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Tribuna:
Tribuna
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Con tristeza

Con menos ira, con más tristeza, continúo desarrollando ciertas ideas en torno al tema vasco. He de arrancar, ahora, del inicio de aquel «crescendo» en torpeza gubernativa que comenzó, justamente, en la época en que vivió el creador del «crescendo» musical, Pietro Generali (1773-1832). El «nuestro» tuvo sus antecedentes: algunos de enorme significación política, fuera del País Vasco. Porque, en efecto, es sabido que Felipe V, para castigar a los partidarios del archiduque Carlos, abolló los fueros del reino de Aragón, porque en aquél hubo más partidarios de su rival. Se rectificó esto en favor de algunos pueblos y familias, considerados como fieles. Lo primero que se le ocurre a uno ante tales medidas es preguntarse si cuando se enfrentan dos grupos en guerra civil y en una parte del país abundan más los de un grupo, se puede castigar a la totalidad de aquella parte como vencida. Parece que de 1707 a 1936 en España se ha seguido la práctica de tener feas guerras civiles y de castigar insistentemente a ciertas partes, del modo corno lo hicieron los ministros de Felipe V. Concepto A. Más tarde se castigó, con medidas parecidas, por los conceptos B, C y otros. Recordémoslos. He aquí que cuando reina el pobre Carlos IV y gobierna un favorito que representa la «Unidad» (y otras cosas excelentes para cualquier hombre joven) hay una guerra con la Francia revolucionaria. Los franceses invaden Guipúzcoa y Vizcaya. Llegan a Bilbao. En las provincias invadidas actúan algunos partidarios de las ideas revolucionarias; «colaboracionistas», según diríamos en nuestro tiempo. Parece también que los generales españoles no estuvieron a la altura de las circunstancias. Esto no importa. En las covachuelas de Madrid, lejos de los lugares de las derrotas, se acusó en conjunto a los vascos de infidelidad y traición. Hay que sentar la mano. Hay que hacer averiguaciones y preparar un aparato jurídico para dar también el golpe consabido a los fueros. Ahora por el concepto B. Porque en el País Vasco ha habido elementos revolucionarios, ni más ni menos. No se llevó a cabo la abolición. Pero se comisionó a una serie de eruditos para que prepararan los argumentos históricos que podían justificarla. Uno de ellos fue el canónigo Llorente, hombre de fama más que equívoca entre la gente piadosa, por lo que escribió, también como escritor «aux gages», sobre la Inquisición española. Los cinco tomos publicados de la compilación de Llorente, relativos a las provincias vascongadas y Navarra, son hoy todavía muy útiles para los historiadores: pero reflejan ideas acerca de la Edad Media de cabeza típica del «despotismo ilustrado». Produjeron en estas tierras el efecto de una bomba. Otros artefactos eruditos salieron de plumas igualmente doctas y pagadas. Su intención era aún más clara. Llegó la guerra civil de los siete años, que acabó con el convenio de Vergara. Como muchos vascos y navarros habían sido, junto con los catalanes y la gente del Maestrazgo, los carlistas más acérrimos había que castigarlos otra vez. ¿Cómo? Como a los catalanes y aragoneses a comienzos del siglo XVIII. Se mutilaron sus fueros o leyes. Lo que no se hizo fue castigar a los generales y oficiales del ejército vencido, como a tales carlistas. A éstos, cuando quisieron, se les reconocieron grados, condecoraciones, etcétera. Hay una obra lujosísima, publicada por los señores Charnorro y Baquerizo en tiempos de Isabel II, cuando aún vivían Godoy, Castaños y WeIlington y eran capitanes generales del ejército español (cada uno por razón distinta) que en las partes dedicadas a los tenientes generales, marisca les de campo y brigadieres, está llena de biografías de generales carlistas, con Maroto y Eguía, que habían sido generales en jefe, en cabeza. Las leyes forales se mutilaron o caparon: ahora por el concepto C. Los vascos, los navarros también con ellos, eran antiliberales, clericales, retrógrados, etcétera, etcétera. Pero, en fin, no fueron las leyes fraccionadas lo que se hizo peor en tiempos del «General del pueblo». Lo peor es lo que se dijo y lo que se escribió: lo que se pensó hacer también. Esto creó un clima. En 1954, en el Rastro madrileño, compré el archivo de cierto general isabelino, don José Carratalá, que en plena primera guerra civil fue ministro. Era de los «ayacuchos». Entre los papeles de su archivo hay un informe manuscrito de don Francisco Linage, amigo y confidente de Espartero, que, en primer término, constituye un re conocimiento de impotencia ante las guerrillas y fuerzas carlistas vascas. Los remedios que propone el bizarro militar son, en resumen, éstos: 1. Las provincias sublevadas deben ser tratadas como país conquistado y la autoridad militar no debe tener traba alguna. 2. Hay que poner más guarniciones, con muchos jefes. 3. Hay que llevar a cabo represalias, cosa que es de gran utilidad siempre, y no respetar a los padres y parientes de quienes roban o incendian en el bando contrario. Observaré aquí que el incendiar un pueblo, dentro del bando propio, se podía premiar con un marquesado. Así continúan las recetas: «Arrásense todos los.ca serios si sus dueños no los abandonan», «Fusílense tantos de estos rehenes cuantos asesinatos cometan», «En fin, traten al país como rebelde que es». 5. No se introduzcan artículos alimenticios en él. 6. Créense tribunales represivos. 7. Nómbrense ejecutores y guardianes que sean verdaderos españoles, que limpien. 8. Fusílense dos alcaldes o regidores para empezar. 9. Depórtese a los parientes de los carlistas. No hay que descansar. Esto no parece que cuadra con las ideas liberales. Sí, con cierto «progresismo de morrión» que alcanzaron a conocer los abuelos de la gente de mi edad. Cada vez está más claro que el movimiento político carlista fue complejo y que el liberalismo español ha padecido siempre de cojera. En el País Vasco los liberales han tenido que vivir durante generaciones ante la perspectiva del triunfo de gentes enfurecidas, con sobra de beatas, sacristanes y caciques o de hombre como don Francisco Linage y otros «progresistas» de este tipo.Pero la confusión sigue: el «crescendo» aumenta. Llegamos a los tiempos gloriosos en los que el general Martínez Campos, de campaña en tierra vasca, dijo aquella frase célebre de: «¡Qué país, que paisaje y que paisanaje!» Luego, al triunfo de don Antonio Cánovas. Nuevas medidas punitivas envueltas en ráfagas de oratoria. Ahora hay que volver a pechar por adhesión a un pretendiente que actuó con el lema de «Dios, Patria y Rey». Cánovas creía en Dios, era español hasta la médula y monárquico de corazón: pero tuvo a bien considerar que los vencidos debían pagar por sus convicciones monárquicas, religiosas y patrióticas. Los vascos y navarros otra vez especialmente. Además de actuar, habló y escribió. Llegó a decir a algunos hombres públicos de tierra vascongada que tenían que sufrir la ley del vencido. Lo peor era que también sus enemigos políticos, por más liberales que él, se dedicaron a perorar en el mismo sentido. Recordaré ahora, en este florilegio no comparable a las «Floretti» del santo de Asís, un discurso del marqués de Sardoal, en la Cámara de Diputados, a raíz de terminada la guerra. «A los vencidos -dijo- debe hacérseles sentir la ley del vencedor. Es necesario que las provincias vascongadas y Navarra contribuyan al sostenimiento de las cargas del Estado.»

Es necesario que todas las provincias de España vivan de igual manera... Y ahora lo más gordo: es necesario que todos los pueblos hablen el mismo idioma. En fin: «Es necesario romper ese obstáculo que nunca se vence, de una civilización euskera que se opone a todos los progresos y a todos los adelantos de las ideas modernas.» Esto lo comentaba con indignación explicable un carlista navarro, don Leandro Nagore, en sus memorias. El marqués de Sardoal era un liberalón: pero cosas parecidas en cuanto a la lengua, la incivilización, etcétera, se repitieron de 1936 a 1939 y no en boca de radicales, sino de gentes de extrema derecha. No sólo en Valladolid, sino también en Pamplona. ¡Quién lo había de decir! En 1936 no se manejaban el concepto A ni el B. Tampoco el C. Era el D el vigente. «España es una Unidad de Destino en lo Universal», se repetía. Y por eso había que llevar a cabo una peregrina operación, que era la de conservar el resto que quedaba de las leyes forales a Alava y Navarra, «por buenas», y quitar los conciertos económicos a Guipúzcoa y Vizcaya... con algún indulto preliminar. Era la época en que se hablaba de la «canalla rojo-separatista». Así se unificó: y con esta «Unidad» han ocurrido las cosas que han ocurrido y estamos como estamos. Pirro, rey del Epiro, no tuvo victorias más satisfactorias pensando en un designio.

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