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Tribuna:
Tribuna
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El Ateneo

El otro día hablaba yo aquí de la necesaria democratización de la Editora Nacional, que es tarea que el señor Cabanillas debe llevar a cabo ya mismo, incluso antes de reunirse con Vargas Llosa, García Márquez y Carpentier, reunión que al parecer le tiene muy ilusionado. Bueno, pues habría que democratizar también el Ateneo.-¿Y qué entiende usted por democratizar, jefe?- salta el parado.

Sencillamente, dejar en libertad La democracia no es dirigir las cosas democráticamente desde arriba, sino renunciar a dirigirlas. El Ateneo de antes de la guerra fue la tribuna más libertaria y verídica de Madrid. Después de la guerra se convirtió en un centauro de academia de oposiciones y culturalismo franquista. En mis memorias literarias tituladas La noche que llegué al Café Gijón, libro que está a punto de salir, describo un poco el Ateneo de los últimos años cincuenta y primeros sesenta, aquel Ateneo llevado por Pérez-Embid con sus manos de superiora llenas de sortijitas.Se decía que era un Ateneo en poder del Opus, y lo cierto es que allí se tenía un cuerpo a cuerpo diario con ese postre filosófico de la casa que era el existencialismo católico de Gabriel Marcel. Porque había que ser existencialistas, que aún Sartre tomaba café en las madrileñas cuevas de Sésamo, con mi amigo Tomás Cruz, pero también había que salvarse, o sea salvar el alma, y Gabriel Marcel era el bañero que te pasaba al otro lado.Con Fraga se hizo ingeniería cultural y se intentó una revitalización en falso del Ateneo, pero lo único cachondo que recuerdo yo allí fue una lectura de Cela, con marquesas y purpurados, donde Camilo metió los primeros tacos de la apertura. El Ateneo seguía siendo una academia de preparar oposiciones y un aula de conciertos malos, con tres teléfonos que no funcionaban y la silueta rubia, clara y joven de Gustavo Fabra, que se nos murió pronto, con muerte no más absurda que cualquier otra, y que tenía en su barba rubia y sus gafas inteligentes toda la luz del retoñar de un liberalismo culto y republicano, como si a la masacrada Institución Libre le hubiese salido un inesperado e imposible nieto natural, galaico, irónico y tranquilo.

Ahora parece que los socios del Ateneo piden otra vez libertad frente al Ministerio de Cultura, que si puede y quiere, debe ayudar económicamente al viejo inmueble de la palabra, pero nunca controlarlo. Los nuevos ateneístas, con gente tan barbada como Mauro Armiño, han soportado incluso a la dulce madrastra que fue doña Carmen Llorca, luego amazona de Alianza en tiempo de elecciones, y que según me cuentan les puso un televisor en, la legendaria cacharrería, tapando con la voz gótica de la televisión los ecos y las voces de Valle, Unamuno, Ramón y Azaña. Lo que es el no saber,

Sí, señor ministro. Lo más urgente y lo más barato es dejar el Ateneo en libertad, porque usted no va a recurrir al ingenioso remedio de Sánchez-Bella, que estuvo a punto de decretar que el Ateneo no existía jurídicamente, igual que el diario Madrid, con lo que García-Lomas, que aún fumaba puro en vida, bien pudo someter a voladura controlada el Ateneo, Científico, Literario y Artístico de Madrid con sus opositores dentro, sus guapas chicas menstruales, su señora de los teléfonos, su conferenciante paliza de cada tarde y su entrañable Juan Emilio Aragonés tecleando en La Estafeta Literaria. Qué cosas.

La lucha del Prometeo ateneísta mal encadenado por la antigideana cultura del Régimen anterior (lo de anterior es una deferencia) se viene prolongando ya durante lustros, y don Pío Cabanillas, que nos ha escrito a los supuestos intelectuales -qué vergüenza autodefinirse uno intelectual, como decía Baroja-, lo primero que tiene que hacer, antes de consultar a Vargas Llosa y otros oriundos, es quitar las esposas al Ateneo, la Editoria Nacional y cosas y sitios así de fáciles. Sería un detalle, jefe.

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