Los conciertos
El domingo por la mañana estuve en el concierto del Retiro. Es una cosa a la que hay que ir. Dudaba entre el congreso de Fuerza Nueva y el mitin de Tamames en Las Rozas, pero al final —siempre ecuánime, y eso me pierde —opté por la música municipal y dominical, que no compromete a nada y es como una socialdemocracia filarmónica para gentes que son socialdemócratas sin saberlo.
La cosa empezaba a las doce menos cuarto y el maestro Ignacio Hidalgo estaba una vez más al frente de la Banda Municipal. Con Franco, los domingos por la mañana los pasábamos en el Rastro, aprovechando las sobras de ese cambalache con el patrimonio nacional, que a veces denuncian los memoriones de este periódico. Entre tanto metesaca de cuadros y retablos, siempre llega a la resaca Jominical del Rastro un angelote barroco o un cura de pueblo con una Inmaculada de Murillo que él no sabe que es de Murillo.
Pero ahora el Rastro se ha politizado, se ha ideologizado, se ha incontrolado, y los ultras se pasan allí la mañana trabajando el epigastrio de los progres a patadas, y para cuando quiere llegar Martín Villa a poner paz, son ya como las dos y media de la tarde, el toro de la reyerta se sube por las paredes y a todos se nos ha pasado la paella, hombre. O sea que al Retiro.
En el Retiro, sembrado de monedas de octubre que los árboles reparten como hojas de oro entre los niños de derechas, la música de Soutullo, de Rossini, de Ponchielli, de Albéniz, de Guerrero, de Giménez. Dulces maestros menores que han perfumado la vida de toda una mesocracia española, arrastrada a veces por himnos levantiscos de derechas o de izquierdas, pero que siempre vuelve a este paraíso pobre de Retiro, a estos aires musicales de una sensibilidad secundaria y democristiana.
—Es el último concierto de la temporada de otoño— le dice una viuda con viudedad del Catastro a una viuda con viudedad de la Confederación Hidrográfica.
Si se ha dicho que el sexo es la ópera de los pobres, estos conciertos del Retiro son la ópera de los pobres viudos y de las pobres viudas, de una gente bien que lo pasa mal y de una buena gente en general, con la que tendrían que acertar Carrillo, Felipe, Tierno, Fraga, Suárez, como acertaron Soutullo, Rossini o Albéniz.
A la clase media ya se sabe qué música le gusta, desde la zarzuela a los descriptivismos de Rims-ky-Korsako, pero a la clase media no se sabe qué política le gusta, porque no le han dejado decirlo. Algo dijeron el 15 de junio, pero, según los sondeos previos a los sondeos previos, parece que ya están cambiando de opinión para cuando las municipales. Fraga, por ejemplo, quiso ser el Kaciaturian sonoroso del franquismo arrastrando al personal con marchas heroicas, pero en las papeletas se vio que la gente ya no iba a esos conciertos. Carrillo fue el Rossini que les traía aires y danzas del eurocomunismo italiano, mas apenas si unas cuentas parejas salieron a bailar la novedad. Felipe, muy en maestro Guerrero, les hizo un socialismo de zarzuela que les sonaba a cosa conocida y popular: por eso le votaron. Tierno se equivocó de orquesta, olvidó que se trataba de la Banda Municipal y subió al templete electoral o quiosco de la música con un aria de Bach para piano y Montesquieu. Le aplaudieron poco.
Suárez empezó a la briosa manera de Falla, pero pronto se quedó en Albéniz, y luego se le embarullaría la partitura con los aires del grupo Vino Tinto, hasta que la danza del fuego en que ardía el franquismo degeneró en un habla-pueblo-habla con Rafael Ansón de puericantor. Los otros, los que optaron directamente por himnos guerreros y canciones de gesta, se quedaron solos en su derecha o en su izquierda, y ahora el dulce personal de los domingos, resignado una vez más a que la democracia sea cosa de enterados y abonados del Teatro Real, vuelve a los conciertos matinales del Retiro y sabe que el maestro Ignacio Hidalgo es el único que no engaña. El domingo por la mañana, en el Retiro, había un clima resignado y sonriente de que en la democracia, como en la dictadura, la música es lo único que se da gratis. Y que no falte.
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