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Pornocracia

Las antesalas de los dentistas, de los oculistas, de los médicos en general, no suelen ser muy agradables. Va cada paciente a la consulta con su propio problema sobre la jiba y se encuentra con otros ejemplares de humanidad averiada, silenciosa y triste. Hay que hacer turno, sin resignación, con los nervios alterados. Después de mirar a las paredes, decoradas con mejor o peor gusto, echa el espectador la vista a la mesilla central, donde hay unas publicaciones puestas allí para alivio de los que hacen la espera. No son diarios en general: sí, revistas, más o menos atrasadas que dan idea de los usos y costumbres del tiempo. Para el solitario, abstraído y apartado del mundo y de sus pompas, no suelen resultar muy atractivas. Abre una, la más seria, y se encuentra con artículos doctrinales. Pasa por ellos rápido y a la vuelta de unas hojas halla un desfile de personajes por los que tiene cierta prevención, pontificando, adoctrinando también: los pensamientos no le parecen muy originales, profundos y rectos y empieza a desear con impaciencia la hora en que te raspen la caries o te metan la jeringa en el bracito. Deja las revistas serias. He aquí otra que empieza ofreciendo la portada un grupo de muchachas en paños menores rodeando a un melenudo pisaverde: ídolo del momento. Siguen las confidencias de una mamá divorciada y después un reportaje de la boda de la niña de los señores de tal con el niño de unos condes. Mucha foto con caballeros con trajes de guardarropía, espadines, etcétera, y damas con mantillas españolas. ¡Adelante, ya que la enfermera no llega! Le toca la vez a un cantor de estos «alcachofistas» que, si no fuera por el invento de tan nefando aparato, no podría emitir más que leves maullidos. El que espera es un poco melómano. Tiene un gusto marcado por el estilo «perruque», que decía Stendhal (más de la época de las pelucas pequeñas que de las grandes). Piensa en la ininteligibilidad del mundo circundante y en que no hay, discos de Cimarosa en el mercado. Pasa rápidamente sobre la sección de inmobiliarias con anuncios de otra cosa híbrida a modo de ervatz, llamada «piso-chalet». Ahora esta ya plenamente ante la sección de desnudos o de partes desnudas y partes cubiertas. Se acuerda primero de una canción decimonónica andaluza llamada Las ligas de mi morena. Pero, de repente, le viene a la memoria aquel tiempo temible de los trajes de baño a rayas que daban a los bañistas aspecto de cebra, tiempo en que los municipales usaban del doble decímetro para poner multas. Lejos, muy lejos quedan pero él, que tiene la revista ante sus cansados ojos ha vivido durante ellos. Aquella gazmoñería beatil le daba asco. Es evidente. ¿Quiere decir esto que la socialización del desnudo en imágenes le guste? No. Enfrente tiene una dama cincuentona, con botas como de mosquetero, que en otra revista contempla inquisitivamente otras imágenes de gentes en cueros. El observador no adivina qué consecuencias está sacando la dama de contemplación semejante. En las antesalas de los médicos no se llega a ver revistas pornográficas: pero sí las hay que nos dan la iniciación. Como si estuviéramos con el Gradus ad Parnassum en la mano. Hay otras en que la pornografía domina junto al chisme político. La sátira política, la pornografía han ido unidas con frecuencia, desde la época de Aristófanes por lo menos. Esto es debido, sin duda, a que la política y la obscenidad son dos cosas vitales en la vicia social. Las sociedades cristianas llegaron a considerar como un enorme v punible pecado el de escribir, pintar y divulgar o poseer cosas obscenas. Los grandes estados intentaron siempre amordazar a los temperamentos satíricos. Expresiones de la represión en los dos sentidos se dieron durantes las primeras décadas del pasado régimen, cuando la idea de la diferencia entre lo temporal y lo eterno se borró de las cabezas de muchos, porque vivíamos, sin tener que leer al padre Nieremberg, bajo la sensación de una desagradable eternidad. Mas he aquí, de repente, viene el destape o desmadre y he aquí también que el español eterno, mondo y lirondo, del que nos hablan nuestros sabios, pasa de ser un hombre de apariencia sombría y severa, mitad monje y mitad soldado (pero con cierta afición al dinero también), a abandonar su aire postridentino y castrense y luego ya se dedica libremente a dar cabriolas, en paños menores, con su distinguida compañera.

Estamos aquí y ahora; en esta época en que se multiplican las revistas porno - político - sociológico - económico - musicales - cómico - lírico - bailables. Todo lo cual podría reducirse a PPSEMCLB, que es una abreviatura como otra cualquiera.

¡Qué mutación es ésta! No creo que haya biólogo capaz de explicarla.

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Pero, como decía el fraile que compuso la «Crotalogía» o «Arte de tocar las castañuelas», lo principal es tocarlas bien, y en esto de la pornografía habría que exigir un poco más de calidad: como, por supuesto, habría que exigirla también en los comentarios políticos y sociológicos y en el uso de la alcachofa musical. Los ingenieros suelen tener -a lo que parece- unas misteriosas oficinas y laboratorios en que se realzan controles de calidad de los productos, y yo creo que esta práctica se debía imponer también a otras profesiones y actividades y, por supuesto, a los que pretenden poseer e imponer una fuerza pornocrática, que puede llegar a ser una fuerza más, una fuerza como cualquier otra, en el palenque político. Para esto había que crear un jurado de hombres (y de mujeres, por supuesto) que examinaran con severidad y rigor todos los materiales obscenos que se pretendan publicar, desde el punto de vista estético. Nada de cánones chabacanos como los aplicados en cualquier mercadillo holandés o dinamarqués, sino los obtenidos mediante el severo estudio de Aristófanes, Petronio, Marcial, Boccaccio, el Aretino, etcétera, hasta llegar a Apollinaire y otros pornógrafos modernos de nota. En España andamos mal surtidos. Nuestra pornografía ha sido, por lo general, muy triste y desgarrada: pero, en fin, algo hay. El control de calidad superaría, con mucho, los efectos de la vieja y desacreditada censura. También al tratarse de política, sociología y otras actividades importantes que comen nuestra atención. Todos saldríamos beneficiados con que las imágenes y textos pornográficos o seudopornográficos se depuraran. Sobre todo los viejos y los enfermos, porque así, en las antesalas de los galenos, no llegaríamos a desear la hora de ingerir la papilla, de abrir la boca ante el aparato amenazador o de ponerse in puribus ante la pantalla, para que nos saquen fotos de interioridades que tienen siempre muy poco que celebrar, aunque se tratara de las de la Venus de Milo o el Apolo de Belvedere.

Estaríamos sumidos en una decorosa placidez. En fin. Termina la meditación. Sale el observador de la consulta. Vuelve a la soledad del estudio bastante molido, como Don Quijote después de una aventura, y pone un disco para distraerse y consolarse. El observador de viejo se ha hecho wagneriano. El disco suena. Una voz vibrante dice

Wahn! Wahn!

Uberall Wahn!

¡Locura, locura, locura por doquier!

¡Estamos buenos! Pero no, no exageremos. ¿No será acaso más bien un poco de tontería la que priva?

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