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Tribuna:Autonomías regionales / 3
Tribuna
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Una cuestión de estructura estatal

Catedrático de Teoría del Estado de la Universidad de Barcelona Mucha reflexión va a hacer falta ciertamente para reflejar en el máximo texto normativo de nuestro ordenamiento jurídico, regulador de las instituciones del nuevo Estado democrático, la realidad viva de la pretensión autonómica de, prácticamente, todas las regiones y nacionalidades que integran España. El primer punto conflictivo entre los actuales ponentes y, sin duda, entre los miembros de la comisión constitucional y los parlamentarios todos, estriba en si las autonomías regionales serán administrativas o políticas. Ya sabemos que la tradición española cuenta con dos modelos distintos y en cierto modo enfrentados Para decirlo de modo esquemático: la derecha sería contraria a la autonomía política y la izquierda, favorable a ella.Por lo que se deduce de la información periodística, Alianza Popular y UCD se inclinan por la mera descentralización administrativa (vía mancomunidades provinciales), pero no pueden obviar las propuestas políticas de Cataluña y País Vasco. Para ellas cabría un tipo particular de estatutos autonómicos y un marco de competencias, «negociadas» de modo pragmático. La Constitución regularía cuidadosamente el conjunto de controles que habrían de impedir veleidades autonómicas, consideradas excesivas. El argumento justificador sería, como siempre, aplacar los recelos tradicionales de quienes siguen viendo en la autonomía vasca y catalana un primer paso hacia el separatismo.

Por el contrario, el PSOE y el PCE, así como los socialistas y los comunistas catalanes, pretenden la autonomía política de todas las nacionalidades y regiones por igual, dentro de la unidad del Estado y la solidaridad de sus pueblos. A su vez el centrismo vasco y catalán, con espíritu práctico, no quiere hacer depender la autonomía política de sus nacionalidades de un enfrentamiento irreductible entre la derecha y la izquierda y estaría dispuesto a hacer concesiones en cuanto al régimen general de las autonomías siempre que se les asegure un autogobierno ceñido a las competencias que de hecho se negociarán entre los grupos parlamentarios.

Las nacionalidades

En mis anteriores comentarios he dejado bien claro cómo no puede haber hoy en España una democracia plena sin el reconocimiento constitucional dé que todas las regiones y nacionalidades pueden reivindicar su autonomía política dentro del Estado común sin por eso incurrir en secesión o separatismo. De esto depende nada menos que la paz y la estabilidad de nuestra patria. De la lucidez y el patriotismo de la democracia y de la izquierda depende que tan fundamental problema se resuelva positivamente.

Una cuestión conexa con la anterior y que sirve de pretexto para no llegar a un acuerdo es el vidrioso punto de las nacionalidades. Este término nefando para la derecha -la cual se escuda en los sentimientos del Ejército- se presta, ciertamente, a malentendidos pero puede demostrar científicamente, en otra ocasión, que en nada atenta a la unidad nacional del Estado español y que no se utiliza con tal finalidad en ningún momento por sus partidarios. El único problema práctico consiste en definir constitucionalmente qué regiones históricas son nacionalidades y cuales no. Pero tal problema se obvia si la Constitución -que no tiene por qué entrar en tal definición- no las concreta. Al fin y al cabo la posible conciencia de nacionalidad pertenece a los diversos grupos humanos que integran la común nación española, y ésta es la que va a darse la Constitución, no las nacionalidades, que las cuales, sólo aspiran a un estatuto de autonomía política dentro de los límites de aquélla.

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La estructura del Estado

El siguiente problema consiste en saber si la Constitución va a considerar el principio autonómico político como una posibilidad de las regiones no forzosamente contraria a la estructura del Estado, simplemente compatible con ella o elemento consustancial de la misma. La tolerancia resulta más propia de una concesión a algunas regiones «conflictivas» y sería un privilegio, aparentemente logrado por la presión y el «chantage». La compatibilidad (fórmula de la Segunda República) se presenta como una vergonzante concesión también, un mal menor, y, sobre todo, jurídicamente hablando como una dualidad de principios (el estatal y el autonómico) que contradice paradójicamente la pretendida unidad del principio de Estado. Mi personal participación a título consultivo en los prolegómenos constituyentes se ha orientado sin reservas en favor de la fórmula integradora: el poder del Estado es uno y se ejerce a través de sus órganos centrales y de los que corresponden a las regiones y nacionalidades autónomas. Los estatutos de cada una de ellas forma parte del ordenamiento jurídico del Estado español. El Estado actúa a través de todos sus ciudadanos y en los diversos marcos territoriales que la Constitución reconoce y garantiza. Este es el único reconocimiento jurídico posible de la unidad de un Estado plurinacional y plurirregional.

¿Estado federal o autonómico?

Queda, por último, otra cuestión fundamental por resolver. Cuando se habla de autonomía política ¿se está propugnando -como puede parecer por todo lo que he dicho en anteriores artículos- la Constitución de un Estado federal?

La izquierda española se ha proclamado federal y también lo hicieron en su día el centrismo democristiano y los nacionalismos periféricos de origen burgués. Pero ha resultado evidente la paradoja federalista consistente en que, al ser el federalismo europeo y americano un movimiento centrípeto de gradual unificación de unidades históricas (sin que por ello éstas pierdan todos sus rasgos significativos) un Estado federal español, hoy, recién salido del uniformismo centralista, podría quedar reducido a una copia formal del ya muy centralizado régimen federal concreto. Lo que hoy se precisa es construir de abajo arriba un Estado descentralizado y democrático, que devuelva la capacidad de autogobierno a los ciudadanos en el marco inmediato de sus regiones y nacionalidades históricas asfixiadas. Por eso, el verdadero proceso federalizador (es decir, unitario) debe empezar por las autonomías reales, por la distribución de los órganos del Estado (parlamentos, gobiernos, administraciones, etcétera), entre sus entidades históricas básicas. Se aspira, pues, a un futuro Estado federal, pero auténtico: tan descentralizado como unitario.

La Constitución española, por tanto, no va a consagrar, un Estado federal tan semántico como el de la URSS o el de algunas repúblicas suramericanas. Si la derecha fuese más sutil habría reivindicado e impuesto esa fórmula ficticia, desarmando formalmente a la izquierda. Pero ni siquiera con el nominalismo se ha atrevido. Tampoco la izquierda se ha conformado con las resonancias históricas de la tradición democrática española. Las autonomías políticas de todas las nacionalidades y regiones españolas, si se nutren efectivamente de las competencias que cada una de ellas se vea con fuerzas de asumir al servicio de la solidaridad común de todos los españoles, es el mejor federalismo por lo que tiene de real autogobierno. La RFA y el Estado regional italiano, como modelos, quedarían algo rezagados si nuestros constituyentes fueran capaces de elaborar un cuadro de distribución de competencias del Estado que fuera al mismo tiempo realista y de profunda ambición democrática. Pero de esto hablaremos en un próximo y último artículo.

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