¿Otra vez abstención?
En el último referéndum no todo abstencionismo se inspiró en las consignas de partidos de la Oposición. Algunos españoles, no muchos quizá, pero sí bien conocidos por su dedicación a tareas creativas, renunciaron a acudir a las urnas por considerar que el juego en cuestión estaba trucado. Para determinados partidos, el truco era político; para los ciudadanos, a los que me refiero, la trampa era sobre todo moral. Ya entonces, hace menos de seis meses, tuvieron que confrontar su actitud con los argumentos de los sagaces, de los iniciados en los asuntos que conciernen al Poder (que desde luego suelen con frecuencia no coincidir con los que entienden de su recto uso). La piedra de toque en tales argumentaciones fue casi siempre la misma: lo menos malo es mejor que lo malo. Así será sin duda en situaciones medias, en decisiones que afectan a las fibras más íntimas de la naturaleza cívica. Pero cuando, como en la referida votación, lo que se ventilaba es ni más ni menos que el trazado de nuestros horizontes democráticos, esto es, de la normalización social y política de la vida común española, la respuesta a aquel axioma no pudo ser sino esta: lo bueno es enemigo de lo mejor. ¿Maximalismo? Ciertamente, pero en trances esenciales los minimalismos resultan ser malintencionados o miopes. Al enfermo de cáncer no se le cura puliéndole las uñas. Mucho me temo que a aquellos abstencionistas se les plantee de nuevo el mismo dilema cara a las inminentes elecciones. Sobre todo si sus tendencias políticas no son radicales, sino moderadas. Las últimas remodelaciones del llamado centro, más que tales, parecen distorsiones gravísimas, irreparables. Y no tanto por los manejos a los que el Poder vigente procura someterle con éxito implacable, sino mas que nada porque en este tejemaneje el tal centro ha evidenciado su característica menos agradable: la vocación de sometimiento. Me importa resaltar que no comparto el escándalo en cuanto al comportamiento electoral del presidente Suárez. El paleofranquismo y el franquismo (no veo que haya de hacérsele a Alianza Popular el favor que supone el calificativo de neofranquista) acusan de traición a su todavía reciente cama rada en las prietas filas. No seré yo quien me meta en disputas de familia. Pero ciertos demócratas y aspirantes a serio están decep cionados y hasta enfurruñados. ¿Con qué razón? Adolfo Suárez ha ganado su carta de crédito como político de la transición. Y dado que los políticos del centro apenas nos han ayudado a imaginar los tramos finales de ese tránsito; dado que su preocupación se agota en cómo ir cambiando, sin que nos digan con programas concretos hacia dónde cambiaremos finalmente; dado que su representación es en la mayoría de los casos mera autorrepresentación, estimo coherente que figure entre ellos el señor presidente. Eso sí, tal coherencia es más bien triste. Pero no para los protagonistas del centro, sino para parte de su posible clientela electoral, para quienes desean una sociedad española claramente diferente de la que durante cuarenta años dictara el general Franco, deseando en consecuencia que la gestión del cambio no se ejerza al ritmo decepcionante del coito interrumpido.Los «realistas» ante el referéndum, minimalistas, diría yo, se ven ahora embrollados en sus propias redes. Aquel truco ha venido a dar en las elecciones en un truco todavía mayor. Sólo que ahora son los moderados independientes los paganos. Seguro que aquéllos volverán a la carga sobre éstos con su advertencia preferida: ¡Que viene el coco! Cuando el señor Fraga padecía una leve ronquera, incubada probablemente en las dernocráticas nieblas londinenses, nos pronosticaron que o Fraga o el golpe de Estado. Hoy nos alarmarán con otro pronóstico: o Suárez o el Fraga, que ha recobrado su voz. Mas suya es la culpa (¿o suyo el recóndito interés?). La política eficaz en la actual singladura española no puede ser sólo de tránsito, sino también de inauguración. Este «no sólo, sino también» constituiría el auténtico milagro de nuestra evolución, y no el tan cacareado por los sólo transicionistas de aquende y allende las fronteras. Bien está que se utilice un mero pragmatismo al reformar, por ejemplo, la ley de Arrendamientos Urbanos. Pero el pragmatismo no basta, si se emprende la reforma de toda una sociedad. Será, además, preciso para ello un fuerte plus de imaginación. Los verdaderos políticos nunca se han reducido a atenerse a las cosas como son, sino que han sabido instalarse, colaborando a su nacimiento, en las condiciones previas a las cosas como serán. Pragmatismo no equivale a mediocridad. No siempre dos y dos son cuatro; en las grandes operaciones dos y dos son por lo menos cinco. Claro que cabe la sospecha de que no pocos de nuestros realistas puros no quieran entrar de veras en una operación de magnitud. ¡Ojalá que esta sospecha quede, ante su comportamiento, degradada a suspicacia!
A los intelectuales sin partido se les ha empujado casi siempre en España a un voto socialmente dislocado. Si no se tiene un estilo de vida socialista, ¿habrá que dejarse vencer por motivaciones morales y votar por la izquierda? Es una opción. La abstención es otra. Esta segunda quizá más política, más clarificadora, con forme fatalmente a la previsión del saber oriental respecto del «sacrificio del conocimiento». Además de que en esta ocasión los partidos de izquierda, sobre todo el comunista, pocos atractivos románticos presentan. Pero no confundamos voto moral con voto romántico. De este último padecen los independientes la peligrosa secuela de la margina ción. La alternativa democrática oscila entre crítica y conformismo; en situaciones no democráticas, o de una predemocracia que se prolonga de suyo ad infinitum, la alternativa oprime entre enca nallamiento e hipercrítica. No es bueno para un país propiciar la crítica acerada. ¿Por qué obligar a los poetas a escribir la que generalmente es su poesía de menor calidad, la de combate? ¿Por qué constreñir a los curas a que, sepa rados conciliarmente del «trono», tengan que manotear, para no quedarse en los pasillos, lejos del altar? ¿Por qué provocar otra evasión de determinados es pañoles hacia dentro, cuando el interior debiera ser o un punto de partida o un lugar de estancia, no de refugio con parapetos, para quien así lo quiera? ¿Por qué procurar por todos los medios que quepa acusar a la dignidad de intransigencia? ¿Por qué dejar que en el barómetro español llegue la aguja sensible a marcar el tiempo del desprecio? ¿Quién prende en último término la candela con la que fatigar la noche espesa de un nuevo exilio interior?
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