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La moderación, el Gobierno y el centro

Juan Luis Cebrián

Es de suponer que después de la alocución del presidente Suárez descendérá el número de indecisos ante las elecciones, que las encuestas más recientes señalaban era casi la mitad del censo. Y en ese sentido puede decirse que sólo hoy, en contra de todo lo que digan los calendarios oficiales, ha comenzado la batalla electoral. El país se apresta así a vivir un espectáculo inédito y estimulante. Desde el año 36 no se vivían en España unas elecciones generales y casi el 80 % de la población no tiene, por tanto, experiencia vital de un hecho semejante. Además, los que se acercaron a las urnas durante la República o en los estertores de la monarquía alfonsina, difícilmente pueden reconocer en la España actual las condiciones de voto y las opciones políticas que entonces se ofrecían.Es este el momento, quizá, de hacer algunas reflexiones sobre el proceso político español, tan encomiado ahora como antes denigrado en el extranjero, y sobre el devenir más cercano que nos aguarda. Después de haber echado al corral la reforma Arias, por mansa, las cosas marcharon bastante mejor de lo que se esperaba. Pero nada de lo hecho servirá si las elecciones no rinden el fruto deseado: la formación de un Parlamento representativo capaz de redactar una Constitución que sirva de norma de convivencia estable para nuestro pueblo.

La primera de las consideraciones a hacer es sobre el fenómeno novedoso de que una dictadura personalista se transforme en un régimen representativo. El cambio del Régimen se hace así en medio de inmensas e increíbles contradicciones. Ministros designados convocan a elecciones generales en un acto provocado a un tiempo por la presión social del propio país, y por el convencimiento del Soberano de que sólo un régimen democrático garantizará la estabilidad política en el futuro de España. Esto es casi una evidencia y algo más que una decisión política. Para los que quieran, y para los que no, el carro de la historia es imparable. Entonces es mejor subirse a él. Recientes colaboradores de la dictadura se aprestan así a cantar las excelencias de la democracia liberal, que tanto persiguieron, y es un antiguo secretario general del Movimiento el que impulsa un modelo político inspirado en el de los enemigos tradicionales del franquismo. Contra los que le acusan de traición histórica yo creo que es apreciable en todo ello un pragmatismo político encomiable en muchos aspectos, aunque dudoso en su origen e intencionalidad. La democracia implica un contenido ético de la convivencia política del que se ha despojado peligrosamente la reforma Suárez. El Gobierno, que ha declarado formalmente que la soberanía reside en el pueblo, amenaza con consagrar una especie de partitocracia dirigida, aparentemente más por un afán de mimetismo que por la expresión de un convencimiento.

Se echa así de menos una propaganda real, a través de los medios oficiales, del contenido ético y la virtualidad política de los sistemas democráticos que hoy, al parecer, nos tienden la mano. Y, sin embargo, estas elecciones no pueden convertirse una vez más en un formulismo franquista, como calificó al pasado referéndum uno de los ministros que lo convocaron. Bien sabemos que no serán del todo limpias, porque no hay nada que lo sea en política. Pero las impurezas y los errores que se cometan no deben emanar de una voluntad de continuismo. Lo que la democracia supone, en definitiva, es la posibilidad de que exista una alternativa de poder al Poder establecido. Ello exige no la neutralidad del Estado, sino la beligerancia de éste en la defensa de la igualdad de voto de los ciudadanos, y el respeto y las garantías jurídicas de sus libertades y derechos. Actitudes sólo difícilmente atribuibles al Gobierno Suárez que, en un exceso de pragmatismo, se comportá de hecho como si el fin que persigue justificara cualquier medio a emplear.

Un abuso de poder, en las actuales, circunstancias, por el Gobierno, un intervencionismo tan burdo como el protagonizado por alguno de sus miembros en la formación de candidaturas, puede darle una victoria electoral arrolladora, pero también una derrota histórica. La Monarquía saldría deteriorada de unas elecciones que no resistan un mínimo de exigencias en la crítica moral y política que pueda hacerse a posteriori. Y una vez que Suárez ha decidido presentarse su problema, cínicamente hablando, no es cómo ganar, sino cómo perder votos. Cuando las encuestas le atribuyen altos porcentajes de adhesión, el presidente debe saber de los peligros que supondría convertir a la Unión del Centro en un partido omnipresente.

La segunda consideración es, sobre el estado de descomposición política en la que el franquismo dejó sumido al país. Salvo el comunista y el socialista (PSOE), y algunos fenómenos nacionales periféricos, como el PNV, los partidos y coaliciones que acuden hoy a las urnas carecen de tradición y hasta de ideología. Éste vacío histórico es enormernentemás acusado en la derecha, donde los obstáculos para formar el llamado centro -la derecha democrática, en realidad- parten de un problema sustancial a toda la gestión del Gabinete Suárez y a gran parte de las formaciones políticas: la ausencia de un programa ideológico coherente que, lejos de las declaraciones de principios, ofrezca soluciones posibles a los problemas españoles. Cuando los portavoces del centro y los ministros del Gobierno señalan que el pueblo español está por la moderación y que aspiran por ello a capitalizar esta actitud, en realidad no están señalando nada. El pueblo español se mueve todavía en gran parte por el miedo. El recuerdo histórico de la guerra civil y de la represión posterior es todavía demasiado fuerte. Las cotas de bienestar alcanzado empujan además al español medio a no comprometer su situación personal en una aventura política de signo dudoso. Pero un elector puede ser moderado votando a derecha o a izquierda. Son los programas y los líderes los que le mueven. Entre nosotros, los programas no existen o son índistinguibles los unos de los otros; los líderes son pocos, y el propio Suárez ha necesitado toda la aureola del poder para convertirse en uno de ellos. Sólo ha sido un luchador desde la presidencia, y nunca antes.

En cualquier caso, la inclinación de los españoles por soluciones templadas es un hecho. Ello obligaba al Gobierno no a ensayar un nuevo canovismo, pero a intentar agrupar las opciones de esa moderación a la que dice servir. Y esta es la acusación más severa que puede hacerse a la gestión presidencial. Las ofertas moderadas más plausibles, la creación de una derecha democrática y la potenciación de un partido socialista unido y fuerte han sido torpede adas desde el mismo Poder. Sus ataques a la creación de una alianza de centro verdaderamente independiente acabaron con el experimento, que hoy el Gobierno viene a sal var poniendo a su presidente a la cabeza del mismo. El intervencionismo de pequeños intereses afincados en el Gabinete ha propiciado la figura de Suárez como líder de un grupo, contra las tesis de quienes creíamos que debería de ser árbitro de un Poder que garantizara las tareas de unas Cortes Constituyentes.

Otra agresión al amplio sector de ciudadanos moderados la constituyen las dificultades interpuestas a la unidad del socialismo. La legalización del sector histórico del PSOE y los intentos de creación desde el Poder de un socialismo amarillo provocaron en la izquierda potencial de este país un desconcierto casi equivalente al del Centro Democrático. Con el factor añadido de que en esta ocasión no va a venir el presidente del Gobierno a encabezar nada. El Partido Comunista es visiblemente el único gran beneficiario de tan incomprensible conducta por parte de quienes se llenan la boca de servicio a la moderación.

Desde el punto de vista político, éstos son a mi juicio dos de los errores fundamentales del Gobierno, a los que hay que añadir el absoluto abandono en el que ha permanecido la economía. Nada de ello invalida una convocatoria electoral que puede abrir en España una etapa próspera de libertad y desarrollo, ni empaña los pasos dados por el propio Gobierno en este terreno, cuyo mayor éxito ha sido, el haberlos dado manteniendo el clima de tranquilidad necesario. Pero según se avecina la fecha de las elecciones, se agiganta el fantasma de la farsa. Es deber de todos contribuir a ahuyentarlo.

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