Los que no creen en la democracia
Dentro dé unas cuantas semanas será curioso recopilar los augurios que se están haciendo sobre las elecciones del próximo junio. Primero se ha dicho que no se iban a hacer. Después, que iban a quedar restringidas a algunos grupos reducidos, «los de siempre». Luego, que iban a ser manipuladas. Ahora se da como cosa sabida, y de clavo pasado que el partido o grupo que está en el Poder gana siempre las elecciones. La consecuencia de estas opiniones sería que no vale la pena hacer elecciones, que su resultado se sabe ya de antemano, que el pueblo no tiene capacidad para decidir lo que quiere.Gran parte de estos juicios previos o prejuicios han resultado ya invalidados por los hechos (pero no se han rectificado, no se ha reconocido el error). Son muchos los españoles que aceptan sin la menor crítica la afirmación, tan repetida, de que desde el Poder se ganan invariablemente las elecciones. Ahora bien, los hechos prueban que esa afirmación es falsa: desde el Poder se ganan o se pierden las elecciones, según haya sido la gestión previa del Gobierno, según sean las propuestas de los diversos partidos, según sea la voluntad colectiva del país.
Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 fueron hechas por el Gobierno de la Monarquía, y todos sabemos que el 14 se implantaba la República. Las Cortes Constituyentes de 1931 fueron elegidas con una gran mayoría de izquierdas (republicano-socialistas). En 1933, el Gobierno, presidido por Martínez Barrio, hizo unas elecciones «rabiosamente sinceras». -según anunció-; su resultado fue la derrota de la. coalición gobernante y el triunfo de las derechas: la CEDA y grupos afines, con el Partido Radical. En febrero de 1936 el Gobierno perdió nuevamente y triunfaron las izquierdas con el Frente Popular. Es decir, que en la historia electoral española más reciente invariablemente han perdido los grupos que desde el.Poder han hecho las elecciones (lo cual no es muy buen síntoma del acierto de su gestión, pero muestra la capacidad electoral de reaccionar y rectificar).
Si se considera el caso de otros países, ocurre algo parecido. Hemos oído y leído mil veces que en los Estados Unidos triunfa el «gran capital»-se entiende, el Partido Republicano-, pero en 1964 tuvo este partido, con Gold water como candidato, una fabulosa derrota. O bien se supone que el Partido Demócrata, que es el más numeroso y «popular», tiene que triunfar, lo cual no impidió que McGovern fuera derrotado por un margen increíble en 1972. Y hace pocos meses Ford, presidente,en ejercicio, ha perdido las elecciones frente al candidato demócrata, tan poco conocido, Carter.
Es decir, que no se sabe. Que, donde y cuando hay efectivas elecciones, el resultado no va adscrito a un partido, ni tampoco al equipo que ocupa el Poder. Tales ideas las difunden los que no creeri en la democracia.Naturalmente, son muchos. La gran mayoría de los españoles no han tenido en toda su vida ni la menor experiencia de ella. Se dirá que en otros países está vigente, y pueden haber tenido noticia de su funcionamiento. Pero hay que recordar que durante cuarenta años se ha predicado monótonamente el desprestigio de la democracia, se la ha denostado y escarnecido, se la ha identificado con el engaño, la explotación o el desorden. El 90% de lo que los españoles han leído ha sido contra la democracia. Los periodistas han estado aprendiendo eso mismo en sus escuelas, y hasta hace una temporada han estado escribiéndolo en los .periódicos -se pueden repasar sus colecciones en la Hemeroteca Municipal, y sería una tarea urgente-
Por si fuera poco, son muchos los «demócratas» recientes que tienen particular devoción por aquellas formas políticas en que no se hacen elecciones o, sise hacen, es con un solo partido y una lista única,que obtiene el 99,5% de los sufragios (salvo error, porque se puede llegar al 102%). ¿Cómo va a tener confianza en que el pueblo pueda rectificar, cómo, va a suponer que el Gobierno puede perder, el que tiene presentes esos modelos y no recuerda que ello haya ocurrido ni una sola vez?
Tampoco creen en la democracia los que auguran que si tal o cual grupo o partido triunfa, acontecerán fieros males. Cuando se les reprocha, suelen defenderse diciendo que simplemente «predicen»,.como el hombre del tiempo, pero todos sabemos que amenazan, que expresan su decisión de no aceptar el resultado de las elecciones si éste es adverso. Es lo que ocurrió varias veces durante la República: algunos partidos habían anunciado ya que no aceptarían los resultados electorales más que si eran favorables, y así fue. El 10 de agosto de 1932 se levantaron desde la derecha los que no aceptaron las elecciones de 1931; en octubre de 1934 se levantaron desde la izquierda los que no acataron las de 1933; en julio de 1936, finalmente, se rebelaron los que no pudieron esperar un cambio democrático después de las elecciones de febrero, y allí terminaron las elecciones, y toda democracia, enterrada a paletadas alternas por ambos extremos del país.A la hora de resucitarla, ¿no conviene tener esto presente? Parecería sensato preferir la hoja de servicios de los que contribuyen a establecerla a la de aquellos grupos o individuos que se distinguieron en su demolición.
Se dice a veces que las «credenciales» democráticas de tales o cuales políticos o grupos dejan mucho que desear, y suele ser cierto. En un país en que no ha habido democracia durante cuarenta años largos -dejó de haberla, no se olvide, en 1936-, no es probable encontrar equipos que la,encamen con el rigor debido, ni siquiera políticos que sepan ser fieles a la totalidad de sus exigencias. Pero todavía hay gran diferencia entre el espíritu democrático imperfecto y el espíritu antidemocrático. Los que buscan la perfección deberían darse cuenta de que si no la hay es forzoso elegir entre imperfecciones mayores o menores.
Yo diría que, hay que elegir, sobre todo, entre tendencias. Los grupos que tienden hacia la democracia me parecen preferibles a los que se han encontrado muy bien sin ella y nunca la han echado de menos, a los que -por ambas partes- la destruyeron cuando imperfectamente existía, a los que sólo invocan la democracia cuando no están en el Poder. La busca de una perfección ilusoria y en este momento imposible puede llevar a destruir las posibilidades de una democracia todavía insegura, pero hacia la que se ha avanzado prodigiosamente en año y medio.
Finalmente, hay un punto sobre el cual no hay demasiada claridad: lo que podríamos llamar la «contaminación» con el régimen anterior. Por convergencia de una serie de motivos, principalmente la aceptación de álgunos sacrificios y la retracción total a la vida privada, la mía ha sido cero.Esto me permite tocar con holgura tan espinoso e insoslayable tema.
Se da por supuesto que esa «contaminación», cuando es antigua, es disculpable, y cuando es reciente, muy grave. Pienso lo contrario: el régimen, que terminó en 1975 me pareció siempre inadmisible, contrario a los derechos de los ciudadanos españoles, representativo de una guerra civil devastadora y destructora de la normalidad política; pero el desgaste de los años y la evolución de las cosas dentro y fuera del país habían hecho que el régimen, en sus últimos años, no fuera ni sombra de lo que había sido. y sus elementos negativos -suficientes para seguir considerándolo inaceptable eran incomparablemente inferieres a lo que habían sido durante muchos años desde 1939.
, Es decir, que la adscripción, tal vez entusiasta, en su primera fase tiene una gravedad mucho mayor que la incorporación en su fase final, sobre todo si se trata de personas jóvenes que no han encontrado otra cosa, que no han tenido propiamente otra opción.
¿Cuántos son los españoles, incluso en los partidos que se llaman de oposición, que no han ayudado a establecerse a ese régimen? ¿Cuántos son los que no lo han apoyado con su esfuerzo y cooperación? ¿Cuántos los que no lo han elogiado? ¿Cuántos, flnalmente, los que no han presentado certificados de adhesión al régimen para ocupar puestos y participar en su administración? Si con este criterio se repasaran las listas de candidatos, ¿cuál sería el resultado?
Ciertamente, no invito a hacerlo; he aborrecido siempre el espíritu de «depuración». Pero la condición es que no se hagan curiosas excepciones dirigidas a lo que podríamos llamar contaminación venial. Tal vez están dispuestos a hacerlas los que tienen dosis tan elevadas, que podrían ser políticamente mortales a la hora de confiar en ellos para hacer vivir una democracia.
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