El 18 de julio
AUNQUE DE manera indirecta el decreto que declara «inhábil para todos los efectos» el día de mañana da a entender que el 18 de julio quedará en lo sucesivo definitivamente eliminado como fiesta oficial y laboral. La decisión se corresponde con el estilo gradualista del señor Suárez; y, como en otras ocasiones, la crítica que cabe dirigir al Gobierno por mantener, después del 15 de junio esa festividad, queda contrarrestada por el elogio que merece su cancelación futura.Porque es una paradoja macabra que los españoles celebremos como una fiesta la fecha que señala el inicio de una cruenta guerra civil que vistió de luto a la casi totalidad de las familias españolas de los dos bandos en lucha. No es ésta la ocasión ni el lugar para enjuiciar la sublevación durante el verano de 1936 de una parte de los mandos militares, respaldados por la jerarquía eclesiástica, apoyada por los partidos políticos de la derecha autoritaria, y aprobada por sectores considerables de las clases medias, contra las instituciones republicanas. Corresponde a los historiadores debatir las razones e incluso la necesidad -desde los supuestos de la propia derecha- de un pronunciamiento militar que las bendiciones de la Iglesia convirtió en Cruzada, la resistencia republicana en guerra civil y la intervención exterior en ensayo general de la segunda guerra mundial.
Pero lo que sí se puede afirmar sin mayor debate es que esa fecha luctuosa, trastrocada en festiva por los triunfadores, se halla en los antípodas de lo que una conmemoración histórica debe ofrecer para servir como símbolo de unión y consenso entre los españoles: vencedores y vencidos, monárquicos y republicanos, empresarios y trabajadores, catalanes, castellanos, vascos, canarios, gallegos y andaluces. En otros países el acontecimiento que expresa la identidad nacional y popular es la conquista de las libertades (como en Francia), la proclamación de la independencia (como en Estados Unidos), o la victoria contra una potencia invasora (como en Bélgica). Porque difícilmente puede fraguar la concordia sobre la memoria de la sangre derramada entre hermanos.
Este sentimiento une a la inmensa mayoría de los vencedores y de los vencidos; y a la casi totalidad de sus hijos, y de quienes invocan su herencia histórica. Ambos bandos sufrieron los horrores de la guerra y el dolor de la muerte de familiares, amigos y compañeros. Lo que distingue a los derrotados es que el azote del conflicto bélico no fue sino el comienzo de un largo calvario: el exilio dé cientos de miles de hombres, mujeres y niños, el fusilamiento de decenas de miles de prisioneros, el encarcelamiento de Ios disidentes, la privación de los puestos de trabajo y la expulsión de los escalafones administrativos de los represaliados, las humillaciones inferidas a esos ciudadanos de segunda. Pero también, una gran parte de quienes combatieron entre los vencedores pudieron comprobar con el tiempo que los frutos obtenidos poca o ninguna i relación guardaban con los ideales que les empujaron a empuñar las armas. Esta es la razón de que, a los 41 años de la sublevación, hombres que combatieron con los ejércitos de Franco -como Joaquín Satrústegui o Juan Manuel Fanjul- o vinculados familiarmente con dirigentes asesinados o fusilados de la derecha -como Miguel Primo de Rivera o Leopoldo Calvo Sotelo- convivan en los hemiciclos del Congreso y el Senado con símbolos vivos del bando derrotado en la guerra civil como Dolores Ibárruri, Manuel de Irujo, Rafael Alberti o Josep Andreu: Unos y otros saben que la guerra civil no sirvió para resolver, sino sólo para aplazar, los problemas de la convivencia entre. los españoles.
Porque tampoco entra en discusión que el sistema surgido del conflicto fratricida, el llamado Régimen del 18 de julio, ha caído -para emplear palabras de su propio fundador- como una fruta madura. Nada queda de sus pintorescas instituciones. Su ideología ha entrado en el museo de la historia. La inmensa mayoría de quienes contribuyeron a edificar las bambalinas del nacional sindicalismo -y la totalidad de quienes de entre ellos aunan la inteligencia con la honestidad- se retractan de su pasado o lo explican en términos emocionales. El 18 de julio, así pues, sólo puede ser el hito conmemorativo de una inútil carnicería y de un monumental fracaso histórico.
Por lo demás, cuarenta años de historia no pasan en balde. Y para fortuna de nuestro país los efectos económicos inducidos por la prosperidad europea de la posguerra, además de transformar una sociedad predominantemente agraria y rural, en otra preponderante mente industrial y urbana, ha modificado nuestra estructura social y, consecuentemente, nuestras ideas y nuestras costumbres. El crecimiento económico ha mejorado también la capacidad adquisitiva de la clase obrera y desarrollado un amplio sector terciario. Nuestro Ejército ha dejado atrás los recuerdos de Africa, se halla en vías de tecnificación y aspira a integrarse en los mecanismos defensivos de Occidente.
Las transformaciones en la Iglesia han sido aún más radicales: desde el Concilio Vaticano II una gran parte del clero y de su jerarquía han modificado profundamente sus concepciones sobre el ámbito de la misión evangélica y sobre las relaciones de la Iglesia con las clases dominantes y con el Poder. Finalmente, la Corona no es ahora una opción política, sino el marco de convivencia de toda la comunidad.
En suma, los grandes problemas planteados en 1931 -el enfrentamiento de laicistas y católicos, el enfrentamiento entre monárquicos y republicanos, la cuestión de la tierra, las reivindicaciones de las «nacionalidades históricas», la exasperación de las luchas obreras, la pouibilidad de manipular al Ejército y a la jerarquía eclesiástica- han desaparecido o han cambiado de términos. La España crispada y cejijunta de la década de los 30 ha dejado su plaza a una sociedad más relajada, más liberal, menos dramática.
Los españoles necesitamos, ahora, una nueva fecha que pueda servir de símbolo del consenso de todo el país; que no provoque reticencias de ninguno de los sectores que forman la comunidad española, sea cual sea su ideología, su situación de clase y sus sentimientos regionales o nacionales. Posiblemente, la promulgación de la nueva Constitución fuera la fecha más indicada como denominador común de todos los españoles.
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