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Tribuna:
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La Iglesia y el Poder

Mi artículo último -y primero desde mi regreso a España-, «Suplantaciones políticas», ha sido lo suficientemente discutido y, en las columnas de EL PAIS, aludido por José María Martín Patino, S. J., como para que no se considere impertinente volver sobre él y precisar algunos de los puntos en él tratados.El primero de ellos se refiere al título mismo del artículo de Patino. No creo de ninguna manera, ojalá sí, que haya llegado la hora de las exequias del poder político de la Iglesia. Y no lo creo, en primer lugar, porque la Iglesia, hoy por hoy, no puede inhibirse fácilmente de su coejercicio. En segundo y principal lugar, no creo tampoco que quiera hacerlo.

Que no puede es claro. El país no está lo bastante secularizado religiosamente, ni lo bastante educado políticamente, para que no pese en la opinión pública -en una parte, al menos, de la opinión pública- lo que piensan -o dan a entender que piensan- sus pastores. Y, de hecho, mi impresión -no he estado aquí durante la campaña electoral- es que, en efecto, ha pesado. Ha pesado minoritaria y mínimamente, al dejar en relativa libertad para vota a la izquierda, aunque ésta no sea «de inspiración cristiana». (De todos modos, tales electores se habrían tomado por sí mismos tal libertad, como se toman la de usar medios anticonceptivos. Entre la izquierda, lo menos que hay que decir es que la Jerarquía eclesiástica tiene muy poco prestigio.) Ha pesado para no forzar al electorado católico moderado a votar a la derecha. Y ha pesado, sobre todo, sutil pero eficazmente, para que las gentes de centro votasen al llamado «Centro».

Que la política eclesiástica representada por lo que yo llamo taranconismo ha sido, desde la famosa homilía de Tarancón, hábil, prudentemente («jesuíticamente» como antaño se decía), centrista, es, para mí, un hecho palmario. El carjenal Tarancón, en aquella memorable ocasión, muy lejos de entonar un réquiem al poder político de la Iglesia española, predicó al Rey, un tanto teocráticamente -en el tono más aún que en el contenido, pero ya es sabido que es el ton el que hace Ia chanson-, lo que había que hacer. Y Adolfo Suárez, gobernante católico y bien mandado, rodeado de ministros, salvo excepción posible, que no me consta, «de inspiración cristiana», lo está haciendo. Yo no entro ni salgo, en este momento, en el problema de si es conveniente o no al país, ahora, una política de centro. Lo que digo es que ha sido la preconizada por el taranconismo. Y también digo que el rechazo de los «partidos políticos confesionales» ha debilitado única y exclusivamente a la democracia cristiana (la genuina, claro, no la conservadora de Alvarez de Miranda, que personalmente merece, ni que decir tiene, toda mi consideración). Ahora bien, es obvio que la opción de la democracia cristiana estaba situada más a la izquierda qué la del llamado centro. De donde resulta que la Jerarquía ha favorecido al «centro» (cristiano) en perjuicio de la izquierda cristiana.

Tampoco entro ni salgo en las vinculaciones, más o menos estrechas, entre el taranconismo y la ACN de P. Me limito a constatar que en el nuevo Gobierno hay tres propagandistas cuando menos. Y que éstos siempre, desde la República y la CEDA, pasando por Martín Artajo y Silva, hasta ahora -y cualesquiera que sean las simpatías subjetivas de Patino y hasta del propio Tarancón-, han sido sostenidos objetivamente, han sido caucionados (perdónese el relativo galicismo) por la Jerarquía eclesiástica. No me parece, pues, de ninguna manera temerario afirmar que sigue existiendo una línea política oficial de la Iglesia, se confiese así o, como ahora parece de moda, no.

La Jerarquía eclesiástica, diciendo que no elige, sin embargo ha elegido. Ha elegido a su centro y ha preferido a su izquierda. Personalmente me he cansado de decir que estoy por una política laica. Pero a falta de ella me parece menos peligrosa una política que se atreva a denominarse cristiana y que, en mayor o menor medida, sea de izquierda, que la política de un supuesto centro (cristiano), que intenta encubrir su verdadero carácter de cristiano... y de conservador. Prefiero, en suma, los partidos que proclaman lo que son, a los grupos que se mueven, corno en su elemento ambiente. en la sombra. En último término, políticamente, el Opus Dei no fue más que un modernizado, impaciente y mal remedo de los Propagandistas.

Se me podrá objetar que no todo el «centro»,es Propagandista y que está por demostrar que la actualidad confirme lo que la historia contemporánea muestra, a saber, la colusión de Jerarquía y Propagandismo. Lo primero es verdad. Tanto más verdad cuanto que el «centro», en tanto que ideología, es inexistente, y en tanto que fuerza política, un mero conglomerado que ha suplantado al bueno, malo o regular centro real, el que preexistió a esa «fabricación» gubernamental, el de los democristianos y los liberales. Y sin embargo... El hecho de que el Ministerio de Educación -nuevo frente de las batallas de la Iglesia y, pro domo sua, de los Propaga ndistas-, va a ser regentado por uno de éstos, en tanto que otro retiene otro ministerio de ámbito potencialmente conflictivo, el de Justicia, da que pensar. Se diría, sin necesidad de ser malpensado, que Suárez ha entregado a los Propagandistas todo cuanto ellos le han pedido. Es natural.

Suscribo la bella alerta de Patino de que la Iglesia no debería renunciar a «crear su propia cu,ltura». Pero ¿se trata de algo mas que una bella frase? Parece que ha sido la misma Iglesia quien, hace tiempo, de motu proprio, hizo esa renuncia a la creación cultural. Y, sin embargo, sí que es más que una frase. Es la manera más elegante, más moderna, más cristiana de decir lo que en el siglo pasado y a comienzos de éste se denominaba «defender los derechos de la Iglesia». Para la Iglesia, para la Iglesia como Jerarquía, sus derechos han sido, casi siempre, lo primero y principal que se había de defender.

Mi visión de las cosas es totalmente opuesta a la católica establecida. Creo, en primer lugar, que la cultura religiosa tendría que ser incesantemente creada y, recreada, y no meramente custodiada, intangible, inmutable (casi como los Principios del Movimiento), en conserva. Y creo que eso habría de hacerse desde fuera del poder. La iglesia, confesadamente en tiempos triunfalistas, cautamente, tacitistamente hoy, está con el poder, está a su lado. (Si por «oportunismo» o no, es cosa que no soy yo el llamado a juzgar.) El intelectual, tal como yo lo entiendo, no puede, no debe estar nunca con el poder, yo diría con una relativa exageración que ni tan siquiera con el poder -participado- de la oposición establecida. Debe estar en la crítica del poder actual y del que le suceda. Y, en la medida en que esa crítica encierre poder, también en la crítica de sí mismo, en la autocrítica.

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