Noruega y Gran Bretaña: dos ejemplos para la meditación
Una de las preguntas que con mayor insistencia escuchó el ministro español de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, durante su breve estancia en Bruselas, en los últimos días de julio, para entregar a los responsables de la Comunidad Económica Europea la solicitud formal de adhesión de España al Mercado Común, fue por qué no se había consultado a los partidos políticos antes de tomar tan importante decisión. La respuesta del señor Oreja fue invariablemente la misma: «La incorporación de España a las instituciones europeas figura como una aspiración prioritaria en el programa de todos los partidos participantes en las elecciones generales. El Gobierno no hace sino recoger esa unánime aspiración y trasladarla oficialmente.»Lo que se le recordaba tácitamente al señor Oreja eran los no muy lejanos episodios de división nacional producidos por el tema del Mercado Común en países como Gran Bretaña, Noruega o Dinamarca, donde la tradición parlamentaria y la aparente existencia de consenso general a favor de la entrada de dichos países a la comunidad no impidieron que el tema debiera resolverse, en última instancia, mediante distintos referéndums, que arrojaron resultados dispares.
Fenómenos parecidos
Es opinión de observadores políticos, atentos a las realidades de la CEE y estudiosos del tema español, que aquí pueden producirse fenómenos muy parecidos a los suscitados en Gran Bretaña y Noruega con relación al tema comunitario. Según estos expertos, los partidos políticos españoles, en efecto, han incluido en sus programas la aspiración de la entrada española en los organismos comunitarios. Pero lo han hecho más por recoger una bandera política, enarbolada durante años como signo de homologación democrática, que como el resultado de un estudio minucioso y sereno de las ventajas e inconvenientes que aportaría a nuestro país la incorporación al Mercado Común.
Durante los años de la dictadura, los grupos de la oposición han hecho ver a los españoles, que la imposibilidad de nuestra entrada en los organismos comunitarios estaba basada en la inexistencia de estructuras democráticas en España; los sucesivos Gobiernos de Franco pusieron durante esos mismos años todo su empeño en obtener concesiones comunitarias por lo que éstas suponían, en lo político, de espaldarazos al régimen. Todas estas circunstancias crearon entre los españoles un estado de opinión, invariablemente recogido en sondeos y encuestas, favorable a la entrada en el Mercado Común, sobre todo porque esto suponía, de facto, la existencia de estructuras políticas homologables a las del resto de los países comunitarios.
Toda esta teoría utilizada hábilmente durante lustros por la CEE, en sus relaciones con España, se ha venido desmoronando poco a poco en los últimos meses, sobre todo desde el momento de la convocatoria de elecciones generales hecha por el segundo Gobierno de la Monarquía. Los españoles hemos asistido con estupor al curioso fenómeno producido en algunos países europeos, precisamente aquellos que de una manera más ferviente han deseado la democratización de nuestras instituciones como único vehículo de incorporación a la Europa comunitaria; estos países siguen oponiéndose ahora a la entrada de España en el Mercado Común, pero ya no por razones o impedimentos políticos, felizmente superados, sino por circunstancias pura y simplemente económicas.
Son todas estas bases las que hacen opinar a los observadores que en los próximos años pueden variar sensiblemente las orientaciones de muchos españoles sobre la oportunidad de nuestra entrada en el Mercado Común. Las negociaciones, una vez que el Consejo de la Comunidad otorgue la correspondiente luz verde, van a ser muy largas y difíciles, y van a dar lugar a la comprobación de que lo que realmente produce temor a algunos países miembros es la presencia en la Comunidad de la décima potencia industrial del mundo, con una amplia, variada y barata producción agrícola, capaz de competir en condiciones muy favorables con sus productos. Incluso es predecible que la incorporación española no se producirá a esta Comunidad Económica Europea, sino a otra reformada, en la que algunos países habrán introducido cambios sustanciales, sobre todo en lo que se refiere a política agraria y a la libre circulación de trabajadores.
El «no» noruego
A principios de 1972, cuatro países (Gran Bretaña, Irlanda, Dinamarca y Noruega), firmaban los tratados de adhesión a la CEE, que serían efectivos a partir del primero de enero de 1973, con lo que el Mercado Común quedaba ampliado a diez miembros. Uno de ellos, sin embargo, se quedaría en el camino y no llegaría a formalizar su incorporación, según los deseos libremente expresados por los ciudadanos.
La opinión pública estuvo permanentemente dividida en Noruega durante las negociaciones entre este país y la CEE, con vistas a su incorporación como miembro de pleno derecho. Las comunidades rurales y pesqueras, con mucha influencia en el país, eran claramente opuestas a la incorporación. También lo era otro amplio sector de la población, celoso guardián de la nueva riqueza descubierta en los mares noruegos: el petróleo. Favorable a la incorporación era la mayoría del Partido Laborista, en el poder, aunque incluso en el seno de este partido existían, igualmente, divisiones.
Un debate nacional sobre temas como la contaminación de las aguas noruegas provocó, a principios de 1971, la dimisión del Gobierno noruego, presidido por Per Borten. El nuevo primer ministro, Trygve Bratteli se vio obligado a consolidar su Gobierno sobre la promesa de un referéndum sobre el tema de la incorporación de su país a la CEE.
El Gobierno Bratteli estuvo convencido, desde el principio, de conseguir un resultado claramente favorable. Tanto es así, que anunció su propósito de dimitir si el resultado era negativo, lo que fue considerado en la aposición como una «presión intolerable» a los noruegos ante el referéndum.
En el Parlamento noruego (Storting), compuesto por 150 miembros, 110 eran favorables a la entrada noruega en el Mercado Común.
La campaña del referéndum, fijado para los días 24 y 25 de septiembre de 1972, fue especialmente dura y virulenta. Los opositores a la entrada sensibilizaron a los electores sobre los peligros que para la riqueza pesquera, petrolífera y agrícola supondría la competencia de los restantes países comunitarios. Grupos minoritarios, ultraizquierdistas o de matiz religioso llegaron a utilizar argumentos casi raciales, previniendo a los noruegos sobre el hecho de que la entrada de Noruega en la CEE supondría la presencia en el suelo nacional de miles de inmigrantes de países mediterráneos.
Los defensores de la incorporación argumentaron las posibilidades de expansión de la economía noruega que la entrada en la CEE traería aparejadas: nuevos y más amplios mercados, mayor nivel de vida y la posibilidad de colaborar en la tarea de la construcción de Europa. Líderes políticos europeos de la talla del canciller alemán, Willy Brandt, se desplazaron a Oslo para apoyar la campaña a favor del «sí» en la consulta popular. Los últimos sondeos de opinión calculaban un 60% de votos favorables.
Entre el 24 y el 25 de septiembre, el 77,6% de los 2.647.000 electores acudió a las urnas. Los resultados sorprendieron: 1.099.389 noruegos votaron «no», (el 53,5%), frente a 956.003 (el 46,5%), de votos afirmativos.
El 26 de septiembre, el Gobierno noruego informó a Bruselas que su país no participaría en la cumbre prevista en París, en octubre, con los diez países de la Comunidad ampliada. El mismo día, el primer ministro noruego, Bratteli, afirmaba que la entrada noruega en la Comunidad Económica Europea era una cuestión indiscutible, que se produciría tarde o temprano, y que el resultado negativo en el referéndum solamente suponía un aplazamiento del hecho.
A nivel político, sin embargo, el tema se considera hoy definitivamente juzgado en Noruega. Nadie allí habla del Mercado Común.
El «sí» británico
Aunque el impacto del «no» noruego fue muy notable entre los ingleses, el Gobierno británico se apresuró a asegurar que dicho resultado negativo no influía para nada en los propósitos de hacer efectiva la incorporación de Gran Bretaña a la Comunidad Económica Europea a partir del primer día de 1973. Sin embargo, y paralelamente, el portavoz del Partido Laborista reconoció que los resultados de Noruega aumentarían la presión de los partidarios de que en Gran Bretaña se realizase una parecida consulta popular.
Así fue, en efecto. La adhesión de Gran Bretaña a la Comunidad Económica Europea se produjo durante el mandado de Edward Heath, conservador. La oposición a la entrada era muy fuerte, sobre todo en sectores de la izquierda del laborismo y en los sindicatos.
Durante la subsiguiente campaña previa a las elecciones generales, de febrero de 1974, en las que los laboristas recuperaron el poder, Harold Wilson y sus colaboradores prometieron replantear a la Comunidad Económica Europea los términos del acuerdo de adhesión que comenzó a ser efectivo en 1973. Igualmente, aseguraron a sus electores que, una vez concluida la renegociación de los términos de la adhesión británica a la Comunidad, se sometería a referéndum nacional la cuestión de la permanencia o el abandono del Mercado Común.
Instalados en el poder, los laboristas comenzaron a cumplir sus promesas. En abril de 1974 comenzó la renegociación del acuerdo, que no terminó hasta un año después, en marzo de 1975, durante la reunión de jefes de Estado de los países miembros, celebrada en Dublín.
El referéndum nacional estaba convocado para el 5 de junio siguiente. Conseguida la renegociación, en términos favorables para los ingleses, el Gobierno de Harold Wilson, en un Libro blanco sobre el tema, recomendó a los británicos el voto favorable a la permanencia de Gran Bretaña en la Comunidad.
La campaña del referéndum fue también dura y enconada en Inglaterra. Los partidarios del sí argumentaron que la permanencia en la Comunidad era aconsejable «para nuestro trabajo, nuestra prosperidad; para la paz mundial, para la Commonwealth y para el futuro de nuestros hijos». Y que además, «nuestros amigos, la vieja y la nueva Commonwealth, Estados Unidos, los otros miembros de la Comunidad desean que permanezcamos en ella».
Los patrocinadores del «no» en el referéndum avisaban a los ingleses sobre el derecho británico a gobernarse por sí mismos, advertían de que la permanencia en la Comunidad agravaría la crisis económica interna, aumentaría los precios de los alimentos, haría crecer los índices de paro y convertiría a Gran Bretaña en «una mera provincia del Mercado Común».
Los detractores de la permanencia en la CEE ponían especial énfasis en recordar que los objetivos comunitarios eran conseguir, en 1978, un Parlamento europeo libremente elegido: «¿Vamos a permitir que nuestras decisiones se tomen en Estrasburgo o Bruselas? ¿Vamos a dejar que nos gobiernen los italianos y los franceses?», decían.
No tuvieron suerte estos últimos. El 5 de junio de 1975, más de diecisiete millones de británicos votaron «sí», mientras solamente ocho millones y medio se inclinaron por el «no». El 67,2% de los votantes se manifestó a favor de la permanencia de Gran Bretaña en la Comunidad Económica Europea, frente a un 32,8% de opuestos.
Tan sólo hace dos años que se produjo el referéndum inglés. Y las cosas no están tan claras en Gran Bretaña como en Noruega. Así como en este último país el tema se contempla como «cosa juzgada», en Gran Bretaña surgen de nuevo movimientos contrarios a la permanencia en la CEE, incluso en el seno del propio laborismo, partido que patrocinó el voto favorable de los ingleses. La postura tomada recientemente por el ministro británico de Energía, Mr. Benn, en contra de la Comunidad, así lo demuestra.
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