La reforma fiscal / 1
AL PRESENTAR ante el Congreso las medidas fiscales de urgencia, el ministro de Hacienda afirmó que no se trataba de «un mecanismo de cosmética social», sino de «una parte del cambio institucional necesario Para orientar la sociedad española». De cuando a un lado el Impuesto Transitorio sobre las Rentas del Trabajo Personal (que tiene sólo una finalidad recaudatoria) y el apoyo fiscal al empleo (que en las actuales circunstancias no va a inducir -la creación de nuevos puestos de trabajo), lo más destacable de la nueva ley es el Impuesto sobre el Patrimonio de las Personas Físicas, que permitirá al fisco contar con esa radiografía de los contribuyentes que una inspección eficaz necesita, y la definición del delito fiscal y el levantamiento del secreto bancario, sin el cual la reforma resultaría inviable.A pesar de la amnistía fiscal que izquierdas y derechas de consuno han colado por la puerta de servicio, es un buen comienzo. Pero hay también que indagar el paradero de esa reforma fiscal que el Gobierno había prometido enviar a las Cortes antes del 30 de septiembre, y de la cual casi nadie sabe casi nada en el día de hoy.
Si la razón de ese retraso fuese el propósito de medir cuidadosamente todos y cada uno de los pasos de la reforma, no habría mas que alabar al Ministerio de Hacienda. En efecto, un enfoque demagógico o apresurado de las nuevas medidas tendría consecuencias muy negativas, en una economía caracterizada por la extremada sensibilidad de los principales sectores económicos ante los cambios fiscales que se avecinan.
Aunque se conoce muy poco del estado exacto de los trabajos en curso, parece que nuestro Ministerio de Hacienda quiere inspirarse en los sistemas basados en los impuestos sobre la renta de las personas físicas y las sociedades. El principio parece bueno, sobre todo desde el punto de vista de la eliminación de injusticias, pero ofrece riesgos en la medida en que España es todavía un país con problemas de desarrollo. Porque sería peligroso abandonar el enfoque impositivo que aconseja gravar más al que más consuma, a fin de favorecer el ahorro y la inversión.
Los principios que deben informar toda reforma fiscal seria son la sencillez, la equidad y la eficiencia. Los sudores de todo buen contribuyente al rellenar la declaración sobre la renta son buen ejemplo de lo difícil que resulta cumplir con el primer requisito. La equidad significa que el contribuyente debe ser gravado de acuerdo con su capacidad de pagar. Esta formulación tan sencilla tiene, sin embargo, dos consecuencias complicadas: de un lado, los contribuyentes más ricos no sólo deben pagar más que los pobres en términos absolutos, sino que han de soportar, además, una proporción mayor de la carga fiscal; por otro, les contribuyentes con rentas iguales deben pagar idénticos impuestos, sea cual sea el origen de sus ingresos, aunque algunos argumenten que no deben equipararse las rentas nacidas del trabajo con las que provienen de la propiedad. Por último, el principio de eficiencia trata de lograr la neutralidad económica del impuesto. Es este un principio difícil de incorporar en la práctica; en el caso español, el desafío más claro es el argumento demagógico de que debe gravarse menos el consumo que el ahorro y la inversión, con olvido de que la corriente futura de renta que éstos generan volverá a ser gravada en sucesivas ocasiones.
La plasmación concreta de esos tres principios en un entorno socio-económico determinado no es una tarea fácil, y tampoco la solución adecuada de las incidencias de esa reforma sobre las variables económicas a las que se decide favorecer o penalizar.
En el contexto de la España de 1977-78, el primer problema es la inflación. La incidencia del fenómeno inflacionista sobre el sistema impositivo es de primera magnitud. No sólo porque modifica la distribución original de la carga impositiva diseñada por el legislador, sino porque también discrimina negativamente las rentas controladas por la Administración, en favor de las menos controladas, muchas y muy importantes en nuestro país. Los españoles más perjudicados son los contribuyentes sometidos. a impuestos a cuenta (rendimiento del trabajo personal, por ejemplo) y el escaso número de ciudadanos que declara en el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas. La razón es que, mientras se elevan los tipos efectivos aplicados a unas bases impositivas crecientes en pesetas corrientes,(pero constantes en pesetas reales), las desgravaciones -la de tipo familiar es un buen ejemplo son fijas. Sería justo que el reformador tuviera en cuenta esta circunstancia y fijara tipos más bajos y realistas, que debilitaran los especiosos argumentos justificadores de la evasión fiscal.
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