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Una televisión para Catalunya

Estos últimos días han aparecido diferentes noticias, de formulación difusa, casi indiciaria, que convergen en señalar que en los medios políticos de Catalunya ha irrumpido la preocupación por el futuro de la televisión de nuestro país. En una céntrica fachada han aparecido incluso unas pancartas que dicen «Oficines per la Televisió Catalana». En los debates del sector Televisión del Congrés de Cultura Catalana, comienzan a perfilarse algunas posturas típicamente contrapuestas.Los hay que entienden el problema de la normalización -desde una óptica catalana- de la televisión como la desaparición de los impedimentos adiministrativos, para que desde una plataforma privada se ponga en pie un centro emisor y productor -que utilice o arriende instalaciones de TVE-, para, desde la específica incidencia del medio audiovisual, «Fer país».

Pero esta postura no es única, ni tan sólo la que reúne un mayor consenso entre los especialistas del tema, los profesionales del medio, y probablemente tampoco entre aquellas fuerzas políticas que de un modo u otro parecen protagonizar el signo del resultado de las últimas elecciones.

Que esta normalización es necesaria y urgente, no hace falta decirlo. Pero una televisión catalana, una televisión dependiente de nuestras pasadas y futuras instituciones (Parlament i Generalitat) no es una televisión -no puede serlo- una televisión privada. Definir el carácter de servicio público de la TV, sentar las bases de una TV al servicio de todo el pueblo, no está ni mucho menos en contradicción con su actual carácter de monopolio de Estado. En el Estatut de 1932, la Generalitat tenía figura de administradora de funciones delegadas del Estado». Se trata de delimitar competencias, de deslindar ámbitos de intervención y de crear órganos administrativos «ab hoc». Este carácter público de la TV, debe estar en la medida de garantizar la pluralidad de expresión. No es diversificando los medios como se pluralizan las opciones, sino todo lo contrario. Someter un medio tan fundamental a la ley de la oferta y la demanda, equivale a sustraerlo del control del Estado -que intentamos que sea democrático- para incardinarlo a la dictadura de la publicidad y, en última instancia, del gran capital.

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Es, por otra parte, cierto que la cultura catalana ha sobrevivido en buena parte gracias a los esfuerzos particulares, con frecuencia pletóricos de buenas intenciones, que han contribuido -no siempre con sacrificio- a poner en pie una industria cultural modesta, pero dotada de una relativa eficacia y vivacidad. No hay que regatear los elogios a las actitudes que presidieron esta actividad, pero si de verdad deseamos la normalización como etapa de transición -no como un estado permanente- que nos lleve a la real normalidad, tenemos que comenzar a imaginar nuestra vida social, nuestras instituciones, nuestros «aparatos» culturales, en otros términos. Todo lo demás sería perpetrar una terapéutica de paños caliente.

, 10 agosto

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