El ejercicio de la libertad
La palabra «liberación» es de las más escalofriantes de nuestro siglo. Los españoles trabamos conocimiento con ella durante la guerra civil, que fue llamada (por los que acabaron ganándola) unas veces «Cruzada» y otras «Guerra de Liberación». Se hablaba del «ejército liberador» y de los «territorios liberados», etcétera. Por supuesto, los «liberados» lo eran sin su consentimiento. Después, el inundo se ha llenado de «movimientos de Liberación» (o «ejércitos», o «frentes» o como quieran llamarse); el resultado de sus actividades suele ser la desaparición indefinida de toda libertad.Afortunadamente, España no ha sido «liberada» a fines de 1975, y por eso no hemos pasado de una penosa escasez de libertad a otra aún más penosa, sino a un grado muy considerable y, sobre todo, a unas posibilidades cuyo único límite es la estructura objetiva de la realidad -económica, técnica, social, voluntaria-, con la cual hay que contar si no se es un mentecato o un iluso.
Entonces -se dirá-, si no ha sido liberada, ¿córno se ha pro ducido ese incremento de liber tad? Yo diría qué ha sido puesta en libertad. Terminado el régi men anterior, ha resultado evidente su falta de justificación, la violencia que signíficaba, su carácter rutinario, sobre todo. La sociedad española, apenas se ha iniciado la devolución a sí misma, tan pronto como ha empezado a moverse y, sobre todo, expresarse, ha advertido el estado de petrificación en que estaban sus estructuras políticas, la ilicitud y, lo que esmás, la falta de necesidad de innumerables frenos, contro les, prohibiciones, tabúes, y ha empezado a omitirlos, incluso a olvidarlos. Cuanto más se insista en que los gobernantes de los pri meros meses del nuevo régimen no eran realmente nuevos, en que a última hora eran supervivencias del anterior, más evidente resulta lo que acabo de decir: más que una «decisión» liberadora, ha habido el reconocimiento de que la anterior falta de libertad no tenía sentido, era, más, que cual quier otra cosa, pura inercia y falta de imaginación.
Es lo que quiero decir cuando uso la expresión de que ha funcionado la razón histórica. En cierto sentido, funciona siempre, y la historia misma es la que permite entenderla: es su fluencia, su desarrollo creador, lo que nos hace entender su sentido. Pero esa marcha de la historia está con frecuencia perturbada por las «ideas» que el hombre tiene acerca de ella; me refiero, sobre todo, a la historia pública, expresa, articulada, como es la historia política. La razón abstracta, la imposición a la realidad social de esquemas ajenos y que no proceden de ella, es un factor de alteración y perturbación, de deformación en sentido estricto. Esta interferencia es la que está faltando en el proceso político español, o, al menos, es muy poco operante. España está ejercitando su libertad con un mínimo de hormas prefabricadas; por eso está resultando tan sorprendentemente original.
Cuando se dice que tales o cuales partidos no son muy propiamente tales, o que no tienen una ideología muy definida, o que no se sabe bien dónde ponerlos, eso me tranquiliza mucho. Porque lo que he temido es que se partiera de lo ya antiguo y preexistente, del pasado no muerto y no resucitado, y España se llenará de aparecidos, de fantasmas, de revenants. No es que falten, claro; pero no son muchos ni muy. importantes, ni el país se interesa demasiado por ellos.
Era de temer -y no ha pasado- que el horizonte político se pareciera terriblemente al de 1936, como ha ocurrido en otros países tras una larga interrupción de la vida política. En España, las fuerzas que han contendido en las elecciones se parecen muy poco a las de entonces; y las que tienen -más posibillidades, nada. Sus grupos son mayores o menores, mejores o peores, pero lo importante es que son irreductibles a todo grupo o partido anterior a la guerra civil. Ni sus ideas, ni su composición social, ni sus propósitos, ni sus hombres, tienen semejanza alguna con los de hace cuarenta y tantos años. Las semejanzas han quedado confinadas en grupos o partidos cuya característica común es el inmovilismo -de cualquier color- y que pueden ver pasar los decenios sin pestañear.
Son los que, incapaces de com prender que las cosas cambian de verdad, que sean realmente dis tintas, se ponen a hacer cuentas, dividen a los hombres en «derechas» e «izquierdas» y llegan a la conclusión de que las elecciones de 1977 han sido iguales que las de 1936, y que el país está «dividido.» como entonces. La realidad es bien distinta: España no está dividida, sino matizada (que es aproximadamente lo contrario); siente repugnancia por todo intento de escisión, no se siente cómoda cuando se la quiere agrupar en «campos»; estoy persuadido de que ese intento va a costar gran parte de su «clientela » a los partidos que se obstinen en ello; los hay que sienten gran complacencia en llamar «derechas» a todos los que no son como ellos, es decir, a la mayoría del país; es un deporte relativamente inofensivo, pero que puede resultar peligroso para los que lo practican: la mayor parte de los que son así llamados no se sienten de derechas, saben que no lo son, y muchos de ellos representan, por el contrario, la principal fracción de la sociedad española que es capaz de innovación, que busca algo nuevo 3, no siente la tentación de repetir lo muchas veces ensayado, y con poco éxito.
Los españoles deberían hacer, de preferencia a solas, en la intimidad de sus conciencias, un ejercicio mental: preguntarse de quién esperan algo nuevo (de qué personas de qué grupos o partidos, de qué fuerzas sociales, de qué ideas). No cabe duda del que, de una manera más o menos clara y expresa, se van a hacer esta pregunta, y especialmente los jóvenes. Políticamente, todos, menos los viejos políticos, lo somos, por que no tenemos experiencia de participación política. De ahí que la primera oferta electoral -la de las pasadas elecciones del 15 de junio- haya tenido caracteres generales de novedad. Es un hecho indiscutible que la juventud de los candidatos ha contado. Por una parte, se trataba de la «llegada al poder» de la generación de 1931 (los nacidos entre 1924 y 38), anunciada por mi en 1974, y el consiguiente «relevo»;. por otra parte, la juventud de las personas parecía prometer novedad en las ideas y posturas (de ello se han beneficiado algunos pertenecientes a la generación siguiente o de 1946, los nacidos entre 1939 y 1953, a los cuales no llegará su «hora» hasta 1991).Pero, pasada esa primera impresión, se va a buscar novedad efectiva, y no sólo su promesa. Si hombres jóvenes repiten sinimaginación lo que dijeron antes que ellos otros que han muerto viejos hace mucho tiempo, no van a parecer jóvenes, políticamente jóvenes. Para los muchachos, para los que son realmente, muy jóvenes, todo es nuevo (salvo lo que les dicen que no lo es), y pueden sentir pasajero entusiasmo por cualquier cosa que asi se presente; es lo que representan los llamados« movimientos juveniles »; pero cuando no hay novedad real, ¿qué queda de ellos? ¿Qué ha sido de los jóvenes de Berkeley de 1964, de los de mayo de 1968 en París? ¿Hay algo más pasado, más anticuado y sin esperanza de resurrección?
Más allá de la conciencia y la voluntad de los partidos, más allá de las propuestas y las palabras, España ha empezado a ejercer su libertad y se ha puesto, de un brinco, en el presente. Nada se parece a 1936: ni el estado de ánimo, ni las agrupaciones reales, ni los centros de interés, ni las simpatías, ni las antipatías. Salvo algunos rezagados o algunos espíritus imitativos, nadie es clerical ni, claro, anticlerical; nadie se siente -ni quiere ser- «proletario" y la palabra «burgués» pertenece al léxico de un pretérito muy añejo; los militares no son militaristas; las clases no son dos, sino muchas más, y están en fluencia, en cambio, soti lábiles y se deslizan casi imperceptiblemente de una a otra, sin fronteras rígidas; donde había burros, hay tractores; las yuntas de bueyes son cosechadoras; los campesinos no van a lomos de mula, sino en automóvil -de ellos están llenas las calles de los pueblos serranos, y en sus tabernas, aun en los mínimos pueblos de Soria, se encuentra whisky escocés y cerveza alemana donde hace poco sólo había tinto de la tierra y gaseosa-; las mujeres tienen poco que envidiar a las del resto de Europa, y acaso empiezan a preguntarse si todo lo que han adquirido era envidiable. Lo que pasa es que muchos políticos están demasiado ocupados en organizar sus partidos, muchos periodistas -lo han aprendido todo en la Escuela o en las redacciones del pasado régimen, y no tienen demasiado interés en ver cómo son de verdad las casas. Por eso sus palabras tienen con tanta frecuencia una nota de irrealidad.
La historia de los últimos dos años podría resumirse en pocas palabras: una fabulosa aproximación entre la España oficial y la España real, que estaban separadas por un abismo y hoy casi podrían coincidir. La España oficial podría ser la expresión, de un lado, la articulación funcional, de otro, de la España real. Si así fuera, podríamos contemplar el porvenir sin miedo y con esperanza.
Pero hay algunos síntomas inquietantes, de distanciamiento o, mejor dicho, de recaída, Los partidos miran hacia atrás más que hacia adelante, y se acuerdan demasiado de lo que fueron -y los llevó a la ruina, por cierto-; en este sentido, son más afortunados los que no tienen antecedentes claros que los puedan «congelar». Así como algunas mujeres tienen prisa por casarse, pero sobre todo por saber con quién se van a casar -lo cual las lleva con frecuencia a casarse mal-, políticos y periodistas tienen demasiada prisa por saber cómo se va a organizar políticamente España, en vez de pararse a pensar cómo debe organizarse. Cuando las Cortes se consideran constituyentes, en lugar de entusiasmarse con esa tarea fresca e incitante, vuelven los ojos a las de 1931-33, que no fueron particularmente brillantes ni capaces de ordenar un sistema democrático flexible y estable. No creo que haya que olvidarlas; yo las tengo bien presentes en la memoria; pero más bien para no tropezar donde ellas lo hicieron, para no repetir lo que ya en 1931 era anticuado y en 1977 sería mera literatura de evasión o teatro del absurdo. Si se leen ahora los discursos de las Cortes de la República, de cualquier partido, y aun aquellos que son evidentemente «superiores» a los que pueden esperarse hoy, se ve que aquello no puede ser, porque apenas tiene que ver con nuestra realidad ni con nuestros problemas. El país va a seguir adelante. Está ejercitando su libertad. Sería absurdo que sus minorías cualificadas, las encargadas de darle expresión y proponerle proyectos, se quedaran atrás, sin capacidad imaginativa, y, por tanto, sin poder de propuesta y orientación. Por ejemplo, a la hora de establecer, al cabo de casi medio siglo, en un mundo nuevo, una nueva Monarquía.
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