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Manos a la obra

En los últimos días, el Congreso y el Senado han aprobado sus Reglamentos y pueden funcionar normalmente. Se ha aprobado la ley de Amnistía, que parecía condición para borrar los últimos restos de los largos años de discordia. (No se ha aprobado por unanimidad, porque ésta sólo existe en los Estados totalitarios, es decir, allí donde no hay «ánimo», ese viento que es la voluntad libre; pero ha habido un consenso suficiente para que quedase claro que los que opinaban otra cosa eran extremadamente minoritarios o se sentían descontentos de las imperfecciones de la ley, pero no del propósito general de reconciliación y doblar una serie de páginas tristes de nuestra historia para seguir adelante.)Antes que esto, los españoles habíamos conseguido tener una Monarquía legitimada dinástica y democráticamente, y que representa el gesto más innovador que hasta ahora se ha dado en nuestra vida pública. (El que lo dude, lea -en los periódicos que lo han publicado- el extraordinario discurso del Rey en Canarias el 12 de octubre, cuyo contenido puede ser el argumento del próximo decenio.) Teníamos también un Gobierno democrático, resultado de unas elecciones; habíamos tenido, naturalmente, elecciones libres, sin asomo de coacción, y por si fuera poco pacíficas y alegres; un acto que sirvió para reafirmar la convivencia entre españoles y no para herirla o resquebrajarla. Los partidos se han legalizado hace mucho tiempo y hacen su propaganda y hacen libremente sus propuestas. La primera autonomía que se ha formalizado y realmente ha querido lograrse está ya en marcha, y por cierto sin violencias ni fricciones, sin la menor amenaza a la unidad de España, con alegría en Cataluña, a la cual se han sumado casi todos los demás españoles. Se goza -porque al menos para mí es un gozo- de plena libertad de expresión, y al escritor ni se le pasa por la cabeza preguntarse si «le dejarán» decir lo que quiere (se entiende, si el Poder público le dejará, porque acaso tema que no se lo permitan otros poderes menores).

,Quiere decir esto que estamos en el mejor de los mundos posibles? En modo alguno. ¿Significa que no hay problemas y dificultades? El más cegato los ve por todas partes. ¿Es, al menos, que las cosas «van bien», que se hace «como se debe»? No tanto, no siempre. La situación en que estamos no es cómoda, ni segura, ni sólidamente próspera. Es otra cosa: una situación abierta, en la cual podemos hacer lo que queramos, con plena libertad para tomar en nuestras manos nuestro propio destino y conducir a España en la dirección que nuestra voluntad elija, siempre que la realidad objetiva lo tolere, es decir, siempre que se trate de nuestra voluntad efectiva y no de nuestros deseos -píos o, más probablemente, impíos.

Si alguien nos hubiese anunciado hace un par de años que a estas fechas España iba a estar en la situación que acabo de recordar sumariamente, hubiéramos pensado que los españoles iban a estar exultantes, en estado de contagioso entusiasmo colectivo -salvo los que querían eternizar la situación anterior- Pero si se repasa el conjunto de la expresión pública de España, salvo minúsculas excepciones no se advierte ni rastro de entusiasmo. Al contrario: casi todos los que hablan y escriben públicamente derraman acíbar y vinagre por todos los poros, se quejan constantemente, han adoptado una máscara permanente de descontento, que no se quitan ni para dormir, porque sus sueños parecen tener las mismas tonalidades oscuras. Hablaban y escribían con mucha mayor alegría en la etapa que quedó atrás (porque la inmensa mayoría lo hacían con regularidad entonces): uno se pregunta si es que tienen una incurable añoranza de aquellos tiempos, tan. próximos en el calendario, tan remotos ya en la realidad.

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No es que pida a los españoles que estén alegres, porque es mucho pedir, y sobre todo porque quizá no puede pedirse, ya que cada uno tiene su propio temple y sus motivos personales. Personalmente, creo que la alegría es un temple más fecundo, y que la tristeza, para serio, tiene que ser auténtica e irremediable, quiero decir no gratuita ni caprichosa, destilada en el alma por ciertas últimas cuentas con una u otra realidad. Pero siempre he creído que ni siquiera la tristeza exime del entusiasmo, como tampoco la desconfianza o la inseguridad. Entusiasmo escéptico, propuse hace muchos años, y a la vez propuse otra fórmula alternativa o más bien complementaria: melancolía entusiasta.

En todo caso, entusiasmo, matizado como se quiera. Y esto quiere decir apertura a la realidad, acometividad para enfrentarse con los problemas, acción histórica para superar las dificultades, capacidad de decisión, responsabilidad.

Esto es lo que se puede pedir a los españoles, lo que históricamente se pide de ellos, lo que tendrán que afrontar si no quieren avergonzarse de sí mismos. Sin ello, no tendrán derecho ni a quejarse de los males que les sobrevengan, porque los habrán dejado venir. No cabe duda de que se habían acostumbrado demasiado tiempo a preguntarse pasivamente «¿qué pasará?»,y a abrir el periódico o poner en marcha la televisión para ser informados de su destino, de lo que se había decidido hacer con ellos. (Es lo que pasa hoy en casi media Europa y en mucho más de la mitad del mundo, y son millones y millones los que ya ni conciben otra cosa.) Para nosotros, los timbres del despertar llevan casi dos años sonando, y esto quiere decir llamándonos a la tarea. Somos nosotros los que tenemos que hacer España. Nadie nos la va a Imponer; nadie tampoco nos la va a dar hecha, perezosamente, sin esfuerzo.

Esta es la otra cara de la cuestión. Tenemos vía libre para ir adonde queramos -repito, siempre que sea algún sitio adonde se pueda ir, y por tanto se pueda querer-; pero tenemos que querer y ponernos en marcha. Ya no hay excusa ni pretexto. Somos mayores de edad, responsables, dueños de nuestro destino; tenemos que ganarnos el pan -literal y metafóricamente-; tenemos que imaginar, inventar, proponer, persuadir, decidir entre todos, trabajar esforzadamente, asegurar el orden y la' convivencia, no dejar que nos quiten el suelo de debajo de los pies, rechazar a los que nos propongan campos de concentración, mordazas o drogas estupefacientes.

A mí, personalmente, esto me llena de entusiasmo. No es que esté encantado de cómo están las cosas -ni mucho menos-, pero sí de que los demás españoles y yo podamos intentar enderezarlas, potenciarlas, corregirlas, enriquecerlas, inventar otras nuevas y añadirlas a las que ya hay.

La quejumbre ya no tiene lugar. Es decir, sólo uno: hay derecho a quejarse si no le dejan a uno hacer las cosas. El periodista a quien no dejan escribir, el parlamentario a quien no permiten hablar o votar, el trabajador a quien no dejen trabajar, preteden y deben quejarse. Mientras los caminos de la acción civilizada estén abiertos, lo que hay que hacer es recorrerlos,- mientras haya libertades, lo único lícito es usarlas.

Pero hay que hacer una aclaración que casi da vergüenza tener que hacer. Algunos se quejan de que los españoles no hacen lo que ellos quieren; es decir, lo que quieren unos cuantos, una minoría, tal vez un puñado._Estos son los que de hecho -y lleven el disfraz que gusten- añoran el pasado, porque esto es lo que sucedía hasta hace dos años. No, no vamos a hacer lo que dispongan o dicten algunos de entre nosotros, sino lo que entre todos -y teniendo en cuenta a todos- decidamos. Dejando a los pocos que intenten persuadir a los demás y convertirse en los muchos; dejando que den su testimonio de discrepancia para todos los días del juicio próximo o final; pero decidiendo mayoritariamente el camino que va a emprender este viejo pueblo tan vivo, capaz de tantas cosas que ni siquiera imaginan los que no quieren enterarse de que va a poner, al fín, manos a la obra.

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