Objetivo: la democracia
«Objetivo: la democracia. Lo que está en juego: la perennidad del Estado. El juego se lleva en secreto» (Henri Lefèbvre).Ciudadano de extramuros, niño de dos dictaduras, como nacido que fue en las postrimerías de los enloquecidos años veinte bajo el signo zodiacal del toro y el económico de la depresión, quien esto escribe -al igual, supongo, que otros hombres de similar cronología- puede pensar su biografía o su tanatografía política como resultado de una forma particular de represión que le constituyó, en definitiva y a pesar suyo, en un voyeur. Sería en buena parte, creo, experiencia común de muchos hombres de mi tiempo -¿o sólo algunos la habrían asumido como -experiencia radical?- la de haberse sentido forzados a mirar, y a ver en consecuencia con especial acuidad, las obscenidades del Poder. Pues ante los ojos nuestros, desde que éstos han podido asomarse en rigor a, la mirada, el espacio político se ha ido totalizando, (con sumisión o dimisión o mengua crecientes de la energía o de la creatividad social) como espacio exclusivo del Poder, tanto en los regimenes paleotiránicos que tan a fondo liernos conocido como en los regírnenes neoliberales que a ellos se opusieron o que, por metamorfosis del Poder mismo, han venido, andando el tiempo, a sucederlos.
En ese espacio ocupado (tantas veces manu militari), donde toda acción nacía corrompida en su raíz y donde acaso sólo era posible la mirada el Poder se nos ha ofrecido muy a lo vivo como representación. Habituados al espectáculo del Poder, a su reproducción obscena, a sus metamorfosis o a sus máscaras, todo cambio de argumento, decoración o actores en esa escena soberana ha de retraernos necesariamente a la mirada. Por eso, ante lo español en cambio, ante la transformación buscada o requerida de los poderes y el Poder y la reordenación forestál de lo pplítico, no nos cabría -o no cabría, en todo caso, al que esto escribe- más que reivindicar, para ejercerlo esta vez como opción libre, el derecho civil a la mirada.
Mirar es participar. Es estar, pero estar a la distancia necesaria para que sea posible ver. Esa toma de distancia se produce, claro está, resp'ecto de la órbita o bloque del Poder; es decir, respecto de lo que ese Poder por su naturaleza sea o no de lo que por su capacidad de representación nos pueda dar a entender que es. Por supuesto, constituirse en ese territorio, en el de la distancia ontológicamente impuesta por la mirada, obliga ante todo a no constituirse ni como parte del Poder ni como opción de Poder (tentación añeja y siempre malparada de la intelloencia) pues para eso el Poder ya tiene un dispositivo que le es propio, la Oposición, indispensable ele mento de la representación de Poder.
La mirada se constituye así co mo distancia o trecho que nos se para del Poder -o del espacio político como totalización - para restituirnos, aunque acaso con apariencia insolidaria, al verdadero espacio de lo social. ¿Sería, pues, ese indi.spensable efecto de distanciación (un Verfremdungsefekt contra el gran aparato naturalista de la, representación del Poder) lo propio de una posible inteligencia española en una posible coyuntura actual? Los indicios son, por el momento, extremadamente escasos, pero no nulos. Pienso que sobre supuestos no muy disparejos de los aquí enunciados habría que situar la afirmación siguiente de Jorge Semprún, también en parte grande ciudadano extramural con derecho de postliminio: En España vamos a necesitar mucho una recensión crítica de las acciones del Poder.
Parece claro que, en su posible inicio, esa recensión crítica ha quedado in,hibida por las exigencias y la superficialidad típicas de toda situación electoral. Supongo que hay que tener una formidable capacidad de inhibición de toda facultad crítica ante la rotesca venta de imágenes que caracterizó la presentación de los protagonistas del Poder en todas las dimensiones de éste, la gubernarriental y -acaso en forma más acusada y tal vez más impuesta por necesidades electoralistas- la del partido mayoritario de la Oposición. Por eso, toda posible recensión crítica debiera iniciárse señalando el riesgo de que, en las particulares circuristancias nues tras, la superficial tensión circen se de la pugna electoralista se prolongue aún considerablemente, que la venta de imágenes continúe, que la izquierda tienda -como también Semprún ha indicado- a formas más electorales que orgánicas y que el cuerpo sociaI al que tan espectacularmente acaba de ofrecérsele la democracia sólo tenga acceso a aguas muy someras de la político navegable. Cabría, pues. como primera aportación crítica a esa recensión ideal de las acciones del Poder, traer a este contexto una reciente observación de Gilles Deleuze, el discutido autor del Anti-Edipo: Las condiciones particulares de las elecciones en la actualidad hacen que el nivel habitual de estupidea ascienda.
Acaso convenga también tomar en cuenta que el desencadenamiento y la estión del fenómeno de cambio son asimismo acciones típicas del Poder. Los gestores del cambio han sido en este caso los mandatarios (actualizados o modernizados) de la derecha española que ni siquiera han depuesto el Poder en terreno neutro por una mínima cortesía del juego. El Poder (o el Estado, que es el otro nombre del Poder) puede cambiar con naturalidad sus formas, sobre todo en los regímenes no paleotiránicos, pues -como escribe Henri Lefèbvre- la paradoja del Estado es su aparente novedad perpetua ( ... ) cuando es siempre forma de lo mismo. ¿Cabría esperar de un socialismo español no electoralista que inscribiese explícitamente en su programa mínimo de socializaciones la única socialización real que acaso al socialismo incumba: la socialización del Poder?
Queda, en fin, otra acción del Poder muy característica de las situaciones neocráticas: la modernización. La importancia que a ese factor se ha dado en el cambio español (ya desde las etapas postreras del régimen precedente) es bien visible. También ímportaría aquí reseñar críticamente esa capacidad de modernización del Poder, que ha sido analizada en la neocracia giscardiana por Nicos Poulantzas como vía de constitución de nuevas formas del Estado capitalista en cuanto Estado «autoritario» o «fuerte».
Los cambios provocados y gestionados por el Poder se ofrecen al cuerpo social como espectáculo o representación. En las situaciones paleotiránicas la realidad del Poder y su representación suelen coincidir burdamente. En las situaciones neocríticas, que pueden responder no a formas de más absoluta libertad sino de más consolidado Poder, la representación, más corripleja o perfeccionada, no declara sino que oculta la realidad de aquél. ¿Correríamos el riesgo, en tales situaciones de llamar democracia a la capacidad de auto-ocultación del Poder mismo?
En sus aspectos enunciativos y suasorios el cambio español se apoya decididamente en la palabra democracia. ¿Qué democraciag? Porque el debate sobre la democracia es un debate infinitamente abierto, que cabría iniciar con la misma pregunta de la que el socialista italiano Norberto Bobbio se servía en fecha todavía próxima al examinar las relaciones entre la teoría marxista y el Estado: la democracia, se ha dicho, es una vía. Pero hacia dónde?
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