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Maurizio Pollini y Claudio, Abbado, en el Festival de Música de Berlín

Dos italianos dictando lecciones de interpretación de música alemana en pleno corazón de Berlín. Así podría resumirse la actuación de Maurizio Pollini y Claudio Abbado.¿Cómo se puede tocar así, Beethoven a la edad de Maurizio Pollini? Si fuese hombre maduro, acaso pisando la vejez, nos conformaríamos pronto con una palabra: experiencia, necesidad de vivir estas obras de tan hondo y problemático contenido. Lo inhabitual, lo estrictamente raro, es una tan anticipada madurez como la de Pollini.

No hablemos de técnica mecánica. Esos problemas los tiene resueltos Pollini hasta el punto de ocultar su existencia. Recordemos, en cambio, aquello que todo música es, por lo pronto: sonido. La calibración sonora del piano de Pollini es un milagro. Se presenta ante nuestra atención, asalta por sorpresa nuestros oídos, sin que apenas percibamos los ataques, la naturaleza percusiva y mecánica del instrumento. Bien que la acústica de la Philarmonía favorece -hasta con algún exceso- al efecto, pero la calidad- cualidad existe. No es azaroso que en la música schoenbergiana como en la de sus seguidores o consecuentes el trabajo sobre la materia sonora constituya no sólo valor, sino principio estructural. Aplicar tal investigación a Beethoven, desde la exacta comprensión de lo que Beethoven es, puede explicar algo del secreto polliniano. Otro tanto podría decirse de las estructuras formales, tan importantes en este arriesgado, rebelde, Beethoven. Entre las dos planificaciones -sonido y formas- resultará innecesario, incluso sería perjudicial, entregarse a retóricas expresivas basadas en la libertad, más o menos caprichosa, de la agógica. La de Maurizio Pollini se corresponde con todos los demás factores, así como con planteamientos ideológicos de principio. Entonces, como habría dicho Falla, la interpretación posee ritmo interno. Que la poética no sufre nos lo demostró el pianista italiano en esa maravilla cuasi schubertiana que es el segundo tiempo de la sonata 27, todo un mensaje vienés.

La voz de Kiri Te Kanawa

El otro italiano, Claudio Abbado, al frente de la filarmónica vienesa, abordó Strauss y Mahler. Los últimos lieder y la cuarta sinfonía tuvieron dimensión de máxima humanidad en la voz de la neozelandesa Kiri Te Kanawa. También he escrito sobre ella después de escucharle Wagner. Pocas veces hemos contrastado una voz tan aérea como bella, una manera de hacer que se corresponde, como si de una tónica generacional se tratara, con el pianismo de Pollini. ¿De dónde viene esa fuente sonora que, de improviso, vuela por el pentágono de la Philarmonía? Un extraño orden entre nosotros y el espacio se impone en cuanto el cantar de la Te Kanawa se inicia. La orquesta de Strauss, flexibilizada, vocalizada al máximo, envuelve las estrofas de los últimos lieder. Los vieneses, bajo la dirección de Abbado, encuentran el tono exacto para la cuarta de Mahler. Creo que es el exacto, aunque, por espontaneidad calculada, por cercanía de sentimiento entre pentagramas e intérpretes, los resultados puedan alejarse de tanto exceso cultural como envuelve la figura y la obra de Mahler. Nunca escuché esta obra con tan limpia y ligera fragilidad, tan ausente de entonación retórica. Diríamos que Abbado ajusta la sinfonía entera a lo que es su suma y su almendra, su tono y su dimensión estética: el lied final. El sonido vibrado y transparente, efusivo y natural de los filarmónicos vieneses fue cauce ideal para la música, más nostálgica que desolada en este caso, de Gustav Mahler.

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