave me parece que la Constitución no garantice la financiación de las autonomías, Técnicos tiene la materia para que yo me inmiscuya en lo que, por desgracia, no domino. Pero quien en nombre de la soberanía fiscal del Estado y de ciertas doctrinas hacendísticas, deje sin resolver la fuente misma de las autonomías cometerá un peligroso error. Búsquese la fórmula técnica más operativa y justa, pero que pueda ponerse en marcha al mismo tiempo la efectiva gestión de los asuntos residuales propios y la eficaz solidaridad económica entre todas las nacionalidades y regiones. La experiencia centralista de los últimos anos no ha redistribuido en absoluto la riqueza nacional, como todos sabemos, sino que, por el contrario, ha ahondado (según la lógica capitalista de concentración selectiva y rentable) las diferencias entre las regiones y ha empobrecido aún más a algunas de ellas.
Las preautonomías
El ejemplo de Cataluña, reivindicando un régimen preautonómico mientras llega la puesta en vigor de su posible estatuto, parece haber abierto una escalada de reivindicaciones semejantes por parte de otras nacionalidades y regiones. El Gobierno Suárez ha sido hábil a la hora de justificar tal «concesión» a Cataluña, pero tal vez persiste el fantasma del privilegio, y por eso el propio Gobierno puede estar interesado en generalizar lo que ha sido una multitudinaria y clamorosa exigencia del pueblo catalán.
No sería consecuente con lo que vengo sosteniendo en esta serie de escritos si me opusiera (¿en nombre de qué?) a la proliferación de regímenes preautonómicos. Tampoco en esto Cataluña ha buscado privilegio alguno y sí dar ejemplo de concienciación democrática, si es que hacía falta, cosa que no creo. Todo lo que sea preparar con tiempo la infraestructura organizativa y la movilización técnica necesarias para que, al día siguiente de la autonomía, ésta empiece a funcionar lo más correctamente posible me parece de sentido común político indudable. No vale la excusa de que en algunas regiones es el mismo Gobierno el que quiere hacerse con el proceso autonomizador para que no se le escape. Castilla, o Extremadura, o Murcia padecen suficientes problemas como para que cuanto antes haya de ponerse en pie su gente y se den los primeros pasos para su resolución. No sólo el partido del Gobierno, sino todos los partidos están llamados a esta tarea, demostrando que la autonomía política es una exigencia natural de cuestiones tan graves como localizadas, tan regionales como de Estado. Y por si alguien sospecha que Cataluña ha inaugurado un precedente que condiciona a los constituyentes diré que el contenido -típicamente constitucional- de competencias legislativas y de gobierno de la Generalitat provisional es prácticamente nulo, y lo alcanzado se ha hecho de acuerdo con la legalidad franquista, hábilmente aplicada. Cataluña quiere para ella y para los demás pueblos de España algo muy distinto. Pero como arranque organizativo, como reconocimiento de un principio democrático del Estado español, tiene de sobra.
Servidores del Estado
Unas palabras finales dirigidas a los sujetos prácticos más importantes de la futura autonomía política de las nacionalidades y regiones de España: a las personas que la harán diariamente posible y a las que la garantizarán en última instancia. Me refiero a los funcionarios civiles y militares del Estado.
Lo que estos servicios del Estado piensen respecto al tema autonómico es vital para el país y para la democracia. Si ven en las autonomías -según herencias viscerales- un principio de disgregación del Estado, no sólo no las servirán lealmente, sino que las erosionarán o suprimirán, siempre que puedan hacerlo. Pero, si, por el contrario, creen que, sirviéndolas, sirven al Estado del mejor modo, y, con él, a la España común y democrática que todos los ciudadanos tenemos la obligación de construir, entonces habrán enterrado el viejo fantasma de la desunión y estarán edifican do, según su más profundo deber, una Administración pública verdaderamente próxima a la gente y dadora de justicia. Esta serie de artículos han sido escritos con la mirada puesta muy especialmente en estos servidores del Estado que son sus funcionarios. Al escribirlos he creído cumplir también, sencillamente, con mi condición de tal.
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