Treinta años de problemas
El próximo mes de mayo Israel va a conmemorar su trigésimo aniversario como Estado independiente y las autoridades habían previsto para la ocasión una gran parada militar en Jerusalén que mostrara a la opinión pública el poder de Tázhel, las fuerzas armadas israelíes, orgullo nacional por su probada eficacia en los campos de batalla y, en definitiva, último argumento que ha hecho posible la existencia del país. Pero parece que el desfile se ha descartado últimamente por haberse alzado muchas voces aduciendo la necesidad de efectuar economías -el presupuesto previsto era de unos 1.700 millones de pesetas- y la inconveniencia de efectuar una exhibición de tan marcado carácter belicista.Las impresiones que he podido recoger en círculos políticos y periodísticos de Israel respecto a las perspectivas de pacificación en la zona distan mucho de ser tranquilizadoras, y para muchos observadores es muy posible que Tázhel realice su exhibición antes del próximo mes de mayo. Y no precisamente por las amplias avenidas de la Jerusalén moderna.
Cuando a mediados de mayo de 1948 las tropas inglesas abandonaron el territorio de Palestina tras delimitar apresuradamente unas teóricas líneas divisorias entre el Estado recién nacido y sus vecinos árabes, Londres suponía que Israel, el problema que dejaba a sus espaldas, iba a durar poco. Sólo siete horas después de haberse declarado la independencia, los Spitfire egipcios bombardeaban Tel Aviv y Jaffa y se iniciaba una ofensiva general de los árabes sobre las recién establecidas fronteras. Israel resistió y desde entonces sigue resistiendo. Desde entonces también sigue vigente el conflicto del Próximo Oriente, al que1a comunidad internacional no ha sabido, o querido, o podido poner fin. Al cabo de treinta años Israel se ha ganado su sitio en esa comunidad, aunque sólo sea por la aséptica razón de que volver la historia hacia atrás es imposible y cualquier intento en ese sentido crearía problemas más graves que los actuales.
La hora del balance
Treinta años no es mucho en la vida de un país, pero para Israel es toda su historia y constituye ya un lapso de tiempo significativo, suficiente para hacer balance de lo conseguido. Es preciso tener en cuenta que, pese a su juventud, Israel es un país que ha nacido con el importante bagaje de siglos de experiencia cultural, social y política europeas. Ha sido en realidad un producto de laboratorio en cuya elaboración se han empleado sólo componentes de contrastada utilidad para un país moderno, de corte netamente europeo.
Sobre este cúmulo de experiencias, el país ha contado desde el primer momento con abundante ayuda económica de sus aliados, especialmente de Estados Unidos. Y, por si fuera poco, con las aportaciones de los quince millones de judíos que hay repartidos por todo el mundo: esta ayuda de la Diáspora se calcula por lo bajo, según me manifestó un diplomático sabra -judío nacido en Israel- en unos 20.000 millones de dólares.
Israel, por último, ha sido destinatario de numerosos regalos de lujo: fundaciones, universidades, hospitales, museos. «Nos produce ya cierto sonrojo el que nuestros visitantes crean que nos lo han regalado todo», argüía el diplomático. Y es bien cierto que si Israel ha gozado de muchas ayudas, sus habitantes han trabajado también mucho y en condiciones muy difíciles hasta conseguir establecer un emporio de riqueza donde años atrás sólo había tierras calcinadas por el sol del desierto.
Problemas sociales
Al cabo de treinta años, por su, propio proceso de desarrollo y, por la constante inmigración a que se ha visto sometida, la sociedad teóricamente perfecta de 1948 se ha decantado hasta ofrecer aspectos que difieren poco de los del resto de las sociedades «viejas». Es más, la heterogeneidad de procedencias y niveles culturales de los casi tres millones de judíos absorbidos por Israel en estos seis lustros han creado hondos problemas específicos de muy difícil solución. «Después de la seguridad nacional -me decía Pesay Adi, director del Instituto Israelí de Investigaciones Sociales Aplicadas-, nuestro máximo problema viene determinado por la fractura social existente entre los judíos orientales y los askenazis.»
La población de Israel es de unos tres millones y medio de habitantes, de los que unos 550.000 son árabes. El 54% de la población judía es de origen oriental y el 46% restante es askenazi, o de origen europeo. Entre unos y otros medía un abismo en lo que a niveles culturales se refiere. Es cierto que el desarrollo económico beneficia a todos por igual y que el oriental vive mejor en Israel que en sus países de origen,y los hijos mejor que sus padres, pero sus expectativas sociales son escasas y raramente tiene acceso a los estratos más elevados de la economía y de la administración.
«Pese a todos los estudios y esfuerzos que hemos hecho para lograr una plena integración de ambas comunidades -agregó el profesor Adi-, el problema sólo podrá arreglarse dentro de varias generaciones. Y aun así, veremos si con el tiempo no aumenta el hiato que las separa.»
De ahí a la frustración y a la automarginación social no hay más que un paso. El problema era de sobra conocido, pero cuando hizo eclosión,hace algunos años,el movimiento juvenil de los Panteras Negras, nutrido en buena parte por orientales, produjo estupor en una sociedad que se creía perfectamente organizada. Teodoro Herzl, el padre de Israel, y David Ben Gurion, su primer conductor, nunca hubieran podido sospechar tal grado de relajamiento de espíritu pionero que infundió vida al país.
Burocracia y corrupción
La progresiva complejidad del aparato estatal ha provocado con los años el florecimiento de una frondosa burocracia. De su mano ha encontrado sitio en la sociedad una plaga tan vieja como el mundo: la corrupción.
Hace pocos días detuvieron en Tel-Aviv, por robo y pillaje, a docena y media de policías; una reciente investigación parlamentaria ha llegado a la conclusión de que existe una criminalidad incipientemente organizada que medra a la sombra de la permisividad de altos funcionarios; han aparecido partidas de material destinado al ejército que por cuestiones aparentemente inexplicables fueron entregadas con gran retraso y, en fin, hasta llegó a descubrirse el pasado fin de curso que, previo pago de una suma no muy elevada, los chavales de las escuelas primarias tenían previo acceso a las pruebas de los exámenes.
El caso de la cuenta en dólares que mantenía su esposa en un banco americano costó el puesto y posiblemente la carrera política, al que fuera primer ministro del Gobierno laborista derrotado el. pa sado mayo, Itzjak Rabin.
Momentos difíciles
Por fortuna para el país, todas esas lacras no son sino inevitables síntomas de madurez y de complejidad sociales, asimilables por unas instituciones vigorosas y en algunos casos modélicas, por un sistema político conforme a las más puras esencias democráticas y por una organización económica que ha sabido compatibilizar hasta ahora las más clásicas concepciones socialistas con un refinado capitalismo.
La organización política funciona perfectamente con un par amento -la Knésset- de 120 miembros elegidos democráticamente cada cuatro años, con un Gobierno responsable ante el Legislativo y con catorce partidos políticos que cubren, de un lado, el tradicional espectro izquierda-derecha y, de otro, distintos puntos de vista sobre ¡os territorios detentados desde la guerra de junio de 1967 o sobre las relaciones entre la religión y el Estado. «En este sentido -me dijo Nataniel Lorch, secretario general de la Knésset- el juego político y parlamentario de Israel difiere de los moldes europeos.»
En otro orden de cosas, el país no ha podido escapar a la crisis económica del mundo occidental, tanto más cuanto que no es productor de petróleo. La tasa de inflación superó el pasado año el 35 %, y el nuevo equipo económico que preside el ministro de Hacienda, el liberal Simja Ehrlich, intenta reducirlo en siete u ocho puntos con los clásicos y también dudosos procedimientos de reducir el gasto público, incentivar el ahorro y la inversión y controlar precios y salarios.
Ehrlich trata también de liberalizar la economía que está en poder del Estado, para lo que proyecta vender al capital privado empresas públicas. El remedio no entusiasma precisamente a la Histadrut, poderosa confederación sindical que también actúa como empleadora -da trabajo a 300.000 personas y proporciona el 23 % del producto nacional- y que viene a convertirse en un Estado dentro del Estado. «No vamos a consentir que el Gobierno privatice ahora empresas que son rentables cuando todos hemos pechado con sus pérdidas durante muchos años, me decía en Tel-Aviv, Mordejai Hatzor, directivo de la confederación.
Con todo las mayores dificultades del momento las encuentra Israel en el campo internacional, donde Estados Unidos, el tradicional y principal aliado,y la Europa Comunitaria se muestran remisos a mantener una actitud que puede enajenarles el petróleo del mundo árabe.
Próximo capítulo:
Entre la intransigencia y el pragmatismo
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