Giscard carece de taumaturgia para hacer reformas o dejar de hacerlas
«Los tiempos cambian», había dicho en Washington el señor Pecchioli, diputado del PCI. Al mismo tiempo y en el mismo lugar, el senador comunista por París, Boucheny, declaró: «La izquierda francesa no rechaza las alianzas que Francia ha concertado...»
Los acontecimientos acabaron por precipitarse. Considerándolos con detenimiento, a estas alturas nos prueban que la presidencia de monsieur Valery Giscard d'Estaing estuvo, desde los comienzos, marcada por el signo fatídico de la adversidad.
La famosa -y nunca probada con axiomática evidencia- mayoría en la que sus Gobiernos, el encabezado primero por Chirac y los que luego constituyó el pacífico tecnócrata Raymond Barre, se apoyaban, se había convertido, después de las municipales de los aciagos 13 y 20 de marzo, en incontrolable -y, claro es, incontrolado- aerópago de intenciones y de voluntades contradictorias.
Con tardía, pero innegable perspicacia, el electorado se apercibió de que monsieur Giscard d'Estaing carecía de la suficiente taumaturgia para hacer reformas y para, simultáneamente, dejar de hacerlas. Para imprimir al mismo tiempo a su alta gestión orientaciones de centro, de derecha y de izquierda. Para reducir las desigualdades sociales y dejar intactos los privilegios. Para despojar a La Marsellesa de sus clarinazos castrenses sin, no obstante, privarla de marcialidad y de evocaciones de grandeur.
En el complejo terreno de los asuntos internacionales, monsieur Giscard tampoco conseguía hacer y deshacer alternativamente a Europa. Ni ser a la vez partenaire de Estados Unidos en el Occidente industrializado y aliado objetivo del Kremlin. Ni, en fin, mantener la vigencia del tratado De Gaulle-Adenauer de amistad y cooperación franco-germanas y coincidir con Leónidas Brejnev en la apreciación de que los alemanes nunca renunciarán a su visceral revanchismo.
La séptima sesión del Consejo Europeo, esa seudoinstitución de los nueve, inventada por el propio monsieur Giscard, había transcurrido en el Palazzo Barberini de Roma, los días 25 y 26 de marzo, bajo la presidencia de los nueve, que por corresponder el turno a Londres ejerció, sin energía ni recursos imaginativos, el antiguo antimarketeer -entonces secretario del Foreign Office-, y ahora premier británico, mister James Callaghan.
Las decisiones adoptadas en el Consejo de Roma equivalieron a un nuevo traspiés -ahora al nivel continental- del giscardismo continuista y reformador, conservador y liberal, gaullista y antigaullista, defensor de los derechos del hombre y partidario de que el Kremlin persiga soberanamente a Andrei Sajarov y a otros disidentes menos insignes y, en consecuencia, más indefensos.
La CEE estaría representada en la cumbre occidental de Londres de los días 7 y 8 de mayo, convocada por Jimmy Carter, y que luego habría de trasmutarse en sesión extraordinaria de las, instancias supremas de la Alianza Atlántica.
Con lo cual, el concilio, como Washington lo había deseado en contra de los deseos de París, tendría también carácter político y no exclusivamente económico.
El fracaso de las tentativas americanas para concluir con Moscú un nuevo convenio SALT y restaurar así la armonía -y el reparto equitativo de influencias al nivel planetario- entre los supergrandes, como en los tiempos de Kissinger (sin perjuicio de que la Casa Blanca continuase apoyando, e incluso estimulando, a las disidencias del bloque socialista), probó días más tarde que resultaba urgente un amplio concierto de la democracia occidental.
Entre otras razones, porque los señores Nicolai Podgorni y Fidel Castro habían afianzado las influencias pro soviéticas en el Africa austral.
El progresismo pro marxista que estabilizó en Angola al régimen de Agostinho
Neto amenazaba seriamente al régimen de Mobutu Sese Seko en Zaire. La imprescindible defensa de éste abría un tremendo conflicto entre los intereses de Occidente en el Africa morena y la moralidad que Jimmy Carter había jurado imprimir a la política exterior de Estados Unidos.
Con ocasión del almuerzo que el presidente de Italia, signore Leone, había ofrecido en el Quirinal, el viernes 25 de marzo a los jefes de Estado o de Gobierno de los nueve, el canciller de la República Federal alemana, herr Helmut Schmidt, habló sin testigos durante cerca de veinte minutos con el secretario general del PCI, camarada Enrico Berlinguer.
El diálogo entre esas dos primeras figuras de la baraja política de Europa del Oeste marcó un nuevo contratiempo para monsieur Valery Giscard d'Estaing.
Misterios de momento impenetrables de la trayectoria del eurocomunismo imponen a Berlinguer la necesidad de no for malizar con los democistianos el célebre pacto histórico, y en consecuencia seguir haciendo antesala para instalarse en el poder, hasta que los franceses del pacto de la izquierda hayan constituido un gabinete Mitterrand.
Tal vez porque, en Francia, la izquierda es en primer lugar el Partido Socialista, que siempre inspira menos recelos que el comunismo a la democracia universal.
O acaso porque Mitterrand pueda imponer un europeismo y un atlantismo que, aun siendo para Berlinguer más aceptables que para su homólogo galo, Marchas, resultan amargos de aceptar para Pajetta y los demás duros -casi stalinianos- del marxismo a la italiana.
O quizás porque la avanzada edad del mariscal Tito y las tendencias disgregadoras que se manifiestan en la República Federativa de Yugoslavia aconsejan que Berlinguer no esté sólidamente instalado en los centros gubernamentales de Roma hasta ver si los mariscales del ejército soviético deciden o no -a la muerte del antiguo obrero Josef Broz- incorporar las actuales siete repúblicas yugoslavas Croacia inclusive, al Pacto de Varsovia. (Se verá entonces si, en realidad, el eurocomunismo es leal a los intereses de toda índole de las naciones occidentales en las que ha surgido o si sólo se trata de una fórmula electoral.)
Como quiera que sea, parece que herr Helmut Schmidt está inclinado a admitir que el eurocomunismo, bajo la influencia de Berlinguer, apuntalará en Europa al Mercado Común, aceptará la política exterior moralizante de Jimmy Carter y, en definitiva, contribuirá a la defensa del Occidente de los ataques combinados de la URSS, de las otras democracias populares y del Tercer Mundo.
La situación interna de Italia exige que Berlinguer acuda rápidamente en ayuda de Andreotti. No es por ello de excluir que en el «aparte» del Quirinal los interlocutores considerasen la conveniencia de que antes de que termine el año en curso se produzcan dos acontecimientos que transíormen la faz del mundo de la posguerra de 1939-45:
A. Que los escasos progresos del Plan Barre, las exigencias de los sindicatos y las intemperancias del tumultuoso jefe del neogaullismo, Chirac, obliguen a monsieur Giscard a anticipar las elecciones legislativas anunciadas para 1978 por imperativos constitucionales; que la mayoría presidencial las pierda y, que el actual presidente de la V República permanezca en el Eliseo mientras Mitterrand ejerce moderadamente desde el Hotel Matignon la jefatura de un gabinete en el que Marchais sea ministro de Estado (sin cartera) con grandes honores, pero pocas atribuciones, el jefe radical izquierdista, Robert Fabre, se instale en el Quai d'Orsay y el alcalde de Marsella, el enérgico Gastón Deferre, ocupe la función clave de titular del Departamento del Interior. Otro socialista de la «belle époque» regentaría el Ministerioo de la Defensa. El de Economía y Finanzas quedaría confiado al joven alcalde de Lille, Pierre, Mauroy, aspirante a experto en las correspondientes materias y, desde luego, excelente administrador.
B. Que Berlinguer realice un viaje a Washington antes de suscribir con los democristianos el pacto histórico. La cosa puede decidirse en la cumbre de Londres durante la primera mitad de mayo.
Tres comunistas oesteeuropeos, dos italianos y un francés, miembros de la Comisión de Defensa de la Unión de Europa Occidental (UEO), ya han sido recibidos en el Pentágono. Uno de ellos, senador por París, llamado Boucheny, hizo manifestaciones que invitan a la meditación. «Los secretos militares americanos -dijo- no nos interesan. Estamos aquí (o sea, en Washington) para conocer a fondo el pensamiento político de este gran país. Con el señor Carter en la Casa Blanca existen perspectivas de cooperación entre los Estados Unidos y Europa... El programa común de la izquierda francesa no rechaza, sino que las mantendrá, las alianzas de Francia.»
Por su parte, el diputado italiano Pecchioli comentó el viaje de los comunistas de Europa occidental al país de la libre empresa y de la iniciativa privada con esta profunda declaración: «Los tiempos cambian ... »
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