Reforma administrativa y pólitica exterior
Catedrático de Universidad, Técnico Comercial del EstadoLa evolución política del posfranquismo plantea problemas ineludibles que, con fortuna varia, habrá de resolver el segundo Gobierno Suárez. No es necesario hacer hincapié en la importancia de la reforma administrativa.
De cara a tal reforma, algunos protagonistas de nuestro lastrado acontecer administrativo van tratando de apuntarse bazas en una curiosa mezcolanza de pautas de comportamiento heredadas de las prevalecientes en la dictadura, aderezadas con las modernas técnicas de moldeación de la opinión pública, que requiere, sin duda, el momento predemocrático presente: quizá puedan servir de muestra al efecto las declaraciones de don Marcelino Oreja, nuestro joven y viajero ministro de Asuntos Exteriores, en el reciente acto de entrega de diplomas a los alumnos que han terminado los cursos de la Escuela Diplomática.
Al amparo de la siempre necesaria clarificación del control de la política exterior en un sistema democrático, el señor Oreja ha reintroducido lo que parece ser una de sus preocupaciones administrativas -y corporativas- fundamentales: la noción de que tal política debe verse presidida por una cierta versión interesada del principio de «unidad de acción». Las referencias de prensa, no desmentidas ni rectificadas, han señalado además que, en opinión del orador, el control de la función exterior, centrada en el Ministerio del ramo, «es lo que más específicamente caracteriza la política exterior en un sistema democrático». Naturalmente, supongo que esta formulación no ha podido proceder de nuestro ministro, quien, como fino jurista que es, sabe muy bien que el hoy tan ansiado marchamo de «democrático» se aplica con preferencia a situaciones en las que el control de una política funcional (como también es la exterior) recae no tanto en los propios órganos del Poder que la llevan a cabo, cuanto en la efectividad del que se ejerza respecto a la actividad de tales órganos y, en el caso que nos ocupa, del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Pero las recientes declaraciones del señor Oreja merece destacarse porque constituyen el jalón preelectoral de una campaña de creación de ambiente en la opinión pública hacia las consecuencias de ciertas líneas de acción que han provocado remolinos corno los producidos tras el rechazo por parte del Gobierno del futuro mandato bajo el cual la CEE se disponía a dosificar parvamente su escaso apoyo material a la naciente democracia española. Tras tal rechazo, insólito en la larga comedia de nuestras relaciones con la Comunidad, dicen los enterados que se ocultaban fuertes discrepancias de opinión entre nuestros departa mentos técnicos y algunos de los protagonistas de nuestra ofensiva diplomática «hacia todos los azimuts», divergencias rápidamente desmentidas en el bastidor de la unidad de acción exterior del Estado. Debería ser claro, sin embargo, que una reforma que quizá modifique la expresión orgánica de las competencias de ciertos Departamentos de la Administración e incluso el peso de sus titulares en el Gabinete -lo que parece ser la meta última, si bien, poco confesada explícitamente, de los esfuerzos del señor Oreja- no puede ampararse bajo el principio casi mítico de la unidad o indivisibilidad de la acción exterior, ya que es lógico que toda acción del Estado sea indivisible en cuanto que es éste el que asume la plena responsabilidad de su actuación, para lo cual cuanta ya al más alto nivel con instituciones consagradas.
La propia existencia de Embajadas y representaciones diplomáticas en el exterior asegura adicionalmente el cumplimiento sobre el terreno de esa unidad de acción, lo cual no significa en modo alguno que la actuación indivisible tenga que discurrir a través de un solo cauce orgánico. En una sociedad compleja y, afortunadamente, abierta de manera creciente al mundo externo a ella, como es la española de la actualidad, las actuaciones en materia de defensa, economía, relaciones laborales, transferencia de tecnología, educación, etcétera, discurren por cauces diversos, sin romper el principio de la unidad de acción, pero sin caer tampoco en el peligro de una acaparación de competencias desmesurada y paralizante por parte de ciertos departamentos de la Administración o de sus titulares. Los españoles podemos meditar hoy sobre las consecuencias de la peculiar instrumentación administrativa de la política económica que impuso en su momento uno de los últimos ministros de Hacienda del fallecido general.
Tal meditación no dejaría tampoco de tener importancia en el caso de la modesta política exterior -sin ambiciones planetarias- que puede desarrollar una potencia media como nuestro país, basada más bien en la interpenetración de los intereses estratégicos, comerciales, financieros y culturales que en pretensiones «lideristas». Aquí, la política exterior es el resultado de intereses diversos, en competencia, que requieren una pluralidad de cauces de expresión y de gestión.
En la situación política hacia la que apunta ahora España, la clarificación de la reforma administrativa debería llevarse a cabo en un marco democrático tan alejado como fuera posible de las corruptelas, golpes de mano y zancadillas interministeriales típicas del franquismo, que han marcado indeleblemente a varias generaciones de funcionarios, con independencia de su edad. Si un departamento, o su titular, quieren duplicar funciones y contribuir a la expansión del gasto público, lo lógico es que defiendan sus pretensiones a la luz de su racionalidad. técnica, jurídica y política, apreciada por los representantes elegidos del pueblo, que es el destinatario de la acción interior y exterior de la Administración y quien, en último término, sufre y paga las consecuencias.
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