Los partidos, la democracia y la crítica
Esto de la democracia, la que hay y la que se pueda obtener a partir de ella, necesita mucha práctica. La política, en general, necesita práctica. Hay frases acuñadas al respecto, que no utilizo por una cierta tendencia, que se me agudiza con los años, a rechazarlas. Creo, de todos modos, que, con el hambre de democracia que recorrió el país durante los cuarenta años anteriores al 20 de noviembre de 1975 -aunque la mayor parte de sus ciudadanos hay que reconocer que la disimulaba bastante bien- el aprendizaje se hará pronto.Sin ningún afán pedagógico, sólo por colaborar al esfuerzo común de habituarnos, ofrezco al lector mis reflexiones sobre el particular que, como verá enseguida, no son nada del otro mundo. Son de éste en el que vivimos el común de los mortales.
En primer lugar, he observado que quienes más puristas se han puesto con eso de la democracia son los que no la practicaban ni la dejaban practicar cuando mandaban solos a base de enviar a los que se les oponían -nos oponíamos, las cosas como son- a pasar unas vacaciones más o menos largas en recintos bien guardados, desde los que no se pudiera oír su voz. No voy a pretender que se les prive de la libertad democrática que ellos negaron tan sistemáticamente, ni mucho menos. Parece que los liberales -y ¿quién que es, que es demócrata no es liberal, aunque sea, por ejemplo, marxista?- aseguran que no hay democracia donde no hay posibilidad de que entren en el juego incluso los que lo tenían prohibido cuando estaban en el candelero.
Ahora bien, ¿no resulta, por lo menos, sospechoso que esos señores, en lugar de ejercitarse, como cada quisque, en esta especie de ensayo de la libertad que nos ha traído la TVE, como traen los juguetes a los niños buenos los Reyes Magos de Oriente, se dediquen, reglamento en mano, a pitarnos falta cuando, en su opinión, la hemos cometido? Con lo que viene a ocurrir que, en el fondo -y en la forma-, siguen mandando ellos. Porque en cuanto uno discrepa más de la cuenta -más de «su» cuenta- y dice las cosas un poco radicalmente, o por decirlo de otro modo, tal como las piensa, creyendo que después de cuarenta años ha llegado ya la hora de poderlo hacer, tocan el pito, nos señalan con el dedo y dicen:
- i Ep! i Cuidado! i Que eso no es democrático!
Rechazo de toda crítica
Otra observación de las que estos últimos tiempos ofrecen muchas. Los partidos democráticos resisten muy mal las críticas democráticas de los demócratas que, como, por ejemplo yo, vamos por libre, después de haber dejado, llegada ya la paz, aquella guerra clandestina que hubo que hacer en partidos clandestinos. He estado en algunos, sucesivamente, y hasta he tenido algo que ver en la creación del último al que pertenecí, lo que me permite hablar con cierto conocimiento de causa. Hay un mecanismo que funciona automáticamente, según el cual resulta que, en el momento en que se toma una opción política concreta y organizada, se llega a creer que lo mejor sería que todos la adoptaran también, puesto que es la mejor, razón por la cual ha sido adoptada por los que se someten -libremente, eso sí- a su disciplina. Claro que se trata de un automatismo inconsciente, como todos los automatismos, y, por consiguiente, no aceptado por los que son sus víctimas, personas generalmente muy serias y con poco sentido del humor. De ahí que, cuando rechazan toda crítica -digo toda, sin excepción alguna, porque aún estoy por ver que algún partido haya reconocido sus errores públicamente y haya agradecido la crítica- lo hagan colocando primero un prólogo más o menos largo asegurando que ellos son demócratas y aceptan la crítica, pero... El «pero» ya se sabe, es negar la objetividad del crítico, su condición democrática y la calificación crítica de su crítica, que por ese sencillo procedimiento queda convertida en una insidia, cuando no en una consecuencia de dogmatismos personalistas más o menos incurables, etcétera. Es decir, se trata de descalificar al crítico como demócrata, para que, muerto el perro, se acabe la rabia.
No es menos curiosa la tendencia a pedir algo que suena a mucho en los oídos de los que hemos pasado por los cuarenta años de eso que ahora se llama «autocracia» sin ahorrarnos ni uno. En efecto, no sé si por inercia, o porque se trata de algo inherente al ejercicio de la política, sea ésta autocrática o democrática, los que están en el candelero -el del Poder o el de la Oposición como minoría mayoritaria- tienden a pedir que la crítica sea eso que ellos llaman «constructiva» y que sé por experiencia que tiene gato encerrado. Porque lo que hay en el fondo de toda crítica «constructiva» es una ausencia de crítica. Parece que sea crítica, pero no lo es.
Acusación de elitismo
Me está llamando mucho la atención estos días, igualmente, la tendencia al aplazamiento de la crítica. Se habla de que hay que «consolidar» la democracia y, por tanto, conviene no abusar de ella. Esa es la tesis que, dicha de otro modo, menos «constructivo» quizá, podría formularse así, «consolidemos la democracia: no la usemos». La democracia, en tal caso, vendría a ser como esos ramos de flores de montaña, resistentes, de colores vivos, que se meten bajo una campana de cristal para que duren más. La gente los ve y se hace lenguas de su belleza, pero ni despiden aroma, ni necesitan agua , ni envejecen -o lo hacen muy lentamente- ni, sobre todo, esto es lo importante, hay que renovarlos. Son decorativos y mantienen el mismo escenario, para que se desarrolle, más o menos, la misma vida de siempre, con los mismos actores de siempre o sus herederos legítimos.
Cuando los críticos de la crítica democrática, que la descalifican negándole su carácter constructivo, son algo más sutiles o pretenden serlo, acusan a los discrepantes de estar aislados del pueblo, de no entenderle, de ser «elitistas» y etcétera. Porque, ¿quién ha obtenido los votos? ¿Los críticos discrepantes o los que ejercen el poder del Gobierno o el poder de la Oposición? No importa que uno cavile sobre la conducta electoral del votante, tan diferente de la del militante. En Inglaterra, por ejemplo, donde la democracia se ejerce, a mi juicio, en mayor grado que en parte alguna del mundo, unas veces ganan los laboristas y otras los conservadores. A veces, los primeros, o los segundos, logran permanecer en el Poder equis años por mayorías propias o con la alianza de minorías que les echan una mano, pero, al cabo de algún tiempo, una parte del electorado que les llevó al poder se cansa de ellos, cree que los otros lo harán mejor y da su voto a los otros. ¿Cómo, pues, se puede hablar tan enfáticamente del mandato popular? ¿No sería oportuno considerar de qué modo, por qué mecanismos, con qué grado de convicción, asumiendo en qué medida todo el programa electoral -que no suele ser el mismo que el del partido, porque a veces es incluso común con otro partido, como ocurre en Francia con las huestes de Miterrand y las de Marchais- ha concedido el elector su voto a quien lo haya hecho?. Si tales consideraciones, que me permito aconsejar, fueran hechas por los depositarios de ese mandato -siempre que no se considere antidemocrático y destructivo el atrevimiento de dar consejos a los elegidos- le quitarían un poco de énfasis a su invocación de los votos que han obtenido y podrían distinguir mejor, creo yo, cuándo hablan como elegidos por votantes que no son militantes y cuándo hablan como militantes del partido que les ha representado.
Porque dar coba al «pueblo» así «in génere», sin distinguir, elogiando su fina percepción política y etcétera, es algo que está al alcance de cualquier fortuna. Y uno comprende que, cuando se hace, no deja de pensarse que habrá otras elecciones y que la vocación del político es perpetuarse en la representación popular. Pero es hacer trampa y acusar a los críticos que se preguntan cómo y por qué el elector vota lo que vota y ofrecen unas respuestas determinadas -por ejemplo, la influencia de la TV, la necesidad que el poder tiene de una Oposición «a su medida». etcétera- de estar considerando al pueblo menor de edad, incapaz de elegir, etcétera.
¿Qué se votó?
Me gustaría mucho poder hacer lo que los partidos no harán: una encuesta como las anteriores a las elecciones, en la que se preguntara al electorado por qué votó a quien votó, si recuerda el nombre de los que han salido elegido s por su voto en candidaturas cerradas y, en su defecto, qué nombre recuerda y qué le movió a conceder su voto a la candidatura a la que lo concedió, cuáles son los puntos que recuerda del programa electoral del partido que eligió al votar y algunas cosas más.
¿Qué no se trata de eso, si lo que ha pasado es que unos votaron continuidad con cambios, pero menos, y otros continuidad con cambios, pero más, y que todos votaron el fin de la autocracia, aunque unos con franquistas dentro y otros sin ellos? Evidentemente. Eso es lo que digo yo. Y, sin embargo, los que somos más o menos tácitamente aludidos en la crítica de los políticos en ejercicio -del poder del Gobierno o del poder de la Oposición a ese Gobierno- tenemos siempre pendientes de nuestras críticas el calificativo infamante: «Eso no es democrático». O sea, que lo que no es democrático es discrepar. ¡Pues estaríamos listos si las cosas fueran asíl ¿No ocurrirá más bien que el fervor democrático que muchos acaban de estrenar tiene al partido único? Que es un vicio comprensible después de cuarenta años, pero sólo perdonable si se cura.
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