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El palacio de Santa Cruz

La política exterior española debe pasar al ámbito del Estado. Bastan cuarenta años de aislamiento, con mayor o menor intensidad, en los cuatro puntos cardinales de nuestro planeta para que, de una vez para siempre, el Ministerio de Asuntos Exteriores y el cuerpo diplomático español se conviertan en intérpretes y representantes de los intereses de un Estado de derecho, y no de una determinada ideología o política partidaria.La normalización democrática a la que, paulatinamente, se someten los distintos sectores de la vida política española debe alcanzar, de lleno y con urgencia, al palacio de Santa Cruz y a nuestras embajadas. El ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, tiene en su poder un cheque en blanco de incalculable valor y de enorme trascendencia para los intereses del Estado. Un cheque le fue otorgado por el pueblo español por ser el primer jefe de la diplomacia española inserto en un Gobierno legítimo, lo que le permite el desarrollo de una actividad que siempre le estuvo vedada a sus predecesores, a pesar de la valía personal, talante y buena voluntad de muchos de ellos.

Por todo ello, resulta ilógico el pensar y el ver, como ocurre, que en el palacio de Santa Cruz no parece cambiar nada. Da la impresión que se busca la continuidad, o el cambio sin alteraciones importantes, de la política exterior del Régimen anterior. Y ello es tema de preocupación porque la política exterior española, que hoy pasa por primera vez ante un Parlamento electo, es competencia del Estado y no del Gobierno, aunque sea el ejecutivo el encargado de trazar los criterios, las iniciativas y el ritmo de esa política que, en algunos casos, entrará en el terreno ideológico de los partidos y necesitará del apoyo mayoritario de la asamblea parlamentaria.

Al ministro de Asuntos Exteriores le compete el readaptar, planificar y reestructurar esta política. Sería impensable que el trasvase de una política de un Estado autoritario a un Estado de Derecho no sufriese más alteración que el de la facilidad que desde fuera se ofrece ahora al desarrollo de la actividad exterior española. Ello permitiría sólo desarrollar la política exterior franquista que se resumía en hacer política interior con las victorias ganadas fuera de nuestras fronteras, y recuérdese aquí, por ejemplo, el reciénte viaje relámpago (y trueno) del presidente Suárez por cuatro capitales europeas.

El palacio de Santa Cruz no puede derrochar, en unos meses o en unas semanas, un cheque en blanco que le otorga el proceso democrático y cuya utilización afecta al presente y al futuro del Estado. Debe, ante todo, definir las líneas maestras de la nueva política exterior, planificar su desarrollo y remodelar sus estructuras, algo anticuadas y poco escuchadas en muchas cancillerías del mundo porque pasaron cuarenta años justificando una democracia orgánica, conversando sólo con interlocutores de la misma longitud de onda y sosteniendo opciones políticas internacionales próximas al régimen anterior.

Y, en estas estructuras, se encuentra, delicadamente situado, el cuerpo diplomático. Una Administración con responsabilidades exteriores muy distintas a la Administración interna del Estado, y muy quemada en casos Concretos. Se habla, desde hace algún tiempo, de una amplia combinación de puestos diplomáticos y ello, por ejemplo, podría ser un buen primer paso en pos de una mayor credibilidad exterior, porque en la carrera son pocos quienes ejercieron en la dictadura con entusiasmo partidario esta labor administrativa del Estado, y muchos quienes quedaron en la margen profesional, y democrática.

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