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Tribuna:Crónicas parlamerias
Tribuna
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Las Cortes encantadas

Manuel Vicent

La ponencia constitucional trabaja detrás de una robusta puerta de palo rosa. Dentro están siete sacerdotes con el chocolate y la mistela; fuera está el pueblo con el botijo. El problema consiste en saber si la ponencia quiere el silencio o es que tiene miedo; si desea aislarse es que se esconde; si busca un refugio fecundo o es que huye de algo. No sólo es una cuestión de matiz. Cuando alguien se ampara en la oscuridad es que se trata de hacer una cosa rara. En Derecho Penal la oscuridad es un agravante.Es la hora de los canónigos y en el caserón de las Cortes, a media tarde, hay un perfume de siesta antigua, de aquellas de pijama y orinal, con los pasillos desiertos y matizados por una penumbra de claraboya con ujieres dormitantes en las esquinas. Inexplicablemente no se oye cantar gregoriano en el coro de escaños. Pero en esta soledad de óleo craquelado sibte padres de la patria están dentro de una alcoba forrada formando un corro de cabezas frenéticas con casco sobre una mesa llena de folios, como jugadores de rugby cuando traman una táctica, hablándose por la entrepierna.

Hasta ahora las Cortes tienen un aire de fiesta suspendida por la lluvia; dan la sensación de haber sido una pasión popular que finalmente ha podido ser controlada con alivio; una líbido política que se ha logrado drenar con una receta de sanguijuelas en la pantorrilla. Sin duda, algún brigada ha echado bromuro en las perolas del desayuno de esta democracia, porque hay un consenso tácito para ahogar cualquier clase de espontaneidad desde el principio. Hasta tal punto que los guardias han tenido que llevar preso y largarle un par de viajes al lumbar de un diputado para que esta mancha de aceite pesado se agite un poco. La izquierda tiene la pasividad de un gurú de Bombay, pero al final parece ser que ha caído en la cuenta de que no sólo no sirve para nada, sino que encima le pegan. Y por un momento ha dejado de tocar la flauta que tiene a medias con Suárez, ha guardado la serpiente de plástico, accionada cori pilas de control remoto, dentro del cesto y se ha decidido a levantar la voz. Tampoco muy alto, no sea que se vaya a enfadar alguien.

En las Cortes actuales permanecen muchos tics, muchos hábitos del franquismo: un miedo pánico al pueblo, eso para empezar, y un gusto desmedido por el esoterismo técnico, por el informe, por el dictamen, por la cuestión previa por los gestos de sumos pontífices que están en el ajo, de manera que ahora la opinión pública asiste al espectáculo de celmo los representantes del pueblo se están convirtiendo en clase política, en unos profesionales con espíritu de cuerpo, que sólo reaccionan si les pegan.

Se pasa uno la tarde sentado en el bar de las Cortes, tomando té entre mármoles y tapices, y a veces cruza un ujier con cartapacio perfilado contra la macerada penumbra de un vitral, o algún señoríaperdido con la vejiga llena buscando el lavabo, mientras en el interior de una alcoba siete curas preparan el guiso de la Constitución, un suflé de: derechas con incrustaciones de berzas de izquierdas, una tarta que los fieles suelen comprar después de: misa de doce, con unas grecas de realismo social. Después sale un portavoz de la sacristia y ensena a los periodistas una muestra de la confección, da a probar amablemente una cucharadita para que los cronistas comprueben cómo anda la cosa de sal.

Lo que está claro es que la gente viene muy cabreada, porque no se la deja entrar en el real de la feria y no está dispuesta a contemplar desde esta parte de la empalizada cómo se divierten los señoritos en la caseta del círculo de la agricultura. En este caso tampoco sería raro que el pueblo se decidiera a formar unas Cortes paralelas en las Ramblas o en el Rastro y que finalmente proclamara por el procedimiento de urgencia la Constitución de la acción directa y que los señores diputados, después de un dictamen, asomados a un ventanal neoclásico, comprobaran que el nivel de las aguas había inundado ya la pareja de leones de la escalinata.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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