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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La calle es de todos

SE ATRIBUYE a un íntimo colaborador del ex presidente Arias, proclive a las expresiones desafortunadas y a las imágenes deslustradas, la rotunda frase: «La calle es mía» Naturalmente, esa declaración no significaba la afirmación de un derecho de propiedad privada sobre el asfalto, ni la pretensión de imponer su ley particular con los puños. Simplemente era una manera de anunciar que, a golpe de teléfono o de telegrama, un alto funcionario estaba dispuesto a movilizar, si fuera preciso, a todas las fuerzas de orden público del país para ocupar la calle en su nombre.Y así, ha ocurrido con demasiada frecuencia en los últimos dieciséis meses, sobre todo durante el mandato del señor Arias. La solicitud para una manifestación solía ir contestada con una negativa administrativa, primero, y un impresionante despliegue de fuerza, después. Se trataba de la conocida figura de la «profecía autocumplida»: el permiso era denegado con el argumento de que eran previsibles alteraciones de orden público, las cuales las provocaba, precisamente, la prohibición anterior. El resultado fue en todos los casos una poco racional utilización de las fuerzas de orden público.

Incluso en épocas más crispadas que la actual, la autorización de manifestaciones -algunas tan importantes como las movilizaciones en pro de la amnistía en Bilbao; en contra del terrorismo de derechas, en San Sebastián y en Madrid; en conmemoración del 11 de septiembre en San Baudilio de Llobregat- no dio lugar a disturbio ni alteraciones, a diferencia de otras convocatorias abortadas por la Administración. Esas ocupaciones de la calle por la fuerza pública cumplían una función bien distinta a la proclamada. No se trataba tanto de evitar por anticipado desórdenes ciudadanos, como de impedir que se hiciera patente el respaldo popular a determinadas reivindicaciones.

La amplia dimensión, el carácter pacífico y el tono distendido de las manifestaciones populares en favor del estatuto de autonomía en las que participaron, el día de San Jorge, cientos de miles de barceloneses, prueban, una vez más, que la calle puede ser de todos sin que se quiebre ningún principio de convivencia ni se atente contra la seguridad del Estado. La participación popular en la vida pública también exige en ocasiones esos actos de comunión afectiva y solidaridad humana que las grandes manifestaciones significan. A un país no se le debe gobernar como a un colegio, ni los responsables del orden tienen que confundir sus funciones con las de un celador o un padre prefecto.

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Por supuesto, que esta opinión no se prolonga hasta la permisividad total. Existen siempre grupos deseosos de aprovechar las movilizaciones de masas para azuzar las pasiones, provocar desórdenes y encauzar los actos públicos hacia objetivos que los organizadores no habían previsto. Esas bandas suelen estar formadas por extremistas de derecha o de izquierda, si bien últimamente han sido los pistoleros y camorristas de la internacional fascista los principales provocadores.

Pero la supresión de las libertades no es el mejor instrumento para evitarlos peligros inherentes al ejercicio de los derechos cívicos. La única solución eficaz es que esos grupos de provocadores sean desarmados y disueltos, detenidos sus responsables y juzgados. La fuerza pública, en los países democráticos, no persigue a los manifestantes pacíficos: los protege. Por lo demás, la experiencia de los últimos meses muestra que los servicios de orden de los partidos que convocan los mítines y manifestaciones son los mejores auxiliares con los que puede contar la selguridad estatal para mantener la tranquilidad en los actos públicos. Ante la proximidad del 1 de mayo, y de la fiesta carlista de Montejurra, pensamos que estas reflexiones deben servir de algo a nuestras autoridades. Prohibir es siempre lo más sencillo.

El 1 de mayo próximo, con centrales sindicales prácticamente legálizadas después de la presentación de estatutos realizada ayer, debía plantearse como un día pacífico de libertades, de orden y de manifestación madura del rriundo del trabajo. El Gobierno parece que ha optado por una peligrosa vía de no autorizar, aunque tolerar. Es una elección peligrosa en un momento delicado a 45 días de las urnas. Los trabajadores no se van a quedar sin su 1 de mayo, ya que ni en los peores tiempos de la dictadura renunciaron. ¿Por qué hacerlo un día difícil y peligroso, cuando puede ser un día de éxito para las libertades, la democracia y la madurez del mundo del trabajo?

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