Los que volvemos
Vuelve Carlos Arias y vuelvo yo. Vuelve él de su ceguera histórica y vuelvo yo de mi ceguera transitoria y en parte voluntaria. He estado unos días con los ojos heridos y cerrados al deslumbramiento de la Historia. Carlos Arias siempre los tuvo cerrados a la Historia y a la vida. Su campo visual iba de los geranios de Aravaca a la lucecita de El Pardo. Nunca vio más allá, ni más acá.Yo, sencillo cronista, modesto prosador, miope literario. Carlos Arias, miope político que nunca vio más allá, no de sus narices, sino de las narices de sus superiores: la nariz bien perfilada de Franco, la nariz más descuidada de Carrero. Siempre hizo Arias una política de narices y por narices.
Pero me lo dijo el conde de Lavern -botas de sherpa y gardenia de dandy-, sacándome de mi dolor y mi sopor:
-Que vuelve Arias, que tienes que escribir algo.
Pues si vuelve Arias, vuelvo yo. Si Alianza Popular necesita de Arias, toda la España democrática, toda la España de izquierdas, toda la España que no pudo ser, necesita de mí. Bueno, a lo mejor no soy tan importante, pero Arias tampoco lo es. Lo que Fraga busca en Arias, invitándole a cenar y envolviéndole en su huracán como esproncediana hoja caída del árbol del franquismo, no es el hombre, sino la esencia, no es la voz, sino el estilo (que diría Sinatra), no es el talento, sino el fetiche.
Y eso paía conmigo. Que si Arias es una corriticopia decorativa del tardofranquismo, yo soy una figura decorativa de la izquierda divina. Casi tan decorativo como Victoria Vera, que ha estrenado El cementerio de automóviles aprovechando mi ceguera para que no la vea, que me tiene rabia esta chica. El único cementerio de automóviles que hernos conocido aquí durante cuarenta años, ha sido el Parque Móvil del ministerio. Y cada automóvil con su muerto dentro, o sea, el señor ministro.
Con Cannen Diez de Rivera, otra figura decorativa del firulete histórico que estamos viviendo, tenía yo una cena en casa del citado conde de Lavern, cena que hube de suspender por mis muchos males, y ahora que a bro los ojos, en lugar de encontrarme con la musa rubia de la reforma me encuentro con el espíritu canoso y ominoso del doce de febrero, o sea, don Carlos.
Compañero de sombras en la ardiente oscuridad buerovallejiana ha sido ini querido Camón Aznar, que me decía cuando estábamos los dos codo con codo y los ojos cerrados:
-Parece increíble lo de Homero, Umbral.
-Camón, maestro, tampoco hay que pasarse, que nosotros no somos ciegos y, lo que es peor, no somos Homero.
Pero Suárez sí es Ulises (Ulises también era un poco de derechas) y después de todas las tretas, sirtes, zancadillas y pijaditas que ha tenido que salvar, ahora le sacan a Carlos Arias bajo palio, o sea, el carisma. Es lo que tenemos las figuras carismátical, que sólo se acuerdan de nosotros cuando truena: Carlos Arias, San Bárbara y yo. Don Carlos Arias debe saber que Alianza Popular y Fraga Iribarne no le invitan a cenar por ver cómo maneja la pala de pescado, ni tampoco por sus muchas luces, que Fraga no es hombre que se ilumine de nadie, que lleva la luz en la frente, como los otorrinos, y precisamente va a ser otorrinolaringólogo de, la España eterna, y ya la tiene con la lengua fuera. Lo que se busca en Arias es el carisma, ya digo, el perfume, el mito, la leyenda, el último caballero legitimista del franquismo, que se estaba haciendo, un retrato en Enrique Segura cuando le cesaron, porque creía que Franco y Enrique Segura eran para siempre, y ya se ha v isto que no. Arias era a Franco lo que Revello de Toro a Enrique Segura: una continuidad desvaída y descafeinada.
También a mí me dicen que vuelva, don Carlos. A usted le necesita la patiria y a mí parece que me necesitan o me echan de menos en BocaccIo. Pero no debiéramos volver, don Carlos. No somos más que una añoranza, un perfume, una ficción, una mentira. Sobre todo, usted, don Carlos.
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