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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El recto uso derecho de huelga

DURANTE OCHO días, los servicios de recogida de basuras de Valladolid han permanecido en huelga, apoyando de esta forma sus peticiones de aumento de salarios y reducción de jornada laboral. La noticia no requeriría más comentarios si las circunstancias particulares del conflicto no lo hubieran rodéado de una especial gravedad. A lo largo de sus últimas horas, la capital castellana presentaba un aspecto dramático: huelguistas y vecinos enfrentados violentamente con la fuerza pública, mientras las calles de la ciudad daban la sensación de una villa apestada en la que el fuego de las hogueras, la suciedad, el hedor insoportable, el peligro de aparición de ratas e insectos y el riesgo de enfermedades contagiosas se combinaban en una imagen que nos retrotraía a las oscuras sombras de la alta Edad Media.Tan caótica situación ha sido, fundamentalmente, fruto de una interpretación errónea de lo que debe significar el derecho a la huelga por parte de tres grupos de protagonistas: las autoridades municipales, los propios huelguistas y aquella parte de la población vallisoletana encuadrada en las asociaciones de vecinos.Las autoridades municipales creyeron posible recurrir a métodos de otros tiempos para solucionar el conflicto y, en lugar de negociar con los representantes de los trabajadores y exponer sus puntos de vista ante los vecinos, prefirieron la vía expeditiva del despido y la política del amedrentamiento. Por su parte, los obreros del servicio de recogida de basuras olvidaron que, al fin y a la postre, desempeñan un servicio público con especial incidencia en la salud ciudadana, el cual, sin recortar en absoluto su derecho de huelga como medio de defensa de sus intereses, limita los métodos empleados en apoyo de sus reivindicaciones. No recoger la basura depositada en sus lugares habituales puede tener alguna defensa; desparramarla por las calles es injustificable.

Respecto a las asociaciones de vecinos, nadie puede negar su derecho a participar en un conflicto que tan directamente les afecta, pero parece como si en este caso el apoyo a los huelguistas y el acoso a una de las partes en litigio hayan primado sobre lo que, a primera vista, debería ser su objetivo prioritario: el reducir al máximo la incidencia de tan peligroso antagonismo. Quizás existieran razones para que las asociaciones se manifestaran ante el Ayuntamiento en solidaridad con los huelguistas, pero es muy difícil hallarlas para el lanzamiento de bolsas de basura contra la fachada de la Casa Consistorial.

Estamos, pues, ante una de las muchas deformaciones que cuarenta años de dictadura han enraizado en la apreciación que de sus derechos y deberes en un régimen democrático hacen los distintos grupos sociales en la España de 1977. No sólo porque existe un clima de confusionismo general en el cual nadie parece inclinado a delimitar con claridad las fronteras que separan el interés propio y el general, sino porque, como en este caso concreto, los principales protagonistas olvidaron que una huelga laboral es, únicamente, un acto a través del cual un grupo social manifiesta su protesta frente a una situación de injusticia, mediante la interrupción temporal o la cesación total del trabajo. Una huelga laboral, y la de los obreros de Valladolid así debe considerarse en principio, no es un conflicto político que persiga la ruptura del orden social existente; ni, exige manifestaciones de solidaridad, como las de las asociaciones de vecinos, que busquen más exacerbar la conflictividad entre los grupos enfrentados que paliar las consecuencias de su disputa.

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Nuestra regulación del derecho de huelga deja mucho que desear, pero en cualquier democracia occidental el derecho de huelga, además de gozar de un reconocimiento constitucional, marca las diferencias entre huelga política y laboral, limita parcialmente su ejercicio en determinados sectores o para ciertas capas de asalariados, establece procedimientos preceptivos de conciliación y arbitraje e impone preavisos a su puesta en práctica. Si en nuestro país queremos caminar hacia el perfeccionamiento de un tégimen democrático, es preciso desechar la idea de que éste permite la imposición de las aspiraciones de un grupo social sobre los restantes por todos los medios y a cualquier precio.

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